Palmeras, higos y algarrobos daban sombra. Tras el almuerzo, y antes de reanudar sus consultas, Neferet disfrutaba del silencio de su jardín, turbado en seguida por los saltos, las escaladas y los gritos de la pequeña mona verde, feliz de poder llevar una fruta a su dueña. Traviesa no se tranquilizaba hasta que Neferet se sentaba; entonces, más calmada, se metía bajo la silla y observaba las idas y venidas del perro.
¿No parecía todo Egipto un jardín en el que la bienhechora sombra del faraón permitía que se desarrollasen los árboles, tanto en el gozo de la mañana como en la paz vespertina?
No era raro que el propio Ramsés velara personalmente por la plantación de olivos o perseas. Le gustaba pasear por jardines cubiertos de flores y contemplar los vergeles. Los templos gozaban de la protección de altas frondas en las que nidificaban los pájaros mensajeros de lo sagrado. El ser intranquilo, decían los sabios, es un árbol que se marchita en la sequedad de su corazón; la tranquilidad, por el contrario, da frutos y derrama a su alrededor un dulce frescor.
Neferet plantó un sicómoro en el centro de un pequeño foso; una jarra porosa, que conservaría la humedad, protegía la joven planta. Bajo el empuje de las raíces, el frágil recipiente se rompería; y los fragmentos de alfarería, mezclados con la tierra, reforzarían el humus. Neferet cuidó de consolidar los bordes de barro seco, designados a retener el agua después del riego.
Los ladridos de Bravo anunciaron la próxima llegada de Pazair; un cuarto de hora antes de que cruzara el umbral, y fuera cual fuera el momento del día, el perro presentía la llegada de su dueño. Cuando se ausentaba por largo tiempo, Bravo perdía el apetito y no respondía a las provocaciones de Traviesa. Olvidando la dignidad de su función, el decano del porche corrió junto a su perro, que saltó sobre su paño dejando la huella de dos patas lodosas. El juez se desnudó y se tendió en una estera junto a su esposa.
—Qué suave es hoy el sol.
—Pareces agotado.
—Se ha superado considerablemente la dosis normal de importunos.
—¿Has recordado tu agua cobriza?
—No he tenido tiempo de cuidarme. Mi despacho no se vaciaba; de la viuda de guerra al escriba que necesita un adelanto, en la lista no faltaba nadie.
Ella se tendió a su lado.
—No sois razonable, juez Pazair. Contemplad vuestro jardín.
—Suti tiene razón, he caído en una trampa. Quiero ser de nuevo pequeño juez de pueblo.
—Tu destino no es volver atrás. ¿Se ha marchado Suti a Coptos?
—Esta mañana, con armas y bagajes. Me ha prometido volver con la cabeza de Asher y un montón de oro.
—Rezaremos cada día a Min, el protector de los exploradores, y a Hator, la soberana de los desiertos. Nuestra amistad cruzará el espacio.
—¿Y tus enfermos?
—Algunos me preocupan. Espero ciertas plantas raras para fabricar mis remedios. Pero la farmacia del hospital central no toma nota de mis encargos.
Pazair cerró los ojos.
—¿Tienes otras preocupaciones, querido?
—¿Cómo ocultártelas? Te conciernen a ti.
—¿He infligido la ley?
—La sucesión al cargo de médico en jefe del reino está abierta. Como decano del porche, debo examinar la validez jurídica de las candidaturas que se transmitan al consejo de especialistas. Me he visto obligado a aceptar la primera.
—¿Quién es?
—El dentista Qadash. Si es elegido, el expediente que Bel-Tran ha abierto en tu favor no servirá para nada.
—¿Tiene posibilidades de éxito?
—Una carta de Nebamon lo presenta como el sucesor que desea.
—¿Una falsificación?
—Dos testigos avalaron el documento y certificaron el buen estado mental de Nebamon: Denes y Chechi. ¡Los muy bandidos ni siquiera se ocultan ya!
—Qué importa mi carrera, soy feliz curando. Mi consulta privada me basta.
—Intentarán cerrarla, e incluso tú misma serás cuestionada.
—¿No me defenderá acaso el mejor de los jueces?
—Qadash… Hace mucho tiempo que me pregunto por su papel exacto; el velo está desgarrándose. ¿Cuáles son las prerrogativas del médico en jefe?
—Cuidar al faraón, nombrar a los cirujanos, los médicos y los farmacéuticos que forman el cuerpo oficial de palacio, recibir y controlar las sustancias tóxicas, los venenos y los medicamentos peligrosos, adoptar directrices sobre la salud pública y hacer que se apliquen tras el acuerdo del visir y del rey.
—Si Qadash tuviera tales poderes… ¡Efectivamente, es el cargo que ambiciona!
—No es fácil influir en el comité que decide.
—Desengáñate. Denes intentará corromper a sus miembros. Qadash es mayor, de respetable apariencia, tiene una larga práctica y… y Ramsés sólo sufre una notable afección, ¡artritis mental! Este nombramiento es una fase de su plan. Debemos impedir que tengan éxito.
—¿De qué modo?
—Todavía lo ignoro.
—¿Temes que Qadash pueda atentar contra la salud del faraón?
—No, demasiado arriesgado.
Traviesa saltó sobre el vientre de Pazair y tiró de un pelo, a la altura del plexo. Sensible, el juez soltó un grito de dolor, pero su mano derecha se cerró en el vacío. La mona verde ya se había refugiado bajo la silla de su dueña.
—Si este maldito animal no hubiera intervenido en nuestro primer encuentro, ya le habría dado una buena zurra.
Para que la perdonaran, Traviesa trepó a una palmera y lanzó un dátil, que Pazair atrapó al vuelo. Bravo acudió y lo devoró.
La tristeza veló el rostro de Neferet.
—¿Qué deploras?
—Había concebido un proyecto insensato.
—¿Qué deseabas?
—He renunciado a ello.
—Confíamelo.
—¿Para qué?
Se acurrucó junto a él.
—Me habría gustado… un hijo.
—Yo también pienso en ello.
—¿Lo deseas?
—Mientras no se haya obtenido la luz, haríamos mal.
—Me rebelé contra esa idea, pero creo que tu pensamiento es acertado.
—O renuncio a la investigación o deberemos tener paciencia.
—Olvidar el asesinato de Branir nos condenaría a ser la más vil de las parejas.
La abrazó.
—¿Te parece necesario seguir vestida cuando el aire vespertino es tan suave?
La tarea del devorador de sombras no sería fácil. En primer lugar, si abandonaba con demasiada frecuencia y durante mucho tiempo su cargo oficial, llamaría la atención; ahora bien, actuaba solo, sin cómplices, siempre dispuestos a denunciar, debía aprender a conocer las costumbres de Pazair, y mostrarse paciente. Además, no le habían ordenado matar al decano del porche, sino que debía inutilizarlo, disfrazando el atentado como un accidente, para que no se abriera investigación alguna.
La ejecución de aquel plan tenía enormes dificultades. El devorador de sombras había exigido tres lingotes de oro, una hermosa fortuna que le permitiría establecerse en el delta, comprar una granja y vivir días felices. Ya sólo mataría por placer, cuando el deseo le fuera irresistible, y se complacería mandando un ejército de servidores, dispuestos a satisfacer sus menores necesidades.
En cuanto hubiera recibido el oro, iniciaría la caza, excitado por la idea de llevar a cabo su obra maestra.
El horno estaba al rojo blanco. Chechi había dispuesto unos moldes en los que vertería el metal líquido para que tomara la forma de un lingote de gran tamaño. En el laboratorio reinaba una temperatura insoportable; sin embargo, el químico del pequeño bigote negro no transpiraba, mientras que Denes sudaba la gota gorda.
—He conseguido el acuerdo de nuestros amigos —declaró.
—¿No lo lamentan?
—No tenemos elección.
De una bolsa de tela, el transportista sacó la máscara de Keops y el collar, del mismo metal, que había adornado el busto de su momia.
—Obtendremos dos lingotes.
—¿Y el tercero?
—Lo compraremos al general Asher. Sus robos de oro están perfectamente organizados, pero no se me escapa nada.
Chechi contempló el rostro del constructor de la gran pirámide. Los rasgos eran severos y serenos, de extraordinaria belleza. El orfebre había conseguido una sensación de eterna juventud.
—Me da miedo —confesó Chechi.
—Sólo es una máscara funeraria.
—Sus ojos… ¡están vivos!
—No caigas en fantasmagorías. Ese juez nos ha hecho perder una fortuna apoderándose del bloque de hierro celeste que queríamos vender a los hititas, y del escarabajo de oro que me había reservado para mi tumba. Conservar la máscara y el collar resulta demasiado arriesgado; además, lo necesitamos para pagar al devorador de sombras. Apresúrate.
Chechi, como siempre, obedeció a Denes. El sublime rostro y el collar desaparecieron en el horno. Pronto, el oro en fusión fluiría por un canalón y llenaría los moldes.
—¿Y el codo de oro? —interrogó el químico.
El rostro de Denes se iluminó.
—Podrá servir… ¡de tercer lingote! Prescindiremos de los servicios del general.
Chechi pareció vacilar.
—Será mejor que nos libremos de él —afirmó el transportista—, conservaremos sólo lo esencial: el testamento de los dioses. En el lugar donde se encuentra, Pazair no tiene ninguna posibilidad de encontrarlo.
Denes rio sarcástico cuando el codo de Keops desapareció en el horno.
—Mañana, mi buen Chechi, serás uno de los personajes más importantes del reino. Esta noche, el devorador de sombras recibirá la primera parte de su pago.
El policía del desierto medía más de dos metros. En el cinturón de su paño llevaba dos puñales con el mango muy gastado. Nunca calzaba sandalias; había caminado tanto por los canchales que ni siquiera una espina de acacia perforaba la callosidad formada en la planta de sus pies.
—¿Tu nombre?
—Suti.
—¿De dónde vienes?
—De Tebas.
—¿Profesión?
—Aguador, recolector de lino, criador de cerdos, pescador…
Un dogo de ojos vacíos olisqueó al joven. No debía de pesar menos de setenta kilos. Tenía el pelo muy corto y el lomo cubierto de cicatrices. Se notaba que estaba dispuesto a saltar.
—¿Por qué quieres ser minero?
—Me gusta la aventura.
—¿Te gusta también la sed, la canícula, las víboras cornudas, los escorpiones negros, las marchas forzadas, el trabajo agotador en estrechas galerías o la falta de aire?
—Todos los oficios tienen sus inconvenientes.
—Vas por mal camino, muchacho.
Suti sonrió del modo más bobalicón posible. El policía lo dejó pasar.
Suti destacaba entre todos los que formaban la fila de espera, que llegaba a la oficina de contratación. Su aspecto conquistador y su impresionante musculatura contrastaban con el aspecto enflaquecido de varios candidatos, evidentemente inadecuados.
Dos mineros de edad avanzada le hicieron las mismas preguntas que el policía, y les dio las mismas respuestas. Se sentía examinado como una bestia de tiro.
—Está organizándose una expedición. ¿Estás disponible?
—Lo estoy. ¿Cuál es el destino?
—En nuestra corporación se obedece y no se hacen preguntas. La mitad de los novatos caen por el camino y se las arreglan para regresar al valle. No nos ocupamos de las bajas. Saldremos esta noche, a las dos, antes de que amanezca. Este es tu equipo.
Suti recibió un bastón, una estera y una manta enrollada.
Con una cuerda ataría la manta y la estera alrededor del bastón, indispensable en el desierto, ya que golpeando el suelo, el caminante apartaba las serpientes.
—¿Y el agua?
—Te entregarán tu ración. No olvides lo más precioso.
Suti se colgó al cuello la pequeña bolsa de cuero donde el afortunado descubridor introducía el oro, la cornalina, el lapislázuli o cualquier piedra preciosa. El contenido de la bolsa le pertenecía, además de su sueldo.
—No cabe mucho —observó.
—Muchas bolsas se quedan vacías, muchacho.
—Incapaces.
—Tienes la lengua muy larga; el desierto se encargará de que enmudezcas.
A la salida de la ciudad, al borde de la pista, se habían reunido más de doscientos hombres. La mayoría rezaba al dios Min, formulando tres deseos: regresar sanos y salvos, no morir de sed y llenar de piedras preciosas su bolsa de cuero. De su garganta colgaban amuletos. Los más instruidos habían consultado a un astrólogo, algunos habían renunciado al viaje debido a un augurio desfavorable. Los veteranos transmitían a los incrédulos y descreídos el mensaje de la corporación: «Se va al desierto sin Dios, se regresa con él al valle».
El jefe de la expedición, Efraim, era un coloso barbudo de interminables brazos. Tenía el cuerpo cubierto de pelo negro e hirsuto, que hacía que se pareciera a un oso asiático. Al verlo, varios candidatos renunciaron; se decía que Efraim era cruel y brutal. Pasó revista a su tropa, deteniéndose ante cada uno de los voluntarios.
—¿Tú eres Suti?
—Tengo esa suerte.
—Parece que eres ambicioso.
—No vengo a recoger guijarros.
—Pues, mientras, llevarás mi bolsa.
El coloso le soltó un pesado equipaje, que Suti se puso en su hombro izquierdo. Efraim rio sarcásticamente.
—Aprovecha. Pronto no te mostrarás tan orgulloso.
La tropa se puso en marcha antes del amanecer y caminó hasta media mañana, avanzando por un paisaje desnudo y árido. Los campesinos, mal equipados para el terreno, pronto tuvieron los pies ensangrentados; Efraim evitaba la ardiente arena y tomaba caminos sembrados de fragmentos de roca tan cortantes como el metal. Las primeras montañas sorprendieron a Suti; parecían formar una infranqueable barrera, que impedía a los humanos el acceso a un país secreto, donde se formaban los bloques de piedra pura reservados para las moradas de los dioses. Allí se concentraba una formidable energía; la montaña daba nacimiento a la roca, que estaba preñada de minerales preciosos, pero sólo desvelaba sus riquezas a los amantes pacientes y obstinados. Fascinado, dejó su fardo.
Una patada en los riñones lo arrojó sobre la arena.
—No te he permitido descansar —dijo Efraim malhumorado.
Suti se levantó.
—Limpia mi saco. Durante la comida, no lo dejes en el suelo. Como me has desobedecido, te quedarás sin agua.
Suti se preguntó si no lo habrían denunciado; pero otros voluntarios fueron objeto de malos tratos. A Efraim le gustaba poner a prueba al personal hasta sacarlos de sus casillas.
Un nubio, que hizo ademán de levantar el puño, fue derribado rápidamente y abandonado al borde de la pista.
Al caer la tarde, la tropa llegó a una cantera de gres. Talladores de piedra desprendían bloques y los marcaban con una señal característica de su equipo. Se habían excavado cuidadosamente pequeñas trincheras a lo largo de cada veta y, luego, alrededor del bloque deseado; el contramaestre hundía con una maza estacas de madera en las hendiduras alineadas a cordel, para desprenderlo de la roca madre sin que se rompiera.
Efraim lo saludó.
—Llevo a las minas una pandilla de perezosos. Si necesitas que te echemos una mano, no lo dudes.
—No puedo rechazarlo, pero ¿no han caminado todo el día?
—Si quieren comer, que hagan algo útil.
—No es muy regular.
Yo dicto la ley.
—Hay que bajar una decena de bloques de lo alto de la cantera; con una treintena de hombres sería rápido.
Efraim los designó; entre ellos se encontraba Suti, a quien libró de su equipaje.
—Bebe y sube.
El contramaestre había construido una guía, pero se había roto a media ladera. Por lo tanto, era preciso sujetar los bloques con cuerdas, hasta aquel lugar, antes de liberarlos y permitir que prosiguieran su carrera. Un grueso cable, sujetado por cinco hombres en cada uno de sus extremos, estaba tendido horizontalmente para frenar una carrera demasiado rápida. En cuanto la guía se hubiese reparado, la maniobra resultaría inútil. Pero el contramaestre se había retrasado y la propuesta de Efraim le convenía.
El incidente se produjo cuando el sexto bloque llegó al cable con demasiada velocidad. Los hombres, fatigados, no consiguieron detenerlo. El cable recibió un choque tan violento que los obreros fueron lanzados hacia un lado, salvo uno de unos cincuenta años, que cayó de cabeza sobre la guía. Éste intentó, en vano, agarrarse al brazo de Suti, del que dos compañeros tiraron con fuerza hacia atrás. El aullido del infeliz se ahogó muy pronto. El bloque lo aplastó, salió de su camino y se quebró con un rugido de trueno.
El contramaestre lloró.
—Al menos hemos hecho la mitad del trabajo —afirmó Efraim.