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Uabet la Pura no cedía ni una pulgada de terreno a su enemigo: el polvo. Todos los días limpiaba la casa de arriba abajo, y fumigaba por completo una vez a la semana. Como buena ama de casa que era, la joven sabía que la higiene era la base de una buena salud. Además de limpia, Uabet era muy ordenada; excesivamente ordenada para el gusto de Paneb.

Por eso, cuando Ardiente regresó del taller del Trazo donde había perfeccionado su geometría, se extrañó al comprobar que una silla no estaba en su lugar habitual y que uno de los vestidos de su esposa estaba tirado de cualquier forma sobre un taburete. Era evidente que había sucedido algo que había trastornado a Uabet la Pura.

—¿Estás ahí?

—En la alcoba —respondió una voz débil.

Paneb descubrió a su esposa tumbada en la cama con una almohada bajo su cabeza.

—¿Te encuentras mal?

—¿Sabes que hay unos canales que salen del corazón para desembocar en los demás órganos? Clara me lo ha enseñado cuando he ido a consultarle. En el corazón se forman las simientes vitales, entre ellas el esperma; Clara también me ha enseñado que la procreación era el encuentro de dos corazones.

—Estás intentando decirme que…

—Espero un hijo tuyo, Paneb. Turquesa utiliza productos anticonceptivos, yo no.

El joven coloso estaba atónito. No había previsto aquella prueba.

—No te preocupes, yo me ocuparé de él como de la casa. ¿No sientes curiosidad por ver si se parece a ti?

Ardiente sonrió y tomó con dulzura las manos de su esposa entre las suyas.

—Tengo que reconocer que despiertas un poco mi curiosidad… Pero tendrás que descansar.

—Cuando esté muy cansada, pediré ayuda a una o dos sacerdotisas de Hator. Entre compañeras, solemos ayudarnos.

Uabet la Pura había temido que Paneb la rechazara al conocer la noticia, pero el futuro padre parecía estar en estado de shock. Ella sabría curarle de aquel ligero malestar.

Méhy detestaba el derecho egipcio. En la casi totalidad de los demás países, podría haber repudiado sin dificultades a una mujer que sólo le daba hijas; en la tierra de los faraones, era imposible. Además, a pesar de sus manejos jurídicos, en el límite extremo de la legalidad, el tesorero principal de Tebas no conseguiría despojar a Serketa de su fortuna. Como Méhy no soportaba verse privado de nada de lo que había adquirido, tendría que soportar a su esposa hasta su muerte. Un divorcio resultaría una catástrofe financiera y una muerte súbita parecería sospechosa y le supondría problemas que mancharían su reputación.

Además, Serketa compartía graves secretos y, en un momento de extravío, podría tener la molesta idea de irse de la lengua. Así pues, a Méhy sólo le quedaba una solución: convertirla en una cómplice ideal.

Tras haberle regalado el costoso collar con el que soñaba, la invitó a un largo paseo de enamorados por el Nilo. Una pequeña sierva nubia, encantada de que la hubieran contratado tan poderosos personajes, les sirvió golosinas y zumos de frutas.

—Hacía tiempo que no me tratabas con tanta amabilidad —se extrañó ella.

—¿Te gusta el collar?

—No está mal… ¿Qué quieres proponerme?

—Quiero que trabajemos juntos.

—¿De igual a igual?

—Soy un hombre y tú una mujer, yo dirijo. Pero necesito una asociada muy activa.

Serketa se mostró interesada. ¡Por fin iba a escapar del tedio que volvía a asfixiarla! Y su encantador esposo ignoraría siempre el peligro del que acababa de escapar.

Serketa había sentido miedo, y había decidido librarse de él. Y cuando estaba buscando el mejor modo de hacerlo, su esposo le ofrecía una alianza que prometía ser apasionante.

—Por qué no, siempre que no me ocultes nada.

—Naturalmente, querida.

—Comencemos por la noche en la que saliste a buscar un expediente.

—¿Qué tiene de extraño?

—Regresaste sin el expediente que tanto deseabas consultar.

—Eres muy observadora, Serketa.

—¿Adonde fuiste aquella noche?

—¿Realmente quieres saberlo?

—¡No hay nada que desee más!

—Ten cuidado, paloma mía. Serás mi aliada pero también mi cómplice, y no podré tolerar la menor indiscreción por tu parte.

Serketa estaba muy excitada por la idea de llevar una vida llena de peligros y emociones.

—Acepto las reglas del juego.

Méhy habló largo rato sin omitir detalle alguno. Y advirtió pasmo y envidia en la mirada de su mujer.

—Primero habrá que actuar con mucha discreción, pero luego nuestro éxito será brillante —dijo ella—. ¿Crees, realmente, que puedes contar con el tal Daktair?

—Es abúlico, trapacero, competente, está ávido de riquezas y poder. Unas cualidades útiles… Abry me parece menos seguro, pero será sólo un relevo temporal. ¿Estás dispuesta a cumplir tu primera misión?

Serketa se arrojó al cuello de Méhy.

—¡Habla, pronto!

—Te lo advierto, es muy importante.

—Mejor así, no te decepcionaré.

Méhy explicó a Serketa lo que esperaba de ella. Luego se retiraron a la cabina central del barco, donde él la poseyó con su habitual violencia.

Tras los ritos matinales, Clara ayudaba a la mujer sabia, que recibía a los habitantes de la aldea para curar tanto su físico como su psique. La esposa de Nefer había aprendido a escuchar a los pacientes, a calmar a los niños que lloraban, a terminar con las angustias y a devolver el optimismo a quienes carecían de él.

La mujer sabia poseía un poderoso magnetismo. Aplicaba las manos en las zonas doloridas y hacía desaparecer los dolores. Clara procuraba que en la enfermería no faltaran remedios, la mayor parte de los cuales fabricaba ella misma; el resto era entregado, en el Lugar de Verdad, por el Departamento de Salud Pública, al que los propios faraones habían concedido siempre una gran importancia.

La mujer sabia hablaba poco, pero permitía que Clara progresara día a día transmitiéndole su experiencia e insistiendo más en sus fracasos que en sus éxitos, para obtener de ellos lecciones para el porvenir.

Desde que había sido recibido en la Morada del Oro, Nefer trabajaba sin descanso en la obra que le habían encargado, y se mostraba más silencioso aún que de ordinario. Clara percibía cada una de las vibraciones de su alma, y se limitaba a mirarle con complicidad para hacerle comprender que unía sus fuerzas a las de él.

La jornada había sido agotadora; ninguna enfermedad grave que curar, pero sí una ininterrumpida serie de pequeñas preocupaciones y una cotidianeidad más abrumadora que de ordinario. Clara estaba impaciente por volver a casa y dormir.

—Ven conmigo —exigió la mujer sabia.

Clara hizo uso de sus últimas energías para seguir a su guía, que salió de la aldea y tomó el camino de la cima, mientras el sol se ponía.

Era la hora en que las serpientes y los escorpiones salían de su escondrijo, pero ambas mujeres no los temían.

Cada vez que trepaba por los sinuosos senderos de la montaña, la mujer sabia parecía recuperar la juventud perdida. Pese a su fatiga, Clara tuvo menos dificultades para seguirla que de costumbre. La hermosa melena blanca de la mujer sabia brillaba como un sol e iluminaba la pendiente, cada vez más empinada, que llevaba a un oratorio excavado en la roca.

Desde aquel promontorio se divisaba todo el territorio del Lugar de Verdad, los valles secretos donde resucitaban los faraones y sus esposas y los templos de millones de años donde vivía eternamente su ka.

La mujer sabia levantó las manos frente al oratorio en signo de plegaria.

—Los hombres son las lágrimas de Dios —dijo—, y sólo los dioses nacieron de su sonrisa. Bien provistos, sin embargo, estuvieron los hombres, rebaño de Dios, pues creó el cielo y la tierra para sus corazones y el aliento para su nariz. Para ellos, que son sus imágenes, creó también todos los alimentos. Pero se rebelaron contra él y prefirieron el desorden a la armonía. Cuando la raza humana se extinga, cesará el tumulto y el silencio volverá a esta tierra. Y tú, su diosa, recrearás la belleza de los orígenes.

Una enorme cobra real, orgullosamente erguida, salió del oratorio. Sus ojos estaban enrojecidos y parecían lanzar dardos de fuego.

—Venerada Mensajera, la que ama el silencio, la diosa de la cima y la protectora del Lugar de Verdad —dijo la mujer sabia a Clara—. Cuando yo me haya ido al Occidente, que sea ella tu guía y tu mirada.