CAPÍTULO 21

Plantada en una roca elevada, con sus dos largos cuernos arqueados dirigidos hacia el cielo y una corta barba en el mentón, la cabra montesa contemplaba a los mineros que caminaban bajo el sol.

El animal, en la lengua jeroglífica, era el símbolo de la serena nobleza, adquirida al término de una existencia conforme a la ley divina.

—¡Allí! —aulló uno de los obreros—. ¡Matémosla!

—Cállate, imbécil —repuso Efraim—. Es la protectora de la mina. Si la tocamos, moriremos todos.

El gran macho trepó por una pendiente muy empinada y, de un prodigioso salto, desapareció al otro lado de la montaña.

Cinco días de marchas forzadas habían agotado al grupo; sólo Efraim parecía tan fresco como al principio. Suti seguía resistiendo; el esplendor inhumano del paisaje le daba fuerzas. Ni la brutalidad del jefe de la expedición ni las terribles condiciones del viaje habían mermado su determinación.

El coloso barbudo ordenó a los hombres que se reunieran y trepó sobre un bloque. De este modo aplastaba a los desharrapados.

—El desierto es inmenso —declaró con su retumbante voz—, y vosotros sois menos que hormigas. Os quejáis sin descanso de que tenéis sed, como viejas impotentes. No sois dignos de ser mineros y hurgar en las entrañas de la tierra. Sin embargo, os he traído hasta aquí. Los metales son mejores que vosotros. Cuando excavéis la montaña, la haréis sufrir; ella intentará vengarse enterrándoos. ¡Peor para los incapaces! Estableced el campamento, el trabajo comenzará mañana al amanecer.

Los obreros plantaron las tiendas, comenzando por la del jefe de la expedición, tan pesada que había agotado a cinco hombres. Se desenrolló con precaución y se montó ante la vigilante mirada de Efraim, hasta que presidió el centro del campamento. Prepararon la comida, mojaron el suelo para evitar el polvo y calmaron su sed bebiendo el agua que los odres mantenían fresca. No faltaría el precioso líquido, gracias al pozo excavado junto a la mina.

Suti dormitaba cuando una patada le laceró el flanco.

—Levántate —ordenó Efraim.

El joven contuvo su rabia y obedeció.

—Todos los que están aquí tienen algo que reprocharse. ¿Y tú?

—Es mi secreto.

—Habla.

—Déjame tranquilo.

—Odio a los que van con tapujos.

—Abandoné el trabajo obligatorio.

—¿Dónde?

—En mi pueblo, cerca de Tebas. Querían llevarme a Menfis para limpiar canales. Preferí huir y probar suerte como minero.

—No me gusta tu cara. Estoy seguro de que mientes.

—Quiero hacer fortuna. Nadie me lo impedirá, ni siquiera tú.

—Me molestas, pequeño. Te aplastaré. Peleémonos con los puños desnudos.

Efraim designó un árbitro. Su papel consistiría en descalificar al adversario que mordiera; los demás golpes estaban permitidos.

Sin más advertencia, el barbudo se lanzó sobre Suti, lo agarró por el torso, lo levantó del suelo, lo hizo girar por encima de su cabeza y lo lanzó a varios metros.

Lacerado, con un hombro dolorido, el joven se levantó.

Efraim, con las manos en las caderas, lo miraba con desdén. Los mineros reían.

—Ataca si tienes valor.

Desafiado, Efraim no vaciló. Esta vez, sus largos brazos sólo agarraron el vacío. Suti, que lo había esquivado en el último momento, recuperó el aliento. Demasiado seguro de su fuerza, Efraim conocía sólo una llave. Aunque no existieran, Suti agradeció a los dioses haberle proporcionado una infancia belicosa durante la que había aprendido a pelearse. Evitó más de diez veces los desordenados asaltos de su adversario.

Multiplicando su furia, lo fatigaba y le hacía perder la lucidez. El joven no tenía derecho a equivocarse; si llegara a caer prisionero de la tenaza de sus brazos, lo aplastaría. Apostando por la rapidez, desequilibró a su adversario con una zancadilla, se deslizó bajo el coloso que caía y utilizó su propia energía para hacerle una llave de cuello. Efraim cayó pesadamente al suelo. Suti se sentó a horcajadas sobre su nuca y amenazó con romperla; el vencido golpeó la arena con el puño, admitiendo su derrota.

—¡Bien hecho, pequeño!

—Mereces morir.

—Si me matas, no te librarás de la policía del desierto.

—Me importa un pimiento. No serás el primero a quien mande a los infiernos.

Efraim se asustó.

—¿Qué quieres?

—Jura que no seguirás martirizando a los hombres del grupo.

Los mineros ya no reían. Se acercaron, atentos.

—Date prisa o te retuerzo el cuello.

—¡Lo juro por el dios Min!

—Y por Hator, dueña del Occidente. ¡Repítelo!

—¡Lo juro por Hator, dueña del Occidente!

Suti soltó la presa. Un juramento prestado ante tantos testigos no podía romperse. Si traicionaba su palabra, el nombre de Efraim quedaría destruido para la eternidad y se vería condenado al aniquilamiento.

Los mineros lanzaron gritos de júbilo y llevaron a hombros a Suti. Cuando el júbilo decreció, él les habló con firmeza.

—Aquí, el jefe es Efraim. Sólo él conoce las pistas, los manantiales y las minas. Sin él, no volveremos al valle. Obedezcámosle, que cumpla su palabra, y todo irá bien.

Estupefacto, el barbudo puso su mano en el hombro de Suti.

—Eres fuerte, pequeño, pero también inteligente.

Efraim lo llevó aparte.

—Te juzgué mal.

—Quiero hacer fortuna.

—Podríamos ser amigos.

—Siempre que me sea útil.

—Podría sértelo, pequeño.

Algunas portadoras de ofrendas, vestidas con una túnica blanca sujeta por un tirante que pasaba entre sus pechos descubiertos y un delantal adornado con una redecilla de perlas colocadas en rombo, entraron lentamente en el palacio de la princesa Hattusa. Iban tocadas con una peluca recogida en un moño alto, y eran tan frescas y tan hermosas que Denes sintió que su sangre se caldeaba. En cada uno de sus viajes engañaba a la señora Nenofar con perfecta y obligatoria discreción. El escándalo lo habría desacreditado; no tenía, por lo tanto, ninguna amante oficial y se limitaba a breves encuentros sin futuro.

De vez en cuando hacía el amor a su mujer, pero la declarada frigidez de Nenofar justificaba sus aventuras extraconyugales.

El intendente del harén fue a buscarlo al jardín. Pensó en solicitarle una muchacha, pero renunció a ello; un harén era un centro económico en el que prevalecía el sentido del trabajo, no la chocarrería. Como transportista, Denes había solicitado una audiencia oficial a la esposa hitita de Ramsés.

Ella lo recibió en una sala de cuatro columnas, con las paredes pintadas de amarillo claro. En el suelo había un mosaico de losetas verde y rojo.

Hattusa estaba sentada en un sitial de madera de ébano con los brazos y los pies dorados. Tenía los ojos negros, la piel muy blanca, las manos largas y finas, y parecía poseer el extraño encanto de las asiáticas. Denes se mantuvo en guardia.

—Inesperada visita —dijo ella, ácida.

—Soy transportista, vos dirigís un harén. ¿Quién puede sorprenderse de nuestro encuentro?

—Sin embargo, vos lo considerabais peligroso.

—La situación ha cambiado mucho. Pazair se ha convertido en decano del porche; con este título dificulta mis actividades.

—¿En qué me afecta eso?

—¿Habéis cambiado de opinión?

—Ramsés me ha escarnecido, ¡humilla a mi pueblo! Exijo venganza.

Satisfecho, Denes se mesó los blancos pelos de su fina barba.

—La obtendréis, princesa. Nuestros objetivos siguen siendo los mismos. Este rey es un déspota y un incapaz; está encadenado a caducas tradiciones y no tiene visión alguna de futuro. El tiempo trabaja a nuestro favor, pero algunos de mis amigos se impacientan; por ello hemos decidido aumentar la impopularidad de Ramsés.

—¿Bastará eso para desestabilizarlo?

Denes, nervioso, no debía decir demasiado. La hitita era una aliada momentánea, y deberían apartarla tras la caída del soberano.

—Tened confianza en nosotros: nuestra estrategia es imparable.

—Desconfiad, Denes; Ramsés es un guerrero hábil y valeroso.

—Está atado de pies y manos.

Un brillo de excitación animó la mirada de Hattusa.

—¿No debería saber más?

—Sería inútil e imprudente.

Hattusa hizo una mueca; su callada cólera la hacía más hermosa todavía.

—¿Qué proponéis?

—Desorganizar el tráfico de mercancías. En Menfis lo conseguiré sin dificultades, pero en Tebas necesitaré vuestra ayuda. El pueblo gruñirá, harán responsable al faraón. El debilitamiento de la economía del país hará vacilar su trono.

—¿Cuántas conciencias deben comprarse?

—Pocas, pero caras. Los principales escribas que controlan el tráfico de mercancías deben cometer repetidos errores. Las investigaciones administrativas serán largas y complicadas, se instalará la confusión durante varias semanas.

—Actuarán mis hombres de confianza.

Denes no creía demasiado en la eficacia del plan; sería un nuevo golpe contra el rey que sólo tendría consecuencias limitadas. Pero había adormecido la desconfianza de Hattusa.

—Tengo que haceros otra confidencia —murmuró.

Os escucho.

Se aproximó y habló en voz baja.

—Dentro de unos meses dispondré de una importante cantidad de hierro celeste.

La mirada de la hitita reveló su interés. Utilizado con fines mágicos, el raro metal sería una nueva arma contra Ramsés.

—¿Vuestro precio?

—Tres lingotes de oro al hacer el pedido, tres a la entrega.

—Cuando abandonéis el harén, estarán en vuestro equipaje.

Vender lo que no tenía y realizar un beneficio de aquella magnitud procuraba a Denes una profunda satisfacción. Hacer esperar a la princesa sería fácil. Si demostraba excesiva animosidad, arrojaría la responsabilidad sobre Chechi. El servilismo del químico del pequeño bigote ya le había sido muy útil.

La criada sirvió aceitunas, rábanos y una lechuga. La propia Silkis preparó el aliño.

—Gracias por haber aceptado nuestra invitación —dijo Bel-Tran a Neferet y Pazair—. Teneros a ambos sentados a nuestra mesa es un honor.

—No son necesarios los cumplidos —subrayó el juez.

El cocinero dispuso costillas de cordero asadas, calabacines y guisantes en una bandeja de cobre que había sobre una mesita. Su frescor acarició el paladar de los invitados. Silkis lucía unos soberbios pendientes en forma de discos, adornados con rosetas y espirales.

—He tenido un sueño sorprendente —confesó—. ¡Bebía varias veces cerveza caliente! Estaba realmente angustiada y he consultado al intérprete. ¡Su diagnóstico me ha asustado! El sueño significa que van a robar mis bienes.

—No os preocupéis demasiado —recomendó Neferet—; los intérpretes de los sueños se equivocan a menudo.

—¡Que los dioses os escuchen!

—Mi esposa es demasiado ansiosa —estimó Bel-Tran—. ¿No podríais darle un remedio?

Al finalizar la comida, mientras Neferet recetaba unas tisanas calmantes a Silkis, Bel-Tran y el juez dieron un paseo por el jardín.

—No me queda mucho tiempo para apreciar la naturaleza —deploró el financiero—; mi trabajo es cada vez más absorbente. Cuando regreso, por la noche, mis hijos ya están acostados. No verlos crecer, no jugar con ellos es un penoso sacrificio. La gestión de los graneros, mi explotación de papiro, mi servicio del Tesoro… ¡Los días son demasiado cortos! ¿No tenéis la misma sensación?

—Sí, con demasiada frecuencia. Ser decano del porche no es una sinecura.

—¿Avanzáis en vuestra investigación sobre el general Asher?

—Poco a poco.

—Me gustaría comunicaros un insólito acontecimiento que me inquieta en sumo grado. Ya sabéis que la princesa Hattusa tiene un temperamento más bien belicoso y no perdona a Ramsés haberla arrancado de su país.

—Una hostilidad casi declarada.

—¿Adónde la conducirá? Oponerse abiertamente al rey, es decir, intentar una conjura sería suicida. Sin embargo, acaba de recibir una extraña visita: la del transportista Denes.

—¿Estáis seguro?

—Uno de mis colaboradores fue a visitar el harén y creyó reconocerlo. Extrañado, se aseguró de que no se equivocaba.

—¿Tan extravagante es la visita de Denes?

—Hattusa posee su propia flota de navíos mercantes. El harén es una institución de Estado donde un transportista privado no puede desempeñar papel alguno. Y si se trata de una visita amistosa, ¿qué significado darle?

Una alianza entre la princesa hitita, esposa secundaria del rey, y uno de los miembros de la conjura… La revelación de Bel-Tran tenía una indiscutible importancia. ¿No sería Hattusa la cabeza pensante y Denes uno de los ejecutores? La conclusión parecía demasiado apresurada. Nadie conocía el contenido de la entrevista, cuya existencia, sin embargo, dejaba entrever una conjunción de intereses, hostiles al bienestar del reino.

—Es una colusión sospechosa, Pazair.

—¿Cómo conocer su magnitud?

—Lo ignoro. ¿No pensáis que se prepara una tentativa de invasión por el norte? Ciertamente, Ramsés yuguló a los hititas, pero ¿renunciarán alguna vez a sus proyectos expansionistas?

—En este caso, el general Asher sería un paso obligado.

Cuanto más se precisaban los contornos del enemigo más difícil se anunciaba el combate y más incierto el porvenir.

Aquella misma noche, un mensajero de palacio llevó a Neferet una carta con el sello de Tuy, la madre de Ramsés el Grande. La gran dama deseaba consultar lo antes posible al médico. Aunque permaneciera enclaustrada, Tuy seguía siendo una de las personalidades más influyentes de su corte. Era altiva, detestaba la mediocridad y la pequeñez, aconsejaba sin ordenar y velaba con cuidadoso celo por la grandeza del país. Ramsés sentía por ella afecto y admiración; desde la desaparición de la mujer amada, Nefertari, había convertido a su madre en su principal confidente. Algunos afirmaban que no tomaba decisión alguna sin haberla consultado.

Tuy reinaba sobre una numerosa casa y disponía de un palacio en cada ciudad importante. El de Menfis se componía de una veintena de estancias y un vasto salón con cuatro pilares en el que recibía a sus huéspedes de alcurnia. Un chambelán condujo a Neferet hasta la alcoba de la reina madre.

A sus sesenta años, Tuy era una mujer delgada, de ojos penetrantes, nariz recta y fina, mejillas ajadas y mentón pequeño, casi cuadrado. Llevaba la peluca ritual que correspondía a su función, que imitaba los despojos de un buitre cuyas alas enmarcaban su rostro.

—Vuestra reputación ha llegado hasta mí. El visir Bagey, poco dado a los cumplidos, habla de vuestros milagros.

—Podría hacer una larga lista con mis fracasos, majestad. Un médico que presumiera de sus éxitos tendría que cambiar de oficio.

—Me encuentro mal y necesito vuestros conocimientos. Los ayudantes de Nebamon son unos ignorantes.

—¿Qué os ocurre, majestad?

—Los ojos. Además, tengo violentos dolores en el vientre, oigo mal y mi nuca está rígida.

Neferet diagnosticó sin dificultades unas anormales secreciones del útero. Recetó unas fumigaciones con resma de terebinto, mezclada con aceite de calidad superior.

El examen de los ojos la preocupó más: conjuntivitis granulosa, tracoma con complicaciones parpebrales, riesgo de glaucoma.

La reina madre percibió la turbación de la médica.

—Sed franca.

—Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré. Pero el tratamiento será largo y exigirá de vos mucha atención.

Al levantarse, la reina madre tendría que lavarse los ojos con una solución a base de cáñamo, muy eficaz contra el glaucoma. El mismo producto, en forma de ungüento con miel y aplicado localmente, calmaría los dolores del útero. Otro remedio, cuyo principal agente era el sílex negro, haría desaparecer la infección del lagrimal, al igual que los humores malignos. Para suprimir el tracoma, la enferma se aplicaría en los párpados una pomada compuesta por láudano, galena, bilis de tortuga, ocre amarillo y tierra de Nubia. Finalmente, con la ayuda de una pluma de buitre vaciada, instilaría en sus ojos un colirio. Aloes, crisocola, harina de coloquíntida, hojas de acacia, corteza de ébano y agua fría se mezclarían, se convertirían en pasta, se dejaría secar y luego se machacaría con agua. El producto obtenido tenía que pasar una noche al aire libre, recibir el rocío y ser filtrado. Además de la instilación, la reina madre lo utilizaría en compresas, aplicadas en el ojo cuatro veces al día.

—Estoy muy vieja y débil —aseguró—; me disgusta ocuparme así de mi misma.

—Estáis enferma, majestad; tomaos tiempo para cuidaros y os curaréis.

—Creo que debo obedeceros, aunque me cueste. Aceptad esto.

Tuy ofreció a la médica un admirable collar de siete vueltas de cuentas de cornalina y oro de Nubia; los dos motivos del cierre eran flores de loto.

Neferet vaciló.

—Aguardad al menos a los resultados del tratamiento.

—Ya me siento mejor.

La reina madre le puso personalmente el collar y comprobó su efecto.

—Sois muy bella, Neferet.

La muchacha se ruborizó.

—Además, sois feliz. Mis familiares afirman que vuestro marido es un juez excepcional.

—Servir a Maat da sentido a su vida.

—Egipto necesita seres como él y como vos.

Tuy llamó a su copero. Sirvió cerveza dulce y fruta. Las dos mujeres se sentaron en unas sillas bajas provistas de confortables almohadones.

—He seguido la carrera y la investigación del juez Pazair. Divertida primero, intrigada más tarde y, por fin, indignada. ¡Su deportación fue un acto inicuo e inadmisible! Afortunadamente, ya ha obtenido una primera victoria; su cargo de decano del porche le permite proseguir la lucha con mayores medios, nombrar a Kem jefe de policía fue una excelente iniciativa; el visir Bagey hizo bien aprobándola.

Aquellas pocas frases no eran pronunciadas al azar. Cuando Neferet se las comunicara a Pazair, se sentiría loco de júbilo; la voz de Tuy era el entorno más intimo del faraón, y significaba que aprobaba su acción.

—Desde la muerte de mi marido y el acceso al trono de mi hijo, velo por la felicidad de nuestro país. Ramsés es un gran rey; ha alejado el espectro de la guerra, ha enriquecido los templos, ha alimentado a su pueblo. Egipto sigue siendo la tierra amada por los dioses. Pero me siento turbada, Neferet; ¿aceptáis ser mi confidente?

—Si me consideráis digna, majestad.

—Ramsés está cada vez más preocupado, ausente a veces, como si hubiera envejecido bruscamente. Su carácter ha cambiado; ¿renuncia acaso a combatir, a resolver dificultad tras dificultad, a prescindir de los obstáculos?

—Tal vez esté enfermo.

—A excepción de su debilidad dental, sigue siendo el más vigoroso e infatigable de los hombres. Por primera vez desconfía de mí. Ya no percibo sus intenciones ocultas. El hecho no me sorprendería si, de acuerdo con su costumbre, me hubiera anunciado cara a cara su decisión. Pero me rehuye, ignoro por qué. Hablad de ello con el juez Pazair. Temo por Egipto, Neferet. Tantos asesinatos estos últimos meses, tantos enigmas sin resolver, y el rey que se aleja de mí, su reciente afición por la soledad… Que Pazair prosiga sus investigaciones.

—¿Os parece que el faraón está amenazado?

—Es amado y respetado.

—¿No murmura el pueblo que su suerte está abandonándolo?

—En cuanto un reinado se prolonga, sucede así. Ramsés conoce la solución: celebrar una fiesta de regeneración, reformar su pacto con las divinidades e insuflar de nuevo la alegría en el ánimo de sus súbditos. Los rumores no me preocupan demasiado; pero ¿por qué ha promulgado el rey unos decretos reafirmando su autoridad, que nadie discute?

—¿Teméis algún mal solapado que pueda debilitar su espíritu?

—La corte descubriría pronto sus efectos. No, sus facultades están intactas; y, sin embargo, ya no es el mismo.

La cerveza era muy dulce, la compota de frutas suculenta. Neferet sintió que no debía seguir preguntando. A Pazair le correspondía apreciar aquellas excepcionales confidencias y saber utilizarlas.

—Me gustó mucho vuestra dignidad cuando Nebamon murió —prosiguió Tuy—; aquel hombre no valía nada, pero había sabido imponerse. Fue extraordinariamente injusto con vos; por lo tanto, he decidido repararlo. Él y yo éramos los responsables del hospital principal de Menfis. Él ha muerto y yo no soy médico. Mañana se publicará el decreto que os otorgará la dirección de este hospital.