PRÓLOGO

Hacia medianoche, nueve artistas conducidos por su jefe de equipo salieron del Lugar de Verdad y comenzaron a trepar por un estrecho sendero iluminado por la luna llena. En la cima de una colina que dominaba el Lugar de Verdad, se levantaba la aldea de los constructores de la morada de eternidad del faraón, instalada en el desierto y rodeada de muros para preservar sus secretos. Oculto tras un bloque de calcáreo, Méhy contuvo un grito de alegría.

Desde hacía varios meses, el teniente de los carros intentaba conseguir ciertas informaciones sobre esa cofradía que se encargaba de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes y el de las Reinas.

Pero nadie sabía nada, a excepción de Ramsés el Grande, protector del Lugar de Verdad, donde maestros de obras, canteros, escultores y pintores eran iniciados en sus funciones, esenciales para la supervivencia del Estado. La aldea de los artesanos tenía su propio gobierno, su propia justicia y dependía directamente del rey y de su primer ministro, el visir.

Méhy sólo debería haberse preocupado de su carrera militar, que se anunciaba brillante; pero ¿cómo olvidar que había solicitado su admisión en la cofradía y que su candidatura había sido rechazada? Nadie se burlaba así de un noble de su calidad. Despechado, Méhy se había orientado hacia el arma de élite, los carros, donde su talento había hecho maravillas. No tardaría pues en ocupar un puesto importante en la jerarquía.

El odio había nacido en su corazón, un odio que aumentaba cada día contra esa maldita cofradía que le había humillado y cuya mera existencia le impedía conocer una felicidad perfecta.

De modo que el oficial había tomado una decisión: o descubría todos los secretos del Lugar de Verdad y los utilizaba en su benefició o destruía ese islote aparentemente inaccesible y tan orgulloso de sus privilegios.

Para lograrlo, Méhy no debía dar ningún paso en falso ni despertar sospecha alguna. Durante los últimos días, sin embargo, había dudado. ¿Acaso los «servidores del Lugar de Verdad», según la denominación oficial, no eran sólo unos despreciables fanfarrones cuyos pretendidos poderes sólo eran espejismos e ilusiones? ¿Y el Valle de los Reyes, tan bien guardado, no preservaba algo más que cadáveres de monarcas petrificados en la inmovilidad de la muerte?

A fuerza de ocultarse en las colinas que dominaban la aldea prohibida, Méhy había esperado sorprender los ritos de los que nadie hablaba; la decepción había estado a la altura de los esfuerzos realizados.

Pero esta noche, por fin, tenía lugar el acontecimiento tan esperado.

Los diez hombres, uno tras otro, subieron a la cresta de la colina del oeste y caminaron lentamente, a lo largo del acantilado, hasta el collado donde se habían construido unas chozas de piedra que ocupaban en ciertos períodos del año. Desde allí, les bastaba con tomar un camino que descendía hacia el Valle de los Reyes.

En el colmo de su excitación, el teniente de carros cuidó de no hacer rodar alguna piedra y revelar así su presencia. Conociendo el emplazamiento de los puestos de observación, ocupados por policías encargados de garantizar la seguridad del valle prohibido, Méhy arriesgaba, sin embargo, su vida. Armados con arcos, aquellos cancerberos tenían órdenes de tirar sin previo aviso.

A la entrada de aquel lugar, sagrado entre todos, donde desde el comienzo del Imperio Nuevo descansaban las momias de los faraones, los guardias se apartaron para dejar paso a los diez servidores del Lugar de Verdad.

Con el corazón palpitante, Méhy trepó por una empinada pendiente desde donde podía observarlo todo sin ser visto. Tendido en una roca plana, no se perdió ni una brizna del increíble espectáculo.

El jefe de equipo se separó del grupo y depositó en el suelo, ante la entrada de la tumba de Ramsés el Grande, el fardo que había llevado desde que salió de la aldea, luego quitó el velo blanco que lo cubría.

Una piedra.

Una simple piedra tallada en forma de cubo. Brotó de ella una luz tan potente que iluminó la monumental puerta de la morada de eternidad del faraón reinante. El sol brilló en la noche, las tinieblas quedaron abolidas.

Los diez artesanos, recogiéndose, veneraron largo rato la piedra, luego el jefe de equipo la levantó mientras dos de sus subordinados abrían la puerta de la tienda. Fue el primero que penetró en ella, seguido por los demás artesanos; y el cortejo se hundió en las profundidades, iluminado por la piedra.

Méhy permaneció inmóvil durante varios minutos. ¡No, no había soñado! La cofradía poseía, en efecto, fabulosos tesoros, conocía el secreto de la luz, él mismo había visto la piedra de la que procedía, una piedra que no era ilusión ni leyenda. Seres humanos, y no dioses, habían sido capaces de darle forma y sabían utilizarla… ¿Y qué pasaba con los montones de oro que producían en sus laboratorios, según persistentes rumores?

Insospechados horizontes se abrían ante el teniente de carros. Ahora sabía que el origen de la prodigiosa fortuna de Ramsés el Grande se hallaba aquí, en el Lugar de Verdad. Por eso la cofradía vivía apartada del mundo, oculta tras los muros de su aldea.

—¿Qué haces aquí, amigo?

Méhy se volvió lentamente y descubrió a un policía nubio, armado con un garrote y un puñal.

—Me… Me he perdido.

—En esta zona está prohibido el paso —declaró el policía negro—. ¿Cuál es tu nombre?

—Pertenezco a la guardia personal del rey y estoy en misión especial —afirmó Méhy con aplomo.

—No me han avisado.

—Es normal… Nadie debía ser informado.

—¿Por qué razón?

—Porque debo verificar que las consignas de seguridad se aplican con el rigor necesario y que ningún intruso puede introducirse en el Valle de los Reyes. Te felicito, policía. Acabas de demostrarme que el dispositivo es eficaz.

El nubio estaba perplejo.

—De todos modos, el jefe debería haberme avisado.

—¿No comprendes que era imposible?

—Vayamos juntos a ver al jefe. No puedo dejarte marchar así.

—Haces muy bien tu trabajo.

A la luz de la luna llena, la sonrisa conciliadora de Méhy tranquilizó al nubio, que se puso el bastón a la cintura.

Tan rápido como una víbora de las arenas, el teniente de carros se lanzó, con la cabeza por delante, y golpeó al policía en pleno pecho.

El infeliz cayó hacia atrás y rodó por la pendiente hasta una plataforma que dominaba el Valle. A riesgo de romperse el cuello, Méhy le alcanzó comprobando que, a pesar de que tenía una profunda herida en la sien, el policía continuaba vivo. Sin prestar atención a la suplicante mirada de su víctima, la remató con una piedra puntiaguda, hundiéndole el cráneo.

Con el corazón frío, el asesino aguardó largo rato. Cuando estuvo seguro de que nadie le había visto, Méhy subió de nuevo a la cima de la colina, cuidando de asegurar bien sus presas. Con mayores precauciones aún, se alejó del lugar prohibido.

Gracias a esta maravillosa noche, ya sólo tenía una idea en la cabeza: descubrir el misterio del Lugar de Verdad.

Pero ¿cómo lograrlo? Puesto que no podía entrar en la aldea, tendría que hallar el medio de obtener informaciones serias.

Y el criminal vio un espléndido porvenir: ¡los secretos y las riquezas de la cofradía le pertenecerían, a él y sólo a él!