Los canteros se reunieron ante el nuevo santuario de Ramsés el Grande para festejar el final de la obra. No sin dificultades, el jefe de equipo había obtenido de Kenhir una jarra de vino del año veintiocho del faraón, un excelente caldo del que quedarían aún unos litros en la bodega del escriba de la Tumba. Paneb el Ardiente había recibido el encargo de limpiar las herramientas, colocarlas en las cajas de madera y entregarlas a Kenhir, que, según la costumbre, había procedido a una larga y minuciosa verificación antes de anotar en el Diario de la Tumba que todo estaba en orden.
—Serías un buen cantero —dijo Fened la Nariz a Paneb.
—Mi camino es el dibujo y la pintura.
—¡Eres muy tozudo!
—¿Y por qué llevas tú ese nombre?
—¿No sabías que no hay nada más importante que la nariz? Cuando el maestro de obras juzga a un postulante, mira primero su nariz, porque es el santuario secreto del cuerpo. Para entrar en esta cofradía, muchacho, hay que tener nariz, mucha nariz, y más aliento todavía. No sólo el que pasa por la nariz de todos los seres vivos y les permite respirar, sino el aliento de la creación, el que anima las pirámides, los templos y las moradas de eternidad; el aliento que aparta la mediocridad como el viento disipa la bruma. Como has aprendido a leer, sabrás que la palabra «alegría» se escribe con la nariz; y sin ella, créeme, no se construye nada duradero. La más pura fuente de alegría es la práctica del oficio al servicio de Maat.
—Deja de darle lecciones —recomendó Nakht el Poderoso—; ¿no ves que no comprende ni una sola de tus palabras?
—¿El poder va forzosamente unido a la estupidez? —preguntó Paneb.
Ofendido, Nakht se puso en pie con los puños apretados.
—¡Voy a darte una buena, chiquillo!
Fened la Nariz y Karo el Huraño se interpusieron.
—¡Ya basta! No estropeéis este momento. Bebamos el excelente vino y preparémonos para la gran fiesta del año nuevo. Nakht el Poderoso amenazó con el dedo a Paneb. —¡No pierdes nada por esperar!
—A tu disposición. Hablas mucho pero no haces nada. El cantero soltó una sonrisa irónica. —Y tú hablas demasiado pronto.
A Paneb no le gustaban nada las fiestas, y aquélla menos que las demás. Le impedía emprenderla con el clan de los dibujantes e interpelar al jefe de equipo para obtener lo que le debían. Por eso, y a pesar de las deferencias de su esposa, se había mostrado de muy mal humor durante la cena. Uabet la Pura no había reaccionado, y se limitaba a cumplir sus deberes de perfecta ama de casa.
Molesto ante la idea de que la aldea fuera a abandonarse al regocijo del primer día del año mientras él ardía de impaciencia, Paneb se había levantado en plena noche y había salido por la pequeña puerta del oeste para tomar el sendero que llevaba al collado que dominaba el Valle de los Reyes. Sabía que los centinelas de Sobek le estaban vigilando, por lo que se desvió por el pedregal para escapar de sus miradas y se sentó en una roca.
Según las previsiones de los especialistas, la crecida sería excelente y, una vez más, Hapy, el dinamismo fertilizante del Nilo, ofrecería la prosperidad a Egipto. Pero a Paneb le importaban un bledo el limo, los cultivos y la riqueza del país; quería dibujar y pintar, había sido iniciado en la cofradía que poseía los secretos de su vocación, y ahora se empeñaban en cerrarle las puertas.
Nefer el Silencioso, en cambio, había progresado a pasos de gigante. En pocos años había superado varias etapas y se comportaba ya como el patrón de los canteros, aunque procurase no hacerlo. Paneb no era celoso ni envidioso, pero se sentía algo vejado y, sobre todo, frustrado. Cada vez que creía acercarse a su objetivo, alguna tarea prioritaria le alejaba de él. Ciertamente, había aprendido mucho, aunque nada de lo que deseaba conocer.
Unas manos finas, dulces y perfumadas le taparon los ojos.
—Te esperaba, Paneb.
—¡Turquesa! ¿Cómo sabías que vendría aquí?
—Una sacerdotisa de Hator es, forzosamente, algo vidente…
Paneb la estrechó contra su pecho con un gesto imperioso.
—¿Olvidas que estás casado? El adulterio es una falta grave.
De entre todas las maravillas que los dioses habían creado, Turquesa era una de las más seductoras. Paneb se deshizo de su taparrabos y le quitó la túnica a la muchacha para extenderlos sobre el pedregal y formar un improvisado lecho. Él se tendió boca arriba y olvidó los puntiagudos guijarros en cuanto el ligero cuerpo de Turquesa se confundió con el cielo.
Se amaron hasta el amanecer, bajo las estrellas del último día del año.
Cuando Paneb despertó, su amante había desaparecido. Cerró los ojos por unos instantes para revivir, con el pensamiento, sus deliciosos retozos, luego tomó el camino de la aldea.
Una vez allí, le sorprendió el profundo silencio que reinaba en la aldea, igual que la mañana de la muerte de Ramosis y su esposa. Sin duda alguna se había producido otro fallecimiento, y los festejos se habían suspendido. Según el lugar que el desaparecido ocupara en la jerarquía, entrarían en un luto más o menos largo que obligaría a Paneb a guardar silencio y a respetar la pesadumbre de la comunidad.
No, no estaba dispuesto a resignarse, ¡aunque tuviera que romper la tradición! Nadie, ni siquiera un jefe de equipo, podía oponerse a una petición legítima. Mientras los demás se lamentaban, Ardiente trabajaría la técnica con uno de los dibujantes, por las buenas o por las malas.
La pequeña puerta del oeste, a la que sólo los aldeanos podían acceder, estaba cerrada.
Paneb, intrigado, se dirigió a la puerta principal, cuyos alrededores estaban desiertos, puesto que los auxiliares habían tenido derecho a unas vacaciones.
El guardián estaba agachado y mascaba un pedazo de papiro azucarado; miró al artesano y le saludó con la cabeza.
Paneb cruzó la puerta y la cerró a sus espaldas.
Pero allí no había nadie.
Los habitantes del Lugar de Verdad no estaban en la necrópolis ni en la aldea. Sólo había un lugar donde podían estar: el templo.
El joven coloso avanzó por la calle principal y escuchó un rumor de pasos a sus espaldas. Se volvió y vio a Casa la Cuerda, Fened la Nariz, Karo el Huraño y Nakht el Poderoso en fila, inmóviles y provistos de garrotes.
—Qué sorpresa, ¿no? —preguntó Nakht, divertido—. Ven, muchacho, te estábamos esperando.
Userhat el León y Puy el Exterminador se reunieron con los cuatro canteros.
Un grupo de seis hombres armados, algunos de ellos bastante fuertes… El enfrentamiento iba a ser duro, pero Paneb no tenía miedo. Aunque recibiera golpes, daría muchos más.
—No tienes posibilidad de escapar —le advirtió Nakht el Poderoso—. Mira delante de ti.
Al otro extremo de la calle principal estaban Renupe el Jovial, Ched el Salvador, Gau el Preciso, Unesh el Chacal, Didia el Generoso, Thuty el Sabio e, incluso, Pai el Pedazo de Pan, armados también con garrotes y visiblemente decididos a armar follón.
Sólo el jefe de equipo y Nefer no participaban en aquello.
El grupo de los dibujantes parecía menos robusto que el de los canteros. Paneb hundiría primero el cráneo de Pai, se apoderaría de su garrote y la emprendería con sus cómplices. Y si debía sucumbir ante aquellos hombres, no lo haría sin haber luchado hasta caer agotado.
Habían conspirado para librarse de él. Paneb, asqueado ante tanta mezquindad, sintió que la rabia multiplicaba sus fuerzas y avanzó hacia los dibujantes con amenazadores pasos.
El grupo se abrió para dejar pasar a la mujer sabia, que llevaba una estupenda túnica de color rojo que hacía resaltar sus cuidados cabellos blancos.
—¡Detente, Paneb! Para ti todo es conflicto y desgarro. Y no estás del todo equivocado, porque así hacemos progresar nuestra existencia. Pero la vida en el Lugar de Verdad nos exige algo más que la existencia. Nos llama a la realización y a la serenidad… Antes que nada tenemos que vencer a nuestros enemigos, pero sobre todo al desasosiego, a todo aquello que nos corroe las entrañas. Y tú has sido elegido para encarnarlo, a fin de que no pueda hacer daño y nazca para la cofradía un año feliz.
Los miembros del equipo de la derecha arrojaron sus garrotes al aire, emitieron gritos de júbilo y se abalanzaron sobre Paneb, que no opuso resistencia. Levantaron trabajosamente al joven coloso y lo llevaron hasta el templo de Hator. Una vez allí, lo ataron a un poste.
Del más joven al más viejo, todos cubrieron de injurias al colérico, ordenándole que no interfiriera en la vida de la aldea o sería molido a palos.
Desde su poco envidiable posición, Paneb el Ardiente asistió a los preparativos del banquete durante el que los canteros y algunas esposas exageraron un poco con el vino. Turquesa no le dirigió ni una sola mirada, Uabet la Pura lo miraba con compasión. Clara y Nefer le dirigieron signos de amistad, y éste le llevó agua fresca varias veces, el único alimento apto para el colérico.
—Podrías haberme dicho que me habían designado… ¡He estado a punto de acabar con la mitad del equipo! ¿Por casualidad ha sido cosa tuya esta estúpida idea?
Pero Silencioso no le respondió.
Condenado a sufrir su posición de chivo expiatorio, Paneb aceptó su castigo pacientemente, aunque el hambre, aguzada por la visión de suculentos manjares, le retorciera el estómago. Quienes creían que iba a debilitarse con esa nueva prueba se iban a quedar con un palmo de narices.
Cuando la aparición de la estrella Sothis permitió a la mujer sabia proclamar el nacimiento del año nuevo, marcado por las lágrimas de Isis que producían la crecida, el jefe de equipo desató a Paneb.
Mientras el colérico se frotaba las muñecas, Neb el Cumplido le propinó un violento puñetazo en la espalda, entre los omóplatos.
—El oído de tu conciencia se ha abierto, Ardiente. Ahora comenzaremos a trabajar duro.