CAPÍTULO 19

Denes contó y volvió a contar los higos secos. Tras varias verificaciones, comprobó el robo.

Faltaban ocho frutos con respecto a las cuentas de su escriba de los árboles frutajes. Furioso, convocó a su personal y lo amenazó con las peores sanciones si el culpable no aparecía. Una cocinera de edad, que quería estar tranquila, empujó a un chiquillo de unos diez años, ¡el propio hijo del escriba! Éste fue condenado a diez bastonazos y el muchacho a quince. El transportista quería que se respetara estrictamente la moralidad; el menor de sus bienes debía ser considerado como tal. En ausencia de la señora Nenofar, que estaba viéndoselas con los servicios del Tesoro para intentar disminuir la influencia de Bel-Tran, Denes mantenía el orden en su propiedad.

La cólera le había despertado el apetito. Se hizo servir cerdo asado, leche y queso fresco. La inesperada visita de Pazair lo dejó sin hambre. Con aire alegre, lo invitó, sin embargo, a compartir su tentempié. El decano del porche se sentó en el murete de piedra seca que cerraba la pérgola y observó al transportista con aguda mirada.

—¿Por qué contratasteis al antiguo intendente de Qadash, reconocido culpable de falta de delicadeza?

—Mi oficina de contratación cometió un error. Qadash y yo estábamos convencidos de que aquel despreciable individuo había abandonado la provincia.

—La abandonó, ciertamente, pero para ponerse a la cabeza de vuestra mayor explotación agrícola, cerca de Hermópolis.

—Utilizaría un nombre falso. No os quepa duda de que mañana será despedido.

—No será necesario. Está en la cárcel.

El transportista se mesó su delgada barba, de la que sobresalían algunos pelos.

—¿En la cárcel? ¿Qué delito ha cometido?

—¿Ignoráis su papel de encubridor?

—¡Encubridor, qué horrible palabra!

Denes parecía indignado.

—Tráfico de amuletos depositados en arcones —precisó Pazair.

—¿En mi casa, en mi granja? ¡Increíble, insensato! Os pido la mayor discreción, querido decano; mi reputación no debe sufrir por los crímenes de ese miserable.

—Sois pues una de sus victimas.

—Me engañó del modo más vil, porque sabía que nunca voy a esa explotación. Mis negocios me retienen en Menfis, y la provincia no me gusta demasiado. Me atrevo a esperar un severo castigo.

—¿No tenéis información alguna sobre los manejos de vuestro intendente?

—¡Ninguna! Yo tengo muy buena fe.

—¿Sabíais que en esta misma granja se ocultaba un tesoro?

El transportista pareció atónito.

—¡Un tesoro, ahora! ¿De qué naturaleza?

—Secreto del sumario. ¿Sabéis dónde se halla nuestro amigo Qadash?

—Aquí, a causa de su estado de fatiga, le he ofrecido hospitalidad.

—¿Puedo verlo, si su salud mejora?

Denes mandó a buscar al dentista, bastante enfadado. Gesticulando, sin poder estarse quieto, Qadash se lanzó a una serie de enmarañadas explicaciones con las que se defendía por haber contratado a un intendente, afirmando haberlo expulsado de su propiedad.

Respondió a las preguntas de Pazair con frases ampulosas, sin pies ni cabeza. O el dentista de cabellos canos estaba perdiendo la razón o hacía comedia.

El juez lo interrumpió.

—Creo comprender que ni el uno ni el otro sabían nada. El tráfico de amuletos se llevaba a cabo a vuestras espaldas.

Denes felicitó al juez por sus conclusiones. Qadash desapareció sin saludarlo.

—Perdonadlo; la edad, un pasajero cansancio.

—La investigación prosigue —añadió Pazair—. El intendente sólo es un peón. Sabré quién concibió el juego y fijó sus reglas. No os quepa duda de que os tendré al corriente.

—Os lo agradecería.

—Deseo hablar con vuestra esposa.

—Ignoro a qué hora regresará de palacio.

—Volveré al anochecer.

—¿Es necesario?

—Indispensable.

La señora Nenofar se entregaba a su placer favorito, la confección de vestidos. El juez fue conducido a su taller. Cuidadosamente maquillada, cosía la manga de un vestido largo y manifestó su irritación.

—Estoy cansada. Verme importunada en mi propia morada me resulta desagradable.

—Lo siento mucho. Vuestro trabajo es notable.

—¿Os impresionan, acaso, mis dones para la costura?

—Me fascinan.

Nenofar pareció desconcertada.

—¿Qué significa?…

—¿De dónde proceden las piezas de tejido que utilizáis?

—Es cosa mía.

—Desengañaos.

La esposa del transportista abandonó su labor y se levantó, ultrajada.

—Os conmino a explicaros.

—En vuestra granja del Medio Egipto, entre objetos sospechosos, se hallaban unas piezas de lino, vestidos y sábanas. Supongo que os pertenecen.

—¿Disponéis de una prueba?

—Formal, no.

—En ese caso, ahorradme vuestras suposiciones y largaos.

—Me veo obligado, pero insisto en un punto: no me engañaréis.

Pantera había concluido.

Cabellos de un enfermo muerto la víspera, algunos granos de cebada robados de la tumba de un niño antes de que fuera cerrada, semillas de manzana, sangre de un perro negro, vino agriado, orines de asno y serrín de madera: el filtro sería eficaz. Durante quince días, la rubia libia se había deslomado para reunir los ingredientes. Por las buenas o por las malas, su rival bebería aquella mixtura. Consumida de amor, pero frígida para siempre, decepcionaría a Suti. La abandonaría sin tardanza.

Pantera oyó un ruido. Alguien acababa de entrar en la pequeña casa blanca, pasando por el jardincillo.

Apagó la lámpara que iluminaba la cocina y tomó un cuchillo. ¡Se había atrevido! ¡La muy arpía la desafiaba bajo su propio techo, sin duda con la intención de librarse de ella!

El intruso penetró en la alcoba, abrió una bolsa de viaje y metió en ella unas ropas. Pantera levantó su arma.

—¡Suti!

El joven se volvió. Creyéndose amenazado, se echó hacia un lado. La libia soltó el cuchillo.

—¿Te has vuelto loca?

Se irguió, inmovilizó sus muñecas y puso el pie sobre la hoja.

—¿Para qué quieres el cuchillo?

—¡Para terminar con ella!

—¿De quién estás hablando?

—De la mujer con la que te has casado.

—Olvídala y olvídame.

Pantera se sobresaltó.

—Suti…

—Ya ves, me marcho.

—¿Dónde?

—Misión secreta.

—¡Mientes, te reúnes con ella!

Él soltó una carcajada, la liberó, metió un último paño en su bolsa y se la echó al hombro.

—Quédate tranquila, no me seguirá.

Pantera se agarró a su amante.

—Me das miedo. ¡Explícate, te lo suplico!

—Me consideran desertor y debo abandonar Menfis en seguida. Si el general Asher me pone las manos encima, moriré deportado.

—¿No te protege tu amigo Pazair?

—He sido negligente y soy culpable. Si realizo la tarea que me ha confiado, vencerá a Asher y regresaré.

La besó con pasión.

—Sí has mentido —prometió ella—, te mataré.

Kem investigó en las fábricas de amuletos más prestigiosas con la ayuda de los subordinados directos de Kani. Estas investigaciones fueron estériles. El jefe de policía abandonó Tebas y tomó el barco hacia Menfis, donde prosiguió el mismo tipo de investigaciones, que resultaron igualmente decepcionantes.

El nubio reflexionó. En vista de que los soberbios amuletos, objeto de tráfico ilícito, no procedían de un taller abierto al público, decidió interrogar a numerosos informadores, sensibles a la presencia del babuino. Uno de ellos, un enano de origen sirio, aceptó hablar a condición de recibir tres sacos de cebada y un asno de menos de tres años. Redactar una demanda escrita y seguir el procedimiento reglamentario hubiera supuesto demasiado tiempo. El nubio sacrificó su sueldo y amenazó al enano con romperle las costillas si intentaba engañarlo. Éste habló de la existencia de una oficina clandestina abierta desde hacia dos años, en el barrio norte, junto a unos astilleros.

Transformado en aguador, Kem observó las idas y venidas durante varios días. Tras el cierre del astillero, extraños obreros penetraban en una calleja sin aparente salida, y salían de ella antes del amanecer con unos cestos cerrados que entregaban a un barquero.

La cuarta noche, el nubio penetró en el estrecho pasaje. Al fondo había una especie de murete, compuesto por un panel de juncos cubiertos de barro seco, que Kem derribó de un empujón.

Cuatro hombres estupefactos asistieron a la irrupción del coloso negro seguido por su babuino. Kem se encargó del más delgado, el mono mordió la pantorrilla del segundo, el tercero huyó. Por lo que al último se refiere, el de más edad, no se atrevía ni a respirar. En su mano izquierda sostenía un magnífico nudo de Isis en lapislázuli. Cuando Kem se acercó a él, lo dejó caer al suelo.

—¿Acaso eres tú el patrón?

El hombre inclinó la cabeza. Era pequeño y barrigudo, y estaba muerto de miedo. Kem recogió el nudo de Isis.

—Soberbio trabajo. Diríase que no eres un aprendiz; ¿dónde aprendiste el oficio?

—En el templo de Ptah —masculló.

—¿Por qué lo abandonaste?

—Me expulsaron.

—¿Motivo?

El artesano inclinó la cabeza.

—Robo.

El taller, de techo bajo, carecía de ventilación. A lo largo de las paredes de barro seco se amontonaban cofres que contenían bloques de lapislázuli procedentes de las lejanas regiones montañosas. En una mesilla baja se situaban los objetos acabados; y en un cesto se depositaban las piezas defectuosas y los desechos.

—¿Quién te contrató?

—No… ya no me acuerdo.

—¡Vamos, amiguito! Mentir es estúpido. Además, a mi mono le horroriza. Y merece su nombre de Matón, debes saberlo. Quiero que me digas cómo se llama el que dirige este tráfico.

—¿Me protegeréis?

—En el penal de los ladrones estarás seguro.

Al hombrecillo le satisfacía abandonar Menfis, aunque fuera para ir al infierno. Olvidó responder.

—Te escucho —insistió Kem.

—El penal…, ¿no hay manera de escapar de él?

—Depende de ti. Y, sobre todo, del nombre que me des.

—No ha dejado rastro alguno a sus espaldas, negará y mi testimonio será insuficiente.

—No te preocupes de las consecuencias judiciales.

—Mejor sería que me liberara.

Creyendo en la pasividad del nubio, el artesano dio un paso hacia la calleja. Una enorme mano le rodeó la garganta.

—¡Rápido, ese nombre!

—Chechi. El químico Chechi.

Pazair y Kem caminaban a lo largo del canal, por el que circulaban los barcos de carga. Los marinos se apostrofaban y cantaban, zarpando los unos, de regreso los otros. Egipto era próspero, apacible y feliz. Sin embargo, el decano del porche sufría insomnios y presentía una tragedia, pero no podía identificar las causas del mal. Cada noche hablaba con Neferet y le comunicaba su inquietud. A pesar de su natural optimismo, la joven admitía que la angustia de su marido tenía fundamento.

—Tenéis razón —le dijo al jefe de policía—; el proceso de Chechi llegará a un no ha lugar. Protestará de su inocencia, y la palabra de un ladrón, expulsado de un templo, no tendrá peso alguno.

—Y, sin embargo, no mintió.

—No lo dudo.

—¿De qué sirve la justicia? —gruñó el nubio.

—Dadme tiempo. Conocemos los vínculos de amistad que unen a Denes y Qadash, y a Qadash y Chechi. Esos tres son cómplices. Además, Chechi es probablemente el fiel servidor del general Asher. He aquí a cuatro conjurados, responsables de varios crímenes. Suti debe traernos pruebas de la culpabilidad de Asher; estoy convencido de que robó el hierro celeste y de que organiza el tráfico de metales preciosos, como el lapislázuli y, tal vez, incluso el oro. Su posición de especialista en asuntos asiáticos le da mucha libertad en este terreno. Denes es un ambicioso, ávido de fortuna y de poder; manipula a Qadash y a Chechi, que aporta a la conjura sus competencias técnicas, y no olvido a la señora Nenofar que, con su habilidad en el manejo de la aguja, atravesó la nuca de mi maestro.

—Cuatro hombres y una mujer… ¿Cómo pueden, por sí solos, desestabilizar a Ramsés?

—Esta pregunta me obsesiona, pero soy incapaz de responder a ella. ¿Por qué, si se trata de los mismos, pillaron una tumba real? Quedan tantas incertidumbres, Kem; nuestro trabajo está muy lejos de haber terminado.

—A pesar de mi título, seguiré investigando solo. Sólo confío en vos.

—Os liberaré de tareas administrativas.

—Si me atreviera…

—Hablad.

—Sed tan prudente como yo.

—Sólo Suti y Neferet reciben mis confidencias.

—Él es vuestro hermano de sangre, ella es vuestra esposa para la eternidad. Si el uno o el otro os traicionaran, quedarán condenados aquí y en el más allá.

—¿Por qué tanta desconfianza?

—Porque olvidáis haceros una pregunta esencial: ¿son cinco o más los conjurados?

En plena noche, con la cabeza cubierta por un chal, se aventuró por el almacén donde, en nombre de sus amigos, había dado cita al devorador de sombras. La suerte la había señalado para encontrarse con él y transmitirle sus consignas.

Por lo general, no procedían así; pero la urgencia de la situación exigía un contacto directo y la certeza de que las órdenes serían perfectamente comprendidas. Exageradamente maquillada, irreconocible, vestida como una vulgar campesina y calzada con unas sandalias de papiro, no corría riesgo alguno de que la identificaran.

A consecuencia de los descubrimientos del juez Pazair, el transportista Denes había reunido urgentemente a sus aliados. Si la confiscación del bloque de hierro celeste representaba sólo una pérdida financiera, el descubrimiento de objetos funerarios pertenecientes a Keops resultaba más molesto.

Ciertamente, Pazair no podía identificar al rey, cuyo nombre había sido cuidadosamente borrado, ni comprender el chantaje del que Ramsés el Grande, obligado al silencio, era objeto. Ni una sola palabra podía salir de la boca del hombre más poderoso del mundo, encerrado en la soledad, incapaz de confesar que ya no poseía los símbolos del gobierno, sin los cuales su legitimidad quedaba aniquilada.

Denes había optado por el inmovilismo; las actuaciones del decano del porche no lo asustaban, pero la mayoría de los conjurados votó contra él. Aunque Pazair no tuviera posibilidad alguna de llegar a la verdad, cada vez era más molesto para sus respectivas actividades. El químico Chechi había sido el más virulento; ¿acaso no acababa de perder las sustanciales ganancias de su tráfico de amuletos clandestinos?

Obstinado, paciente, riguroso, el juez acabaría por organizar un proceso; uno o varios notables se verían acusados, tal vez condenados e, incluso, encarcelados. Por una parte, la conjura quedaría gravemente debilitada; por la otra, las victimas del rencor del magistrado perderían una honorabilidad que les haría mucha falta tras la abdicación de Ramsés.

La mujer había dado un respingo cuando le anunciaron su designación, luego se había alegrado. Un delicioso estremecimiento la había recorrido, idéntico al que había sentido al desnudarse ante el guardián en jefe de la esfinge de Gizeh.

Atrayéndolo hacia sí, le había hecho perder su vigilancia y le había abierto las puertas de la muerte. Sus encantos les habían supuesto la victoria.

No sabía nada del devorador de sombras, salvo que cometía crímenes por encargo, más por el placer de matar que a cambio de fuertes retribuciones. Cuando lo vio, sentado en una caja y pelando una cebolla, quedó fascinada y aterrorizada.

—Llegáis con retraso. La luna ha superado ya la extremidad del puerto.

—Hay que actuar de nuevo.

—¿Quién?

—Vuestra tarea será muy delicada.

—¿Una mujer, un niño?

—Un juez.

—En Egipto no se asesina a los jueces.

—No lo mataréis, lo dejaréis impotente.

—Difícil.

—¿Qué deseáis?

—Oro. Una buena cantidad.

—Lo tendréis.

—¿Cuándo?

—Actuad sólo sobre seguro, que todos queden convencidos de que Pazair ha sido víctima de un accidente.

—¡El decano del porche en persona! Aumentad la cantidad de oro.

—No toleraremos un fracaso.

—Yo tampoco. Pazair está protegido, me es imposible fijar un plazo…

—Lo admitimos. Que sea lo antes posible.

El devorador de sombras se levantó.

—Un detalle aún…

—¿Cuál?

Rápido como una serpiente, le bloqueó el brazo casi hasta romperlo y la obligó a volverse de espaldas.

—Deseo un anticipo.

—No os atreveréis…

—Un anticipo en especies.

Le levantó el vestido. Ella no gritó.

—¡Estáis loco!

—Y tú eres muy imprudente. Tu rostro no me interesa, no quiero saber quién eres. Si cooperas, será mejor para ambos.

Cuando sintió su sexo entre los muslos, dejó de resistirse. Hacer el amor con un asesino la excitaba más que sus habituales justas. Mantendría en secreto aquel episodio. El asalto fue rápido y muy violento.

—Vuestro juez no os molestará más —prometió el devorador de sombras.