Pazair saltó del carro en cuanto distinguió el ued que serpenteaba entre abrojos en dirección a una colina azotada por los vientos. Su caída en la arena no hizo ruido alguno. El vehículo prosiguió su camino, entre calor y polvo. El conductor, adormecido, permitía que los bueyes lo condujeran.
Nadie se lanzaría en persecución del evadido, puesto que aquel calor de horno y la sed no le concedían ninguna posibilidad de sobrevivir. Tal vez una patrulla recogiera su osamenta. Con los pies desnudos y vestido con un gastado paño, el juez se obligó a caminar lentamente y economizó el aliento. Aquí y allá, algunas ondulaciones revelaban el paso de una eciasta, la temible víbora del desierto cuya mordedura era mortal.
Pazair imaginó que estaba paseando con Neferet por una verdeante campiña, animada por los cantos de los pájaros y atravesada por canales; el paisaje le pareció menos hostil, su marcha más ligera. Siguió el seco lecho del ued hasta la base de una pendiente colina donde, incongruentes, tres palmeras se obstinaban en crecer.
El juez se arrodilló y excavó con sus manos; algunos centímetros por debajo de la resquebrajada costra, la tierra estaba húmeda. El viejo apicultor no le había mentido. Al cabo de una hora de esfuerzos, interrumpido por breves pausas, alcanzó el agua. Tras haberse refrescado, se quitó el paño, lo limpió con arena y se frotó la piel. Luego llenó con el precioso líquido el odre que había tomado.
Por la noche caminó hacia el este. A su alrededor, algunos silbidos; las serpientes salían al oscurecer. Si pisaba una, no escaparía a una muerte atroz. Sólo un médico experto, como Neferet, conocía los remedios. El juez olvidó los peligros y avanzó, bajo la protección de la luna. Se saciaba del relativo frescor nocturno. Cuando el alba apareció, bebió un poco de agua, excavó en la arena, se cubrió con ella, y durmió en la posición del feto.
Cuando despertó, el sol comenzaba a declinar. Con los músculos doloridos y la cabeza ardiendo, prosiguió hacia el valle, tan lejano, tan inaccesible. Cuando se agotara su reserva de agua, debería contar con el descubrimiento de un pozo señalado con un círculo de piedras. En la inmensa extensión, a veces llana, a veces ondulada, comenzó a titubear. Estaba al cabo de sus fuerzas, con los labios secos y la lengua hinchada. ¿Qué esperar, salvo la intervención de una divinidad bienhechora?
Nebamon hizo que lo dejaran en el lindero del gran palmeral y despidió la silla de manos. Saboreaba ya aquella maravillosa noche en la que Neferet se le entregaría. Hubiera preferido una mayor espontaneidad, pero los métodos utilizados no importaban. Obtendría lo que deseaba, como de costumbre.
Los guardianes del palmeral, apoyados en el tronco de los grandes árboles, tocaban la flauta, bebían agua fresca y charlaban. El médico en jefe tomó por una gran avenida, giró a la izquierda y se dirigió hacia el antiguo pozo. El lugar era solitario y apacible.
La muchacha pareció nacer del fulgor de poniente, que enrojecía su larga túnica de lino.
Neferet cedía. Ella, tan orgullosa, la que lo había desafiado, le obedecería como una esclava. Cuando la hubiera conquistado, se sentiría unida a él, y olvidaría el pasado. Admitiría que sólo Nebamon le ofrecía la existencia en la que soñaba sin saberlo. Le gustaba demasiado la medicina para seguir refugiándose en un papel subalterno; ¿no era el más envidiable destino convertirse en la esposa del médico en jefe?
La muchacha no se movía. Él avanzó.
—¿Veré de nuevo a Pazair?
—Tenéis mi palabra.
—Haced que lo liberen, Nebamon.
—Ésa es mi intención si aceptáis ser mía.
—¿Por qué tanta crueldad? Sed generoso, os lo suplico.
—¿Estáis burlándoos de mí?
—Apelo a vuestra conciencia.
—Seréis mi mujer, Neferet, porque así lo he decidido.
—Renunciad.
Él siguió avanzando y se detuvo a un metro de su presa.
—Me gusta miraros, pero exijo otros placeres.
—¿Destruirme forma parte de ellos?
—Liberaros de un amor ilusorio y de una existencia mediocre.
—Por última vez, renunciad.
—Me pertenecéis, Neferet.
Nebamon tendió la mano hacia ella. Cuando iba a tocarla, fue brutalmente echado hacia atrás y arrojado al suelo. Asustado, descubrió a su agresor: un enorme babuino con las fauces abiertas y espuma en los belfos. Engarfió su mano diestra, peluda y poderosa, en la garganta del médico mientras con la izquierda agarraba sus testículos y tiraba de ellos. Nebamon aulló.
El pie de Kem se plantó en la frente del médico en jefe. El babuino, sin aflojar la presa, se inmovilizó.
—Si os negáis a ayudarnos, mi babuino os emasculará. Yo no habré visto nada; y él no tendrá remordimientos.
—¿Qué queréis?
—La prueba de la inocencia de Pazair.
—No, yo no…
El babuino emitió un sordo gruñido. Sus dedos se apretaron.
—¡Acepto, acepto!
—Os escucho.
Nebamon jadeaba.
—Cuando examiné el cadáver de Branir, advertí que la muerte remontaba a varias horas antes, tal vez todo un día. El estado de los ojos, el aspecto de la piel, la crispación de la boca, la herida… Los signos clínicos no engañaban. Consigné mis observaciones en un papiro. No hubo flagrante delito; Pazair fue sólo un testigo. No hay cargos serios contra él.
—¿Por qué callasteis la verdad?
—Una magnífica oportunidad… Neferet estaba por fin a mi alcance.
—¿Dónde está Pazair?
—No… no lo sé.
—Claro que sí.
El babuino gruñó de nuevo. Aterrorizado, Nebamon cedió.
—Compré al jefe de policía para que no eliminara a Pazair. Era necesario mantenerlo con vida para que mi chantaje tuviera éxito. El juez está aislado, pero ignoro dónde.
—¿Conocéis al verdadero asesino?
—¡No, os juro que no!
Kem no dudó de la sinceridad de la respuesta. Cuando el babuino dirigía un interrogatorio, los sospechosos no mentían.
Neferet oró, dando gracias al alma de Branir. El maestro había protegido al discípulo.
La frugal cena del decano del porche se componía de higos y queso. A la falta de sueño se añadía la inapetencia. No soportaba ya la menor presencia y había despedido a sus criados. ¿Qué podía reprocharse, salvo el deseo de preservar Egipto del desorden? Sin embargo, su conciencia no estaba en paz. Nunca, durante toda su larga carrera, se había apartado así de la Regla.
Asqueado, apartó la escudilla de madera.
Fuera se oyeron unos gemidos. ¿Acaso, según los cuentos de los magos, no acudían los espectros a torturar las almas indignas? El decano salió.
Kem tiraba de la oreja al médico en jefe Nebamon, acompañado por el babuino.
—Nebamon desea confesar.
Al decano no le gustaba el policía nubio. Conocía su pasado de violencia, desaprobaba sus métodos y lamentaba que se hubiera enrolado en las fuerzas de seguridad.
—Nebamon no es libre de hacer lo que quiera. Su declaración no tendrá ningún valor.
—No es una declaración, es una confesión.
El médico en jefe intentó liberarse. El babuino le mordió la pantorrilla, sin clavar los colmillos.
—Tened cuidado —recomendó Kem—. Si lo irritáis, no podré contenerlo.
—¡Marchaos! —ordenó, enfurecido, el magistrado.
Kem empujó al médico hacia el decano.
—Daos prisa, Nebamon, los babuinos no son pacientes.
—Poseo un indicio en el asunto Pazair —declaró el notable con voz ronca.
—No es un indicio —rectificó Kem—; se trata de la prueba de su inocencia.
El decano palideció.
—¿Es una provocación?
—El médico en jefe es un hombre serio y respetable.
Nebamon sacó de su túnica un papiro enrollado y sellado.
—Consigné aquí mis observaciones acerca del cadáver de Branir. El… el flagrante delito es un error de apreciación. Había olvidado… transmitiros este informe.
El magistrado recibió el documento con poco entusiasmo; tuvo la sensación de tocar unas brasas.
—Nos hemos equivocado —deploró el decano del porche—. Para Pazair es demasiado tarde.
—Tal vez no —objetó Kem.
—¡Olvidáis que ha muerto!
El nubio sonrió.
—Otro error de apreciación, sin duda. Engañaron vuestra buena fe.
Con una mirada, el nubio ordenó al babuino que soltara al médico en jefe.
—¿Soy… soy libre?
—Desapareced.
Nebamon huyó cojeando. En su pantorrilla se había impreso la señal de los colmillos del mono, cuyos rojizos ojos brillaban en la noche.
—Os ofreceré un puesto tranquilo, Kem, si aceptáis olvidar tan deplorables acontecimientos.
—No sigáis interviniendo, decano del porche, de lo contrario, no sujetaré a Matón. Pronto será necesario decir la verdad, toda la verdad.