66

Paneb el Ardiente daba vueltas en su propia casa como un león enjaulado.

—Tendrías que sentarte y comer algo —le recomendó Uabet la Pura—. Las tortas van a enfriarse.

—No tengo hambre.

—¿Por qué te atormentas de ese modo?

—Ramsés el Grande se ha marchado, el jefe de equipo también, no puedo encontrar al pintor ni a los dibujantes. Por lo que a Nefer se refiere, ha desaparecido.

—Por supuesto que no.

Paneb se encogió de hombros.

—¡Tal vez tú sepas dónde se oculta!

—Tu amigo no se oculta, acaba de ser admitido en la Morada del Oro.

El joven coloso abrió los ojos como platos.

—¿La Morada del Oro? ¿Qué es eso?

—El lugar más secreto de la aldea.

—¿Y qué se hace allí?

—No tengo la menor idea.

—¿Cómo has sabido que sus puertas se han abierto para Nefer?

—Olvidas que soy una sacerdotisa de Hator… Es una diosa benevolente que hace confidencias a sus fieles.

Paneb levantó del suelo a Uabet la Pura como si no pesara más que una pluma y pegó su rostro al suyo.

—Dime lo que sabes.

—Soy una buena esposa y no oculto nada a mi marido.

Uabet la Pura llevaba los pechos desnudos, y sus caderas estaban cubiertas por un paño de basto lino, que ella desató para que se deslizara a lo largo de sus piernas. Acurrucada contra su marido, le ofreció el calor de su grácil cuerpo.

Paneb se había prometido a sí mismo que resistiría a sus encantos, pero ignoraba que la muchacha fuera tan hermosa.

Cuando Uabet sintió que el deseo de su marido florecía, anudó sus piernas alrededor de los riñones de Paneb y saboreó el intenso placer de convertirse, por fin, en su mujer.

Unos violentos golpes en la puerta despertaron a Uabet. Sumida aún en las delicias del lecho conyugal, se cubrió con una ligera capa y fue a abrir.

Eran tres: Gau el Preciso, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan. Su huraño rostro nada tenía de atractivo.

—Hemos venido a buscar a Paneb —dijo Gau con sequedad.

—¿Qué queréis de él?

—Son órdenes del jefe de equipo, que se apresure.

Paneb se levantó inmediatamente. Había olvidado ya los ojos del amor y miraba a los tres hombres.

—Síguenos —exigió Gau, cuya corpulencia algo blanda terminaba en un rostro austero y más bien feo, desagradablemente adornado por una nariz demasiado larga.

—¿Adonde vamos?

—Ya lo verás.

—¿Y si me niego a acompañaros?

—Abandona el Lugar de Verdad. La puerta está abierta de par en par para todo aquel que quiera marcharse; sólo es difícil de cruzar cuando se desea entrar.

Paneb esperó una mirada de aliento por parte de Pai el Pedazo de Pan, pero éste se mostró tan severo como sus dos compañeros.

—Vamos, pero os lo advierto, si es necesario, sabré defenderme.

Gau el Preciso se puso a la cabeza, seguido por Paneb flanqueado por Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan. Avanzó a su ritmo, lento pero regular, y se dirigió hacia el lugar de reunión del equipo de la derecha.

En el umbral estaba Didia el carpintero.

—¿Cuál es tu nombre?

—Paneb el Ardiente.

—¿Deseas conocer los misterios del astillero?

«El astillero»… ¡Nefer había estado allí! Era, pues, otro nombre del local de la cofradía que Paneb ya conocía.

—Lo deseo.

—El astillero[7] que representamos en los muros de algunas moradas de eternidad es, en realidad, el taller donde se hace nacer a los carpinteros, los escultores, los dibujantes y las obras que ellos mismos arrojan al mundo —precisó Didia—. Aquí todo es cuestión de ensamblaje. La marca comunitaria se halla, en piezas sueltas, en el astillero, y los artesanos del Lugar de Verdad deben reunir esas piezas para darles coherencia. Ten cuidado, Paneb; si eres un individuo incoherente, ese lugar sólo te depara desilusiones. ¿Deseas conocer aún los misterios del astillero?

—Sí, aún lo deseo.

Didia y los tres dibujantes hicieron entrar a Paneb en la sala de purificaciones donde Gau el Preciso le midió con un cordel.

—Dios creó el mundo con la ayuda de los números y según unas proporciones —precisó—. Entra en ese juego de relaciones armónicas.

Pai el Pedazo de Pan hizo que Paneb se arrodillara ante una piedra cúbica, sobre la que posó las manos, lavadas con el agua purificadera que brotaba de una jarra en forma de signo ankh, «la vida», que sostenía Unesh el Chacal.

Paneb se levantó, Pai el Pedazo de Pan le untó las manos con un ungüento y luego dibujó un ojo en cada palma.

—Gracias a este ungüento, tus manos empezarán a funcionar verdaderamente; gracias a este ojo, tus manos pueden ver.

En una esquina de la sala había una gran cuba rectangular que estaba llena de agua. Unesh el Chacal desnudó a Paneb y le ordenó que se sumergiera en ella.

—Sólo el agua primordial te librará de tus trabas —le dijo—. Que te purifique como purifica sin cesar las fuerzas creadoras, que te haga percibir la energía del origen sin la que nuestros corazones y nuestras manos estarían inertes.

Paneb experimentó extrañas sensaciones. Sólo era agua fresca, pero le envolvía como una vestidura protectora y le hacía sentir extremadamente ligero; era una impresión agradable e inquietante a la vez.

A continuación tuvo que salir de aquella cuba matricial y, con el impulso de los tres dibujantes, cruzar el umbral del local de reunión.

A uno y otro lado de la puerta estaban Userhat el León, el escultor jefe, y Ched el Salvador, el pintor. El primero llevaba una máscara de halcón, y el segundo, de ibis. Horus tenía una pluma de Maat; Thot, el signo de vida.

Paneb se arrodilló sobre una pila en forma de cesto, el jeroglífico que significaba «maestría» y que le había dado su nombre.

El jefe de equipo salió de la penumbra y puso un colgante del que pendía un corazón en el cuello de Ardiente.

Del extremo y de la base de la pluma, del óvalo y de la barra transversal de la cruz egipcia brotaron ondas visibles en forma de líneas quebradas.

Cuando tocaron el cuerpo de Paneb, éste sintió un formidable impulso sin dolor alguno. Se trataba de un ardor suave, penetrante, parecido a un rayo de sol después de una noche fría.

La luz iluminó la sala de reunión. Paneb advirtió que todos los miembros del equipo, incluido Nefer, estaban presentes.

El jefe de equipo se sentó en su sitial.

—Nuestra cofradía es una barca cuya función es atravesar las aguas celestiales y confraternizar con las estrellas. Has sido llamado a esta barca y has visto su luz en su santuario; que la capacidad de viajar te sea ofrecida. Que puedas tomar el cabo de proa en la barca nocturna, y el cabo de popa en la barca diurna; que te sea otorgada la iluminación en el cielo, el poder creador en la tierra y la rectitud de voz en el reino del otro mundo.

Ante la atenta mirada de Paneb, Nefer el Silencioso, Casa la Cuerda y Didia el Generoso ensamblaron lentamente las distintas partes de una pequeña barca de madera, provista de una cabina en forma de capilla.

—Debes grabar ese misterio en tu espíritu, Paneb; más adelante, en el camino, tal vez comprendas su significado.

Gau el Preciso dibujó un vaso que simbolizaba el corazón-conciencia sobre el hombro derecho del Ardiente; Unesh el Chacal dibujó el cetro de la «potencia», y Pai el Pedazo de Pan, el pan de ofrenda que significaba «dar».

—En mi función de maestro de obras y jefe de equipo, conozco el secreto de las palabras divinas —declaró Neb el Cumplido—. Aquí se adquiere el dominio de las fórmulas mágicas para que los artesanos del Lugar de Verdad sean los mejores en su arte, sepan utilizar las justas proporciones, esculpir y pintar la planta de un hombre, la gracia de una mujer, el vuelo de un pájaro, la carrera de un león, la expresión del temor o la alegría. Para que tú puedas conseguir todo esto, Paneb, tendrás que trabajar sin descanso, aprender a fabricar los pigmentos, insolubles en el agua e inalterables por el aire. Son los secretos del oficio que nunca fueron revelados a ningún profano. ¿Te comprometes a guardarlos, pase lo que pase?

—Lo juro, por la vida del faraón y la de la cofradía.

—Ched el Salvador y los dibujantes del equipo de la derecha han aceptado instruirte. A partir de hoy perteneces a su clan y deberás realizar las tareas que te confíen.