CAPÍTULO 23

Suti desató la correa y desplegó su estera en una piedra plana. Extenuado, se tendió de espaldas y contempló las estrellas. El desierto, las montañas, la roca, la mina, las caldeadas galerías por las que era preciso reptar arañándose la piel… La mayoría se quejaba y lamentaba ya una aventura más agotadora que lucrativa. Pero Suti se sentía colmado. A veces olvidaba al general Asher, absorbido por el paisaje. Él, que amaba los placeres de la ciudad, no tenía problema alguno en confraternizar con las regiones hostiles, como si hubiera vivido siempre en ellas.

A la izquierda, en la arena, se oía un siseo característico. Una víbora cornuda pasó junto a la estera dejando sus ondulaciones impresas en el suelo. La primera noche había contemplado los manejos del reptil. La costumbre había sustituido al espanto. Sabía, por instinto, que no iba a picarle; los escorpiones y las serpientes no lo asustaban. Huésped admitido en su territorio, respetaba sus costumbres y los temía menos que a la garrapata de la arena, ávida de sangre, que concentraba sus ataques sobre ciertos mineros. La picadura era dolorosa, la carne se inflaba y se infectaba. Afortunadamente, a Suti no le interesaba ese piojo contra el que Efraim luchaba rociándose con una loción a base de caléndula.

Pese a una agotadora jornada, el joven no conseguía dormirse. Se levantó y caminó lentamente hacia un ued bañado por la luz lunar. Moverse solo, de noche y por el desierto, era insensato, ya que temibles divinidades y animales fantásticos merodeaban por allí para devorar a los imprudentes, cuyos cadáveres no se encontraban. Si alguien deseaba librarse de él, el momento y el lugar eran perfectos. Un ruido alertó a Suti. En el fondo de la depresión, donde el agua hervía durante las tempestuosas lluvias, había un antílope con los cuernos en forma de lira que rascaba con obstinación, buscando una fuente. Se le unió otro antílope de larguísimos cuernos, apenas curvados, y de pelaje blanco; ambos cuadrúpedos eran la encarnación del dios Seth, cuyo inagotable dinamismo poseían. No se habían engañado; su lengua lamió pronto el precioso líquido, que manaba entre dos piedras redondas.

Les sucedieron una liebre y un avestruz. Fascinado, Suti se sentó. La nobleza de los animales, su felicidad eran un espectáculo secreto que guardaría en su interior como un recuerdo de eternidad.

La mano de Efraim se posó en su hombro.

—Te gusta el desierto, pequeño. Es un vicio. Si continúas alimentándolo, acabarás viendo al monstruo de cuerpo de león y cabeza de halcón, que ningún cazador podrá atravesar con sus flechas ni atrapar con su lazo. Para ti, será demasiado tarde. El monstruo te asirá con sus garras y te llevará a las tinieblas.

—¿Por qué detestas a los egipcios?

—Soy de origen hitita. Nunca soportaré la victoria de Egipto. Aquí, en estas pistas, el dueño soy yo.

—¿Cuánto tiempo hace que diriges equipos de mineros?

—Cinco años.

—¿Y no has hecho fortuna?

—Eres demasiado curioso.

—Si tú has fracasado, a mí me costará conseguirlo.

—¿Quién te ha dicho que he fracasado?

—Me tranquilizas.

—Te alegras demasiado pronto.

—Si eres rico, ¿por qué sudar y sufrir?

—Detesto el valle, los campos y el río. Aunque estuviera forrado de oro, no abandonaría las minas.

—¿Forrado de oro…? La expresión me gusta. Hasta ahora sólo hemos explorado minas estériles.

—Eres observador, pequeño. ¿Hay mejor entrenamiento? Cuando comience el trabajo serio, los más robustos estarán dispuestos a hurgar en las entrañas de la montaña.

—Cuanto antes mejor.

—¿Qué prisa tienes?

—¿Por qué esperar?

—Muchos insensatos han seguido la pista del oro, casi todos han fracasado.

—¿No están descubiertos los filones?

—Los mapas pertenecen a los templos y no salen de allí. Quien intenta robar oro es detenido inmediatamente por la policía del desierto.

—¿Es imposible escapar?

—Sus perros están en todas partes.

—Pero tú tienes los mapas en la cabeza.

El barbudo se sentó junto a Suti.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie, quédate tranquilo. No eres hombre que conserve documentos en otra parte.

Efraim recogió un guijarro, cerró sus dedos y lo trituró.

—Si intentas engañarme, te destruiré.

—¿Cuántas veces tendré que repetirte que sólo busco la riqueza? Quiero una enorme propiedad, caballos, carros, servidores, un bosque de pinos…

—¿Un bosque de pinos? ¡No los hay en Egipto!

—¿Y quién te habla de Egipto? No puedo quedarme más en este maldito país. Deseo instalarme en Asia, en un principado donde el ejército del faraón no penetre.

—Comienzas a interesarme, muchacho. Eres un criminal, ¿no es cierto?

Suti no se inmutó.

—La policía te busca y esperas poder escapar de ella ocultándote entre los mineros. Son sabuesos muy testarudos. Harán cualquier cosa para echarte mano.

—Esta vez no me cogerán vivo.

—¿Has estado en la cárcel?

—Nunca más estaré encerrado.

—¿Qué juez te persiguió?

—Pazair, el decano del porche.

Efraim soltó un silbido de admiración.

—¡Eres una buena pieza! A la muerte de este juez, muchos como tú celebrarán un buen banquete.

—Es tozudo.

—Tal vez el destino le sea contrario.

—Mi bolsa está vacía, tengo prisa.

—Me gustas, pequeño, pero no correré ningún riesgo. Mañana excavaremos de verdad. Ya veremos de qué eres capaz.

Efraim había dividido a los hombres en dos equipos. El primero, el más numeroso, recogía cobre, indispensable para la fabricación de los instrumentos, sobre todo de los cinceles para tallar la piedra; una vez martilleado y lavado, el metal era fundido en el propio lugar de extracción por medio de rudimentarios hornos y vertido luego en moldes. El Sinaí y los desiertos proporcionaban importantes cantidades de cobre que, sin embargo, era necesario importar de Siria y del Asia occidental, pues las comunidades de constructores necesitaban mucho. También el ejército lo consumía, en aleación con el estaño, para obtener sólidas hojas.

El segundo equipo, en el que figuraba Suti, tenía sólo unos diez hombres decididos. Todos sabían que las verdaderas dificultades iban a comenzar. Ante ellos se encontraba la entrada de una galería, boca del infierno abierta ante unas profundidades que, tal vez, contuvieran un tesoro. Los mineros llevaban colgada del cuello una bolsa de cuero que, en caso de éxito, se llenaría a rebosar. Únicamente vestían un paño de cuero y se habían cubierto el cuerpo de arena.

¿Quién entraría primero? Era el mejor puesto, y el más peligroso. Empujaron a Suti. Éste se dio la vuelta y golpeó. Siguió una pelea generalizada. Efraim la interrumpió, levantando por los cabellos a un pequeño luchador que aulló de dolor.

Se organizó la fila. El pasadizo era estrecho, y los mineros se inclinaron buscando apoyo. La mirada resbalaba por las paredes intentando localizar la aparición de un metal precioso, cuya naturaleza Efraim no había precisado. El cabecilla, demasiado rápido, levantaba polvo; el segundo, asfixiado, le dio un empujón en la espalda. Sorprendido, perdió el equilibrio y bajó por la pendiente hasta un rellano donde los exploradores se pusieron de pie.

—Se ha desmayado —advirtió uno de sus compañeros.

—Mejor así —repuso otro.

Tras haber recuperado el aliento, en una atmósfera asfixiante, avanzaron hacia el vientre de la mina.

—¡Allí, oro!

El descubridor fue recibido en seguida por dos envidiosos que lo abrumaron: «¡Qué imbécil! Sólo era una roca brillante».

Suti se sentía amenazado a cada paso. Sus seguidores sólo pensaban en librarse de él. Con el instinto de una fiera, se inclinó justo cuando lo atacaban, intentando hundirle el cráneo con una gran piedra. El primer agresor cayó patas arriba y Suti le quebró las costillas a patadas.

—Aplastaré al próximo —anunció—. ¿Os habéis vuelto locos? Si seguimos así, nadie volverá a subir. O nos matamos inmediatamente o nos dividimos.

Los hombres válidos eligieron la segunda solución. Reptaron por un nuevo pasadizo. Dos que estaban casi enfermos renunciaron. La antorcha, fabricada con tejidos empapados de aceite de sésamo, fue confiada a Suti, que no vaciló en tomar la cabeza. Más abajo todavía, en la oscuridad, se vio un centelleo.

Al muchacho se le hizo la boca agua, aceleró el paso y llegó por fin al tesoro. Ahogó un grito de rabia.

—¡Cobre, sólo es cobre!

Suti estaba decidido a que Efraim hablara de una vez. Al salir de la galería se sorprendió en seguida ante el anormal silencio que reinaba en la obra. Los mineros habían sido reunidos en dos hileras, bajo la vigilancia de una decena de policías del desierto y sus dogos. Su jefe no era otro que el gigante que había interrogado a Suti antes de su contrato.

—Ahí están los demás —anunció Efraim.

Suti y sus compañeros fueron obligados a ponerse en la fila, incluidos los heridos. Los perros aullaban dispuestos a morder. Los policías llevaban en la mano una anilla provista de nueve tiras de cuero que les permitía dar violentos y decisivos golpes.

—Estamos buscando a un desertor —reveló el gigante—. Abandonó el trabajo obligatorio y han presentado una denuncia contra él. Estoy convencido de que se oculta entre vosotros. La regla del juego es sencilla. Si se rinde o lo denunciáis, el caso quedará resuelto en seguida; si os encerráis en el silencio, procederemos a interrogaros con la anilla de tiras. Nadie va a librarse. Volveremos a empezar tantas veces como sea necesario.

Las miradas de Suti y Efraim se encontraron. El hitita no se echaría a la espalda la policía del desierto; traicionar a Suti consolidaría su reputación ante las fuerzas del orden.

—Un poco de valor —exigió el barbudo—. El fugitivo ha jugado y ha perdido. Los mineros no son un montón de canallas.

Nadie salió de la fila.

Efraim se acercó a sus obreros. Suti no tenía oportunidad alguna de escapar. Los propios mineros se volverían contra él.

Los perros ladraron y tiraron de sus correas. Tranquilos, los policías esperaban su presa.

Efraim agarró de nuevo del cabello al fornido luchador y lo arrojó a los pies del jefe del destacamento.

—El desertor es vuestro.

Suti sintió clavada en él la mirada del gigante. Creyó, por unos momentos, que cuestionaría la denuncia de Efraim.

Pero el sospechoso, ante la amenaza de los perros, ya estaba confesando.

—Sigues gustándome, pequeño.

—Me has engañado, Efraim.

—Te he puesto a prueba. El que salga de esta mina abandonada sabrá arreglárselas en cualquier abismo.

—Tendrías que haberme avisado.

—La experiencia no habría sido concluyente. Ahora conozco tus capacidades.

—La policía volverá pronto a por mí.

—Ya lo sé, por eso no nos demoraremos más. En cuanto haya obtenido la cantidad de cobre exigida por el maestro de obra de Coptos, ordenaré a las tres cuartas partes de la tropa que transporte el metal al valle.

—¿Y luego?

—Luego, con los hombres que haya elegido, efectuaremos una expedición que no ha sido ordenada por el templo.

—Si no vuelves a la cabeza de tus mineros, la policía intervendrá.

—Si lo consigo, será demasiado tarde. Ésta habrá sido mi última exploración.

—¿No somos demasiados?

—En la pista del oro se necesitan porteadores durante parte del viaje. Por lo general, pequeño, vuelvo solo.

El visir Bagey recibió a Pazair antes de regresar a su casa para el almuerzo. Despidió a su secretario y zambulló sus pies hinchados en un recipiente de piedra lleno de agua tibia y salada. Aunque la terapéutica de Neferet lo había puesto a cubierto de una nueva enfermedad, el visir no renunciaba a la cocina, excesivamente grasa, de su esposa, con lo cual seguía castigando su hígado.

Pazair se acostumbraba a la frialdad de Bagey. Curvado, con el rostro desagradable, alargado y severo, y la mirada inquisidora, no se preocupaba por despertar simpatía alguna.

En las paredes de su despacho tenía colgados los planos de las provincias, algunos de los cuales habían sido trazados por su propia mano, cuando era experto geómetra.

—No sois cómodo, juez Pazair. Por lo general, un decano del porche se limita a cumplir sus múltiples funciones sin investigar sobre el terreno.

—La gravedad del caso lo exigía.

—¿Puedo añadir que el campo militar no os corresponde?

—El proceso no dejó al general Asher libre de sospecha; me encargo de proseguir la instrucción. Me interesa su persona.

—¿Por qué demorarse en su informe referente al estado de nuestras tropas?

—Porque es falso, como demuestran los irrefutables testimonios del jefe de policía y del sumo sacerdote de Karnak. Cuando abra un nuevo proceso, este texto completará el expediente. El general no deja de disfrazar la verdad.

—Abrir un nuevo proceso… ¿es ésa vuestra intención?

—Asher es un asesino. Suti no mintió.

—Vuestro amigo está en dificultades.

Pazair temía aquella crítica. Bagey no había levantado la voz, pero parecía irritado.

—Asher ha presentado una demanda contra él. El motivo es serio: deserción.

—Demanda inadmisible —objetó el juez—. Suti se enroló en la policía antes de recibir el documento. Los registros de Kem son indiscutibles. Por consiguiente, el antiguo soldado Suti pertenece a un cuerpo de Estado, sin que se haya producido interrupción de carrera ni deserción.

Bagey tomaba notas en una tablilla.

—Supongo que la instrucción será irreprochable.

—Lo es.

—¿Qué pensáis realmente del informe de Asher?

—Que siembra la confusión para que el general aparezca como un salvador.

—¿Y si fuera cierto?

—Mis primeras investigaciones demuestran lo contrario. Son limitadas, ciertamente; vos, en cambio, tenéis posibilidad de reducir a la nada los argumentos del general.

El visir reflexionó.

De pronto, una horrible duda dominó a Pazair. ¿Sería Bagey cómplice del general? ¿La imagen del visir intransigente, honesto, incorruptible era sólo un espejismo? En ese caso, la carrera del decano del porche no tardaría en concluir, con un pretexto administrativo cualquiera.

Al menos, Pazair no tendría que esperar demasiado. Según la respuesta de Bagey, sabría a qué atenerse.

—Excelente trabajo —consideró el visir—. Justificáis cada día vuestro nombramiento y me sorprendéis. Cometía un error dando preferencia a la edad en la designación de altos magistrados; me consuelo suponiendo que sois una excepción. Vuestro análisis del informe de Asher es muy turbador. La ayuda de un jefe de policía y un sumo sacerdote de Karnak, aunque recientemente nombrados, le dan un gran peso. Además, resistís bien frente a mis dudas. En consecuencia, niego la validez del texto y ordeno un inventario completo del armamento de que disponemos.

Pazair esperó a estar en brazos de Neferet para llorar de alegría.

El general Asher se sentó en la lanza de un carro. El cuartel dormía, los centinelas dormitaban. ¿Qué temía un país tan poderoso como Egipto, unido en torno a su rey, sólidamente construido sobre valores ancestrales que no habían sido afectados por los más violentos huracanes?

Asher había mentido, traicionado y asesinado para convertirse en un hombre poderoso y respetado. Quería hacer una alianza con los hititas y los países de Asia, crear un imperio en el que ni el propio Ramsés se habría atrevido a soñar. La ilusión se rompía a causa de una infeliz iniciativa. Lo manipulaban desde hacía meses. Chechi, el químico de escasas palabras, lo había utilizado.

¡Asher el grande! Un fantoche que pronto carecería de poder, que no resistiría los repetidos asaltos del juez Pazair. Ni siquiera había tenido el placer de mandar a Suti a un campo disciplinario, porque el amigo del decano del porche se había enrolado en la policía. Demanda rechazada e informe desmentido por el visir. Un nuevo examen conduciría a la censura. Asher sería condenado por atentar contra la moral de las tropas. Cuando Bagey se encargaba de un asunto, se hacía tan feroz y obstinado como un dogo que apretara un hueso entre sus colmillos.

¿Por qué lo había alentado Chechi a redactar aquel texto? Ante la idea de convertirse en un salvador, de adquirir estatura de estadista, de obtener la adhesión del pueblo, Asher había perdido el sentido de la realidad. A fuerza de engañar a los demás, había acabado engañándose a sí mismo. Como el pequeño químico, creía en la extinción del reino de Ramsés, en la mezcla de razas, en un cambio de las tradiciones heredadas de la edad de las pirámides. Pero había olvidado la existencia de hombres arcaicos como el visir Bagey y el juez Pazair, servidores de la diosa Maat, enamorados de la verdad.

Asher había pasado a ser considerado como un soldado sin envergadura, de porvenir ya trazado, desprovisto de ambición. Los instructores se habían equivocado con él. Clasificado en una categoría de la que nunca saldría, el general ya no soportaba el ejército. O lo controlaría o lo aniquilaría. El descubrimiento de Asia, de sus príncipes acostumbrados a la astucia y la mentira, de sus clanes en incesante movimiento lo habían incitado a conspirar y a establecer vínculos con Adafi, el jefe de la rebelión.

Un juguete en manos de un tramposo: su futura gloria caía en lo ridículo. Pero sus falsos amigos ignoraban que una bestia herida despliega insospechados recursos. Ridiculizado ante sus mismos ojos, Asher se rehabilitaría arrastrando a sus aliados en la caída.

¿Por qué se había apoderado de él el mal? Habría podido limitarse a servir al faraón, a amar a su país, e imitar a los generales que se limitaban a cumplir con su deber. Pero la afición a la intriga se había insinuado en él como una enfermedad, acompañada por el deseo de acaparar lo que pertenecía a otros.

Asher no soportaba a los seres que se salían de las normas, como Suti o Pazair. Lo empequeñecían y le impedían desarrollarse. Unos construían, los otros destruían; ¿no eran responsables los dioses de que él perteneciera a esta última categoría? Nadie modificaba su voluntad.

Se nacía como se moría.