CAPÍTULO 15

La audiencia se abriría a media mañana. Kem, aunque no había recuperado su babuino, había aceptado comparecer.

Al alba, Pazair inspeccionó el porche al que lo llamaba el destino. Enfrentarse con Mentmosé no sería fácil; el jefe de policía, que se hallaba entre la espada y la pared, no se dejaría degollar como un pato miedoso. El juez temía una reacción viciosa, digna de un notable dispuesto a pisotear a los demás para preservar sus privilegios.

Pazair salió del porche y observó el templo al que estaba adosado. Tras los altos muros trabajaban los especialistas de la energía divina; conscientes de las divinidades humanas, se negaban a aceptarlas como una fatalidad. El hombre era arcilla y paja, sólo Dios construía moradas de eternidad, donde residían las fuerzas de creación, para siempre inaccesibles y, sin embargo, presentes en los más modestos sílex.

Sin el templo, la justicia hubiera sido sólo molestias, arreglos de cuentas, dominio de una casta; gracias a él, la diosa Maat llevaba el gobernalle y velaba sobre la balanza. Ningún individuo podía poseer la justicia; sólo Maat, de cuerpo tan ligero como una pluma de avestruz, conocía el peso de los actos. Los magistrados debían servirla con la ternura de un hijo por su madre.

Mentmosé brotó de la oscuridad agonizante. Pazair, friolero a pesar de la estación, se había puesto una capa de lana en los hombros; el jefe de policía se limitaba a la túnica almidonada, que llevaba con mucha soberbia. En su cintura se había colocado un puñal de mango corto y hoja fina. Su mirada era fría.

—Sois muy madrugador, Mentmosé.

—No tengo la intención de desempeñar el papel de acusado.

—Os he citado como testigo.

—Vuestra estrategia es simple: abrumarme con faltas más o menos imaginarias. ¿Debo recordaros que, como vos, hago aplicar la ley?

—Olvidando aplicárosla a vos mismo.

—Una investigación no se lleva a cabo con buenos sentimientos; a veces, es preciso ensuciarse las manos.

—¿No habréis olvidado purificároslas?

—No es hora de moralejas de pacotilla. No prefiráis un peligroso negro al jefe de policía.

—Ante la justicia no hay desigualdades: hice juramento en este sentido.

—¿Quién sois, Pazair?

—Un juez de Egipto.

Estas palabras habían sido pronunciadas con tanta fuerza y seguridad que turbaron a Mentmosé. Había tenido la mala suerte de chocar con un magistrado de los antiguos tiempos, uno de esos hombres representados en los bajorrelieves de la edad de oro de las pirámides, con la cabeza erguida, respetuoso de la rectitud, enamorado de la verdad, insensible a la condena y a la alabanza. Tras tantos años pasados en los meandros de la alta administración, el jefe de policía estaba convencido de que esta raza se extinguiría definitivamente con el visir Bagey. Lamentablemente, como una mala hierba que creía aniquilada, renacía con Pazair.

—¿Por qué me perseguís?

—No sois una víctima inocente.

—Fui manipulado.

—¿Por quién?

—Lo ignoro.

—¡Vamos, Mentmosé! Sois el hombre mejor informado de Egipto e intentáis convencerme de que un individuo más calculador que vos ha manejado los hilos en vez de vos.

—Puesto que deseáis la verdad, hela aquí. Reconoced que no me hace favor alguno.

—Sigo siendo escéptico.

—Os equivocáis. Nada sé sobre la verdadera causa de la muerte de los veteranos; ni tampoco sobre el robo del hierro celeste. El asesinato de Branir me ofrecía la ocasión, a través de una denuncia anónima, de librarme de vos. No vacilé porque os odio. Detesto vuestra inteligencia, vuestra voluntad de conseguirlo a toda costa, vuestra negativa a la componenda. Un día u otro os atacaría. Mi última oportunidad era Kem; si lo hubierais aceptado como chivo expiatorio, habríamos firmado un pacto de no agresión.

—Vuestro falso testigo ocular, ¿no será él el manipulador?

Mentmosé se rascó el rosado cráneo.

—Ciertamente existe una conspiración, cuya cabeza pensante es el general Asher, pero he sido incapaz de desentrañar su madeja. Tenemos enemigos comunes; ¿por qué no nos aliamos?

El silencio de Pazair pareció de buen augurio.

—Vuestra intransigencia sólo durará algún tiempo —afirmó Mentmosé—. Os ha permitido ascender mucho en la jerarquía, pero no tiréis demasiado de la cuerda. Conozco la vida; escuchad mis consejos, os beneficiarán.

—Estoy preguntándomelo.

—¡En buena hora! Estoy dispuesto a terminar con mis resentimientos y consideraros un amigo.

—Si no estáis en el núcleo de la conspiración —estimó Pazair, reflexionando en voz alta—, es mucho más grave de lo que imaginaba.

Mentmosé quedó desconcertado. Esperaba otra conclusión.

—El nombre de vuestro falso testigo se convierte en un indicio fundamental.

—No insistáis.

—Entonces, caeréis solo, Mentmosé.

—¿Os atreveréis a acusarme?…

—De conspiración contra la seguridad del Estado.

—¡Los jurados no os seguirán!

—Ya veremos. Existen suficientes datos para alertarlos.

—¿Si os doy el nombre, me dejaréis en paz?

—No.

—¡Sois un insensato!

—No cederé a chantaje alguno.

—En ese caso, no tengo interés alguno en hablar.

—Como gustéis. Dentro de un rato nos veremos en el tribunal.

Los dedos de Mentmosé se crisparon en la empuñadura del puñal. Por primera vez en su carrera, el jefe de policía se sentía cogido en la red.

—¿Qué porvenir me reserváis?

—El que vos mismo habéis elegido.

—Sois un excelente juez, yo soy un buen policía. Un error se repara.

—¿El nombre del falso testigo?

Mentmosé no caería solo.

—El dentista Qadash.

El jefe de policía acechó la reacción de Pazair. Como el decano del porche permaneció silencioso, dudó en desaparecer.

—Qadash —repitió.

Mentmosé dio media vuelta, con la esperanza de que la revelación lo salvara. No había advertido la presencia de un atento testigo, cuyos enrojecidos ojos no se habían apartado de él ni un solo instante. El babuino, encaramado en el techo del porche, recordaba a la estatua del dios Thot. Sentado sobre sus posaderas, con las manos en las rodillas, parecía meditar.

Pazair supo que el jefe de policía no había mentido. De lo contrario, el mono se habría arrojado sobre él.

El juez llamó a Matón. El babuino vaciló, se deslizó a lo largo de una columna, se plantó ante Pazair y le tendió la mano.

Cuando se encontró con Kem, el animal saltó al cuello del hombre, que lloraba de júbilo.

Las codornices sobrevolaron los campos y cayeron sobre el trigo. Fatigada por una larga migración, la que encabezaba la bandada no había advertido el peligro. Calzados con sandalias de papiro, pegados al suelo, los cazadores desplegaron una red de prieta malla mientras sus ayudantes agitaban trapos para asustar a los pájaros. Aterrorizados, fueron capturados en gran número. Asadas, las codornices serían uno de los manjares más apreciados en las mejores mesas.

A Pazair no le gustaba el espectáculo. Ver a un ser privado de libertad, aunque fuera una simple codorniz, le causaba un verdadero sufrimiento. Neferet, que percibía el menor de sus sentimientos, lo condujo por la campiña. Caminaron hasta un lago de tranquilas aguas, rodeado de sicomoros y tamariscos, que un rey tebano había hecho excavar para su gran esposa real. Según la leyenda, la diosa Hator se bañaba allí al ocaso. La muchacha esperaba que la visión de aquel paraíso apaciguara al juez.

¿No probaba la confesión del jefe de policía que, desde los primeros días de su investigación a Mentmosé, Pazair se había orientado hacia uno de los responsables de la conspiración? Qadash no había vacilado en sobornar a Mentmosé para enviar al juez a presidio. Víctima del vértigo, el decano del porche se preguntaba si no sería instrumento de una voluntad superior que trazaba su camino y lo obligaba a seguirlo sucediera lo que sucediese.

La culpabilidad de Qadash lo impulsaba a hacerse preguntas a las que no debía contestar precipitadamente y sin pruebas. Un extraño ardor, a veces insoportable, lo atormentaba; impaciente por descubrir la verdad, ¿no estaría arriesgándose a desnaturalizarla quemando las etapas?

Neferet había decidido arrancarlo de su despacho y sus expedientes, sin hacer caso de sus protestas. Se lo había llevado así hasta las risueñas soledades de la campiña de Occidente.

—Estoy perdiendo unas horas preciosas.

—¿Tan pesada te resulta mi compañía?

—Perdóname.

—Necesitas distanciarte.

—El dentista Qadash nos lleva al químico Chechi, y éste al general Asher, por lo tanto, al asesinato de los cinco veteranos y, sin duda, al transportista Denes y su mujer. Los conspiradores pertenecen a la élite de este país. Quieren tomar el poder fomentando una conjura militar y asegurándose el monopolio de las nuevas armas. Por eso han suprimido a Branir, futuro sumo sacerdote de Karnak, que me habría permitido investigar en los templos el robo del hierro celeste; por eso intentaron suprimirme acusándome del asesinato de mi maestro. ¡Es un asunto enorme, Neferet! Sin embargo, no estoy seguro de tener razón. Dudo de mis propias afirmaciones.

Lo guió por un sendero que rodeaba el lago. A media tarde, bajo un calor abrumador, los campesinos dormitaban a la sombra de los árboles o las chozas.

Neferet se arrodilló en la orilla, recogió un capullo de loto y se adornó con él el pelo. Un pez plateado, de hinchado vientre, saltó del agua y desapareció en un estallido de brillantes gotitas.

La muchacha entró en el agua; mojada, el vestido de lino se pegó a su ligero cuerpo y reveló sus formas. Se zambulló, nadó con agilidad y, risueña, acompañó con la mano a una carpa que zigzagueaba ante ella. Cuando salió, su perfume parecía exaltado por el baño.

—¿No vienes?

Mirarla era tan maravilloso que Pazair había olvidado moverse. Se quitó el paño mientras ella se libraba del vestido.

Desnudos y abrazados, se sumieron en la espesura de papiro donde, llenos de felicidad, hicieron el amor.

Pazair se había opuesto firmemente a la gestión de Neferet. ¿Por qué la había convocado el médico en jefe Nebamon, sino para tenderle una trampa y vengarse?

Kem y su babuino seguirían a Neferet para proteger su seguridad. El mono se introdujo en el jardín de Nebamon; si el médico en jefe se ponía amenazador, intervendría del modo más brutal.

Neferet no sentía temor alguno; al contrario, se alegraba de conocer las intenciones de su más encarnizado enemigo.

A pesar de las advertencias de Pazair, aceptaba las condiciones de Nebamon: una entrevista cara a cara.

El portero dejó pasar a la joven, que tomó una avenida de tamariscos, cuyas abundantes y entremezcladas ramas rozaban el suelo; sus frutos, de largos pelos azucarados, tenían que recogerse con el rocío y secarse al sol. Con la madera se fabricaban famosos ataúdes, parecidos al de Osiris, y bastones que alejaban a los enemigos de la luz. Sorprendida por el anormal silencio que reinaba en aquella gran propiedad, Neferet lamentó de pronto no haberse provisto de semejante arma.

Ni un jardinero, ni un aguador, ni un criado… Los alrededores de la suntuosa mansión estaban desiertos. Vacilante, Neferet cruzó el umbral. La gran sala reservada a los visitantes era fresca, bien aireada, apenas iluminada por algunos focos de luz.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

Nadie respondió. La mansión parecía abandonada. ¿Había olvidado Nebamon su cita y había vuelto a la ciudad? Incrédula, exploró los aposentos privados.

El médico en jefe dormía, tendido de espaldas, en el gran lecho de su alcoba, cuyas paredes estaban decoradas con patos volando y garzas en reposo. Su rostro estaba fatigado, su respiración era corta e irregular.

—Nebamon, soy Neferet —dijo dulcemente.

Nebamon despertó. Incrédulo, se frotó los ojos y se incorporó.

—Os habéis atrevido… ¡Nunca lo hubiera creído!

—¿Tan temible sois?

La contempló.

—Lo era. Deseaba la desaparición de Pazair y vuestra decadencia. Saberos felices juntos me torturaba; os quería a mis pies, pobre, suplicante. Vuestra felicidad impedía la mía. ¿Por qué no pude seduciros? ¡Sucumbieron tantas otras! Pero vos no os parecéis a ellas.

Nebamon había envejecido mucho; su voz, de lánguidas inflexiones que se habían hecho famosas, se volvía entrecortada.

—¿Qué tenéis?

—Soy un anfitrión despreciable. ¿Os gustaría probar mis pasteles en forma de pirámide, rellenos de confitura de dátil?

—No soy golosa.

—Y, sin embargo, amáis la vida, os ofrecéis a ella sin freno alguno. Habríamos formado una pareja magnífica. Pazair no os merece, y lo sabéis; no será decano por mucho tiempo y habréis dejado pasar la fortuna.

—¿Es indispensable?

—Un médico pobre no progresa.

—¿Os libra vuestra riqueza del sufrimiento?

—Tumor vascular.

—No es irremediable. Para aliviar el dolor, receto aplicaciones de jugo de sicómoro, extraído del árbol a comienzos de la primavera, antes de que dé frutos.

—Excelente prescripción. Conocéis perfectamente la materia médica.

—La operación es inevitable. Practicaré una incisión con una caña afilada, extirparé el tumor calentándolo al fuego y cauterizaré con una lanceta.

—Tendríais razón si mi organismo fuera capaz de soportar la intervención.

—¿Tan debilitado estáis?

—Mis días están contados. Por eso he despedido a parientes y criados. Me aburren. En el palacio debe de haber un buen jaleo. Nadie tomará iniciativas en mi ausencia. Los imbéciles que me obedecen al pie de la letra ya no saben qué camino tomar. ¡Miserable comedia!… Volver a veros ilumina mi agonía.

—¿Puedo auscultaros?

—Divertíos.

La muchacha escuchó los latidos de aquel corazón, débiles y desordenados. Nebamon no mentía. Estaba gravemente enfermo. Permanecía inmóvil, respirando el perfume de Neferet, disfrutando la suavidad de aquella mano en su piel, la ternura de aquella oreja en su pecho. Habría dado su eternidad para que aquellos instantes no terminaran, pero ya no disponía de semejante tesoro; al pie de la balanza del juicio, la devoradora lo aguardaba.

Neferet se apartó.

—¿Quién os cuida?

—Yo mismo, el ilustre médico en jefe del reino de Egipto.

—¿De qué modo?

—Con el desprecio. Me detesto, Neferet, porque no soy capaz de hacerme amar por vos. Mi existencia fue una letanía de éxitos, de mentiras y torpezas, pero me falta vuestro rostro, la pasión que habría debido arrastraros hacia mí. Muero por vuestra ausencia.

—No tengo derecho a abandonaros.

—¡No vaciléis ni un segundo, aprovechad vuestra oportunidad! Si recobrara la salud, volvería a ser una bestia feroz, no cesaría hasta suprimir a Pazair y capturaros.

—Un enfermo merece cuidados.

—¿Aceptaríais ese papel?

—En Menfis existen excelentes facultativos.

—Vos, o nadie más.

—No seáis niño.

—¿Me habríais amado sin Pazair?

—Ya conocéis la respuesta.

—¡Mentidme, os lo ruego!

—Esta misma noche regresarán vuestros servidores. Os receto una alimentación ligera.

Nebamon se incorporó.

—Os juro que no he participado en ninguna de las conspiraciones que preocupan a vuestro marido. Ignoro todo lo que se refiere al asesinato de Branir, a la muerte de los veteranos y a los manejos del general Asher. Mi único objetivo era enviar a Pazair al penal y obligaros a que fuerais mi mujer. Mientras viva, no tendré otra.

—¿No es preciso renunciar a lo imposible?

—El viento cambiará, estoy seguro de ello.