Ramsés el Grande se disponía a salir hacia el Valle de los Reyes para inspeccionar su morada de eternidad, a la que Ched el Salvador y sus ayudantes habían dado los últimos retoques antes de la llegada del soberano.
Paneb se encargó de llevar agua fresca a los caballos del faraón, instalados a la sombra de un tejadillo. Al acercarse al carro, custodiado por su auriga, el joven echó un vistazo a las ruedas. Un trabajo magnífico, de una solidez a toda prueba que maravilló al ex carpintero.
Los caballos bebieron apaciblemente, y Paneb iba a marcharse ya cuando se percató de un detalle insólito. Los radios de las ruedas estaban pintados en un amarillo dorado, pero el matiz más claro de uno de ellos había saltado a la vista del futuro dibujante.
—¿Se ha efectuado alguna reparación recientemente? —le preguntó al auriga.
—No lo sé, no es mi trabajo.
—¿De dónde procede este carro?
—Del cuartel principal de Tebas, donde los técnicos lo han comprobado.
—Sería mejor volver a comprobarlo.
—¿Y si te ocuparas de tus cosas, muchacho?
Paneb le podría haber reventado la cabeza al soldado sin dificultad alguna y, luego, examinar la rueda, pero consideró preferible seguir la vía jerárquica y avisó al jefe de equipo, que llamó de inmediato a Didia el carpintero.
La respuesta de éste fue clara: uno de los radios había sido sustituido y pintado a toda prisa. La negligente reparación se había acompañado de una sospechosa colocación de la propia rueda, que iría gastándose progresivamente y acabaría provocando un accidente. El vehículo hubiera volcado e, incluso a una velocidad moderada, el anciano monarca podría haber sufrido un golpe mortal. Otro carro, debidamente verificado por Didia, fue atribuido a Ramsés, que partió en compañía de los dos jefes de equipo, Ched el Salvador y algunos artesanos, entre los que se hallaba Nefer el Silencioso.
Paneb comprendió que su amigo había superado un nuevo escalón en la jerarquía y que iba a tener la inmensa suerte de penetrar en la tumba real. Pero Ardiente no cayó en la cuenta de que con su actuación acababa de salvar, a la vez, al faraón de Egipto y el Lugar de Verdad.
Méhy estaba encerrado en el despacho de su suntuosa villa, desgarrando con rabia unos viejos papiros. Ya no le cabía duda: una suerte casi sobrenatural protegía a Ramsés. Sin embargo, el sabotaje había sido preparado con gran cuidado por un buen especialista, al que se le había pagado generosamente, y que ignoraba para quién había efectuado aquel trabajo. Luego, la rueda había sido entregada en el cuartel, donde había sido montada por un soldado, que tal y como Méhy esperaba, no había advertido nada anormal. El inevitable accidente se habría producido si uno de los artesanos del Lugar de Verdad no hubiera sido demasiado curioso. El gobernador del cuartel recibiría una reprimenda y su servicio técnico sería sancionado; Méhy debía actuar de prisa para cortar el hilo que podía permitir llegar a él.
La noche caía por fin.
—¿Sales a estas horas? —se extrañó su esposa.
—Voy a mi despacho, a buscar un documento.
—¿No puedes esperar a mañana?
—Ocúpate de la cena, Serketa. Que el cocinero se muestre más hábil que ayer.
Si Ramsés hubiera muerto en un accidente, Egipto entero se habría limitado a un luto ritual y nadie se hubiera preocupado por la rueda del carro. Pero al haber descubierto la anomalía, forzosamente iniciarían una investigación.
El comandante saltó sobre su caballo y galopó hasta un bosquecillo de tamariscos. Ató su caballo a un árbol y se dirigió con nerviosos pasos hasta el taller del carpintero, un viudo que, afortunadamente, acababa de perder a su perro.
El hombre estaba solo y comía habas calientes.
Méhy se le acercó en silencio por la espalda. Con un gesto tan brusco como preciso, cubrió la cabeza de su víctima con un saco de gruesa tela y lo mantuvo así hasta que dejó de respirar.
Creerían que le había fallado el corazón, y el comandante no debería temer habladurías de ningún tipo.
Como tesorero principal de Tebas, Méhy recibió a Daktair de modo absolutamente oficial, para examinar el presupuesto provisional de su servicio de investigaciones. En adelante, ya no estaban obligados a esconderse.
El rechoncho hombrecillo no dejaba de manosearse la barba.
—Mi situación se hace insostenible —se lamentó—; hace dos años que trabajo encarnizadamente para poner a punto una máquina hidráulica para sustituir los cigoñales y los demás aparatos obsoletos, ¡y por fin lo he conseguido!
—Pues deberías estar satisfecho —se extrañó Méhy.
—Y lo estoy, pero el director del laboratorio me ha ordenado que olvide este soberbio invento.
—¿Por qué motivo?
—Sería demasiado eficaz y aumentaría la irrigación en unas proporciones que considera desastrosas. Para él, sólo cuentan los ritmos naturales y el respeto por las tradiciones. En estas condiciones, es imposible hacer que la ciencia avance. Sólo hay un camino posible: que el hombre someta a la naturaleza. Y este país no progresará hasta que todo el mundo entienda eso.
—No pierdas la confianza, Daktair, y deja que me instale en mi cargo. Te prometí que algún día tendrías libertad de movimientos, y acostumbro a cumplir mis promesas.
—Cuanto antes mejor… He conseguido descubrir dos pistas interesantes.
—¿Relacionadas con el Lugar de Verdad?
—El director del laboratorio se muestra especialmente atento con respecto a ciertos expedientes. Con astucia, he obtenido algunas informaciones fiables. Hay expediciones que se organizan con la más extremada discreción para obtener dos productos: galena y asfalto.
—¿Para qué sirven?
—Oficialmente, para simples usos domésticos o rituales. Si eso fuera cierto, ¿por qué toman tantas precauciones? ¿Y por qué unos artesanos del Lugar de Verdad han acudido varias veces a los parajes de explotación?
—¿Puedes averiguar algo más?
—No sin correr grandes riesgos. Sólo soy el adjunto al director, y cada vez me aprecia menos. Sin embargo, estoy convencido de que nos acercamos al objetivo. La galena y el asfalto deben ser entregados a los artesanos en secreto. Si supiéramos dónde se obtienen estos productos, conseguiría definir su naturaleza exacta y sus posibles usos.
Méhy pensaba en la fabricación de nuevas armas, y tal vez Daktair acabara de dar con una orientación decisiva. Bastaba con deshacerse del viejo sacerdote de Amón que dirigía el laboratorio, imponer a Daktair y asociarlo a las expediciones.
Méhy quedó desilusionado.
El director del laboratorio central era un sacerdote de Karnak que pertenecía a una antiquísima jerarquía dirigida por el sumo sacerdote de Amón, nombrado con el consentimiento del faraón y colocado a la cabeza de un dominio de fabulosa riqueza. Ni el alcalde de Tebas ni otros dirigentes profanos podían intervenir exigiendo un traslado.
El comandante no renunció y acumuló el máximo de informaciones sobre ese sacerdote, que ya empezaba a resultar molesto. Tenía setenta años, estaba casado, era padre de dos hijas y no tenía preocupación material alguna ni vicio conocido. Se había formado en la escuela del templo, y pasaba por ser un sabio experimentado y prudente cuyas opiniones eran escuchadas. Una de las armas preferidas de Méhy, la calumnia, corría el riesgo de ser ineficaz. ¿Quién iba a creer que aquel sacerdote de intransigente moral e irreprochable carrera tenía alguna amante o recibía sobornos? El hombre era demasiado íntegro como para ser el blanco de ataques eficaces.
La idea de cometer un nuevo asesinato no asustaba al comandante Méhy, pero el sacerdote llevaba una existencia muy regular y sólo frecuentaba tres lugares: su domicilio, el templo y el laboratorio. No iba a resultar fácil deshacerse de él, y una muerte sospechosa acarrearía una investigación a fondo. Sólo quedaba criticarlo en su gestión, demostrando que su laboratorio era deficitario y costaba demasiado dinero, tanto al templo como a la ciudad; pero el argumento podía volverse contra el futuro director, cuyos presupuestos serían restringidos.
Méhy perdía la esperanza de hallar una solución cuando la suerte le sonrió de varias maneras. En primer lugar, el anciano sacerdote falleció de muerte natural; luego, la jerarquía de Karnak, preocupada por algunos problemas internos, no propuso sucesor; y finalmente, el tesorero principal de Tebas y su cómplice Daktair tuvieron tiempo de falsificar su expediente en el que, gracias a su intervención, el difunto recomendaba encarecidamente a su adjunto como futuro director del laboratorio.
Por fin, Daktair obtuvo el cargo que ambicionaba desde hacía tanto tiempo. Era considerado competente y estaba perfectamente integrado en la sociedad tebana. Por consejo de Méhy, sólo manifestó una discreta satisfacción y, en su comparecencia ante el visir, hizo hincapié en las dificultades que entrañaba su tarea y en su voluntad de seguir los pasos de su sabio predecesor.
Arrastrado por el éxito, Méhy logró un golpe magistral: la transferencia del laboratorio a unos nuevos locales que se hallaban muy cerca del Ramesseum, con el pretexto de facilitar el trabajo de la administración tebana y reactivar la economía.
De este modo, Daktair trabajaría muy cerca del Lugar de Verdad y bajo el teórico control de Abry, el fiel aliado de Méhy. La proximidad del enemigo al que debían abatir y la perspectiva de los tesoros que podían conquistar estimularían el fuego conquistador del sabio y su sed de descubrimientos.
El comandante estaba convencido de que, para desarrollar su poder, necesitaba el apoyo incondicional de la ciencia y de la técnica. Acababa de superar una etapa decisiva en su irreversible proceso de conquista.