Cuando el artesano del Lugar de Verdad llegó al almacén de Tran-Bel, pensó que la vida era más bien benévola. Había recibido una educación excepcional en la aldea y adquirido un saber que le permitiría, hoy, vender su talento al mejor postor.
Desde que se había puesto en contacto con el mercader, realizaba su sueño secreto: enriquecerse. Y tenía derecho a utilizar su tiempo libre como le placiera.
Durante el período de luto que había seguido a la muerte de Neb el Cumplido, el artesano había permanecido en la aldea y había escrito una carta a Tran-Bel proponiéndole una cita. Éste debía esperar con impaciencia nuevos objetos lujosos destinados a una clientela de conocedores que pagaban bien.
—Voy a ver a tu patrón —dijo el artesano a un empleado.
—Está en su despacho.
El artesano atravesó el almacén para llegar a la habitación aislada y tranquila donde Tran-Bel guardaba sus archivos. Empujó la puerta y se quedó de piedra ante una mujer que llevaba una pesada peluca negra y los ojos muy maquillados.
—Perdonadme, creo que me he equivocado.
—Estás en el lugar adecuado —dijo Serketa—. Sé quién eres y lo que has venido a hacer aquí. Cierra la puerta y hablemos.
—No os conozco y…
—El modo como cooperas con Tran-Bel no es muy lícito. Te hace cómplice de estafa y eres merecedor de un severo castigo que iría acompañado por una exclusión definitiva del Lugar de Verdad.
El artesano palideció de repente.
—Sabéis que…
—Lo sé todo. O me obedeces o tu carrera habrá terminado.
El hombre se acurrucó en una esquina del reducto. Serketa cerró dando un portazo.
—¿Qué… qué queréis?
—No diré una palabra sobre tus trapichees y podrás seguir a tu aire, pero con una condición: quiero saber todo lo que ocurre en la aldea.
—¡Imposible! Estoy sometido al secreto.
—Peor para ti, entonces. Mañana mismo serás denunciado al visir.
—¡No hagáis eso, os lo suplico!
—Si quieres evitar graves consecuencias, sólo te queda una solución: hablar.
Obedecer a aquella mujer diabólica suponía transgredir la regla de la cofradía, romper un juramento y perder su alma…
—¿Quién sois? —preguntó el artesano.
Serketa esbozó una sonrisa feroz.
—Lo tuyo no es hacer preguntas, pero te responderé de todos modos para demostrarte que no tienes elección… Soy la esposa de un hombre importante y poderoso cuya influencia no deja de aumentar y que sabrá recompensar a quienes le hayan ayudado en su ascenso.
Al artesano empezó a interesarle la proposición de Serketa; tenía que haber sido elegido jefe de equipo él y no Nefer. Si servía a un dueño poderoso, podría enriquecerse y obtener el cargo que deseaba.
—¿Me dais tiempo para pensarlo?
—Exijo una respuesta aquí y ahora.
El artesano había servido a Maat, al Lugar de Verdad y a la cofradía a cambio de muy escasos beneficios… ¿No iba ya siendo hora de servir, por fin, a su propia causa?
El comandante Méhy tiraba al arco en el jardín de su lujosa propiedad. Clavaba flecha tras flecha en un tronco de palmera, sin lograr calmar sus nervios.
¿Por qué tardaba tanto su mujer? Tal vez el artesano no había acudido a la cita que le había propuesto a Tran-Bel… O, aún peor, Serketa había fracasado y no se atrevía a presentarse ante su marido por miedo a que le pegara.
Méhy disparó de nuevo una flecha y falló. Furioso, pisoteó el arco con rabia.
—No era digno de ti —susurró una voz melosa—; comprarás uno mejor.
—¡Serketa! ¿Y bien?
Ella se arrodilló para abrazar las piernas de su dueño y señor.
—¡Éxito total!
—¿Acepta colaborar?
—Hemos tenido mucha suerte: es un hombre amargado, ávido de riqueza, artero e hipócrita. No podríamos encontrar un aliado mejor. ¿Estás satisfecho de mí?
Méhy le arrancó la peluca, la levantó brutalmente y posó las manos en las mejillas de Serketa.
—¡Juntos, pichoncito mío, obtendremos grandes victorias! ¿Cuántos artesanos hay en la maldita aldea?
—Unos treinta. Las condiciones de admisión son muy rigurosas y deben respetar la Regla de Maat.
Serketa le contó a su marido todo lo que le había dicho el artesano.
—Carecen de interés —consideró Méhy—. Sólo son viejos principios de moral que pronto estarán caducos. ¿Quién dirige la cofradía?
—El jefe supremo es el faraón, que vela por la prosperidad de la aldea y no tolera el menor ataque contra ella.
—Lo sé, lo sé… ¡Pero Ramsés no vive en la aldea!
—Tres personas se reparten el poder: el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de la derecha y el del equipo de la izquierda. Los artesanos comparan su cofradía a un barco, de ahí su división entre estribor y babor. El escriba de la Tumba, Kenhir, es el representante del poder central y el administrador de la aldea; es mucho menos querido que su antecesor, Ramosis, pues tiene un carácter difícil y arisco.
—¿Qué edad tiene?
—Sesenta y dos años.
—El tal Kenhir está, pues, al final de su carrera. Dentro de poco estará muerto o le habrán sustituido. ¿Es corruptible?
—Según nuestro artesano informador, probablemente. Pero no estoy segura de que el tal Kenhir conozca todos los secretos del Lugar de Verdad.
—¡Los jefes de equipo, en cambio, los conocen forzosamente!
—Sí, pues han sido admitidos en la Morada del Oro.
La excitación de Méhy no dejaba de crecer.
—¿Qué sucede allí?
—Nuestro informador no lo sabe.
—¡Te ha mentido!
—No lo creo —dijo Serketa, que retrocedió para evitar el temido bofetón—. No basta la veteranía para ser admitido y tal vez no haya encontrado el medio de forzar la puerta de ese misterioso lugar. Pero por qué perder la esperanza.
—¿Qué te ha revelado con respecto a los jefes de equipo?
—Kaha, el jefe de equipo de la izquierda, es un hombre de edad, muy austero, especializado en la excavación de la roca y el tallado de la piedra. Nunca abandona el territorio del Lugar de Verdad y parece fuera de alcance. El jefe del equipo de la derecha, Neb el Cumplido, acaba de morir y ha sido sustituido por Nefer el Silencioso, un hombre joven y sin experiencia.
—¿Por qué le han elegido a él?
—El escriba Ramosis le había designado y los responsables de la cofradía no se han opuesto a su decisión.
—Un capricho de anciano… ¿Y nuestro informador qué opina del tal Nefer?
—Dice que es un buen escultor, un artesano lleno de espiritualidad, muy vinculado al Lugar de Verdad, donde fue educado, pero que tendrá muchas dificultades para cumplir con su función. No sabrá dirigir ni dar órdenes, y sin duda será degradado.
—La decepción podría convertirle en un individuo frágil, animado por un deseo de venganza… ¿Has obtenido una lista completa de los artesanos?
—Aquí está.
Serketa exhibió con orgullo un pedazo de papiro. Ahora, ella y su marido poseían un secreto de Estado. El comandante leyó el documento y sólo se detuvo en un nombre, pues los demás le resultaban desconocidos.
—Paneb el Ardiente…
—Nuestro informador cree que nunca se integrará en la cofradía y será excluido de ella por indisciplina.
—¡También éste va a caer en nuestras manos! Gracias a ti, Serketa, avanzamos a pasos de gigante. Y es sólo tu primera misión.
La esposa de Méhy ronroneó. La avidez y el deseo de hacer daño habían hecho desaparecer su tedio.