En el cuartel principal de Tebas, el comandante Méhy probaba un nuevo carro cuya caja había sido reforzada. Abry fue a su encuentro y le dio cuenta de su entrevista con el escriba de la Tumba.
—No conseguí sacarle la menor información, pero no hay que desesperar.
Méhy estaba de un humor de perros.
—¿Se parece a Ramosis?
—En absoluto, tranquilizaos.
—Pero, sin embargo, se agarra a sus secretos como un simio al tronco de una palmera.
—Pero sólo en apariencia… Kenhir no deja de lamentarse del peso que lleva sobre sus hombros y de las continuas molestias que le causan los aldeanos.
—¿Cuáles son sus ambiciones?
Abry pareció turbado.
—Sólo me reveló una…
—¿Cuál?
—Escribir.
Méhy, furioso, dio un puñetazo en el flanco de un caballo negro que relinchó de dolor.
—¡Te estás burlando de mí!
—¡No, comandante! Kenhir hizo una apología de los escritores, cuya obra le parece más duradera que las construcciones de piedra.
—Ese tipo está completamente loco.
—Sea como sea, debemos aprovecharnos de su insatisfacción.
—Esperemos que no ocurra como con el jefe Sobek.
—¿Qué ha pasado?
—Muy sencillo, mi querido Abry. Propuse al visir el traslado de Sobek y su ascenso a adjunto a la dirección de la seguridad fluvial de Tebas. ¡Y obtuve la primera plancha de mi carrera, a causa de tu estúpida idea! Sólo el faraón y el visir pueden decidir un cambio de destino del jefe de policía del Lugar de Verdad, y no necesitan consejo alguno, tanto menos cuanto Sobek cumple sus funciones a la perfección. Me hiciste dar un paso en falso, Abry, y no vas a hacer que olvide tu error con los delirios de Kenhir. Intenta repararlo, y pronto.
—Te toca a ti —dijo Nefer el Silencioso a Paneb el Ardiente.
Justo antes de colocar un gran bloque, que concluía la hilera superior del muro, el joven coloso utilizó una plomada para comprobar la rectitud de la obra por última vez. Luego, Nakht el Poderoso y Karo el Huraño hicieron resbalar el bloque por un fondo de leche muy grasa, Fened la Nariz utilizó un taco de madera para alisar la juntura, y Casa la Cuerda, fiel al método enseñado por Imhotep cuando edificó la primera pirámide, pasó una hoja de cobre recubierta de un abrasivo entre las piedras para mejorar su adherencia.
Desde que trabajaba en la construcción del santuario de Ramsés el Grande, bajo la dirección de su amigo, Paneb vivía jornadas excitantes. Tenía la extraordinaria capacidad de no cansarse nunca, y aceptaba las órdenes de los canteros sin rechistar.
Paneb admiraba cómo Nefer organizaba la obra. Fiel a su sobrenombre, hablaba poco y nunca levantaba la voz, ni siquiera cuando estaba descontento con el trabajo realizado. Daba indicaciones precisas, a partir del plano del jefe de equipo, aunque concedía libertad a los artesanos para que aplicaran sus órdenes. Por la mañana y por la noche, reunía a sus colegas y les pedía su opinión sobre la calidad del trabajo realizado. Aceptaba las críticas de buen grado, aunque las refutaba tranquilamente cuando le parecían infundadas. Le gustaba que la pequeña comunidad tuviera tiempo para reflexionar antes de actuar pero, una vez tomadas las decisiones, cada cual desplegaba todas sus fuerzas y su talento.
Neb el Cumplido inspeccionaba la obra diariamente, a veces en compañía de Kenhir. Era muy meticuloso, y no se deshacía en cumplidos y ponía de relieve las imperfecciones que debían corregirse en seguida.
Paneb mantenía siempre los ojos bien abiertos: observaba la técnica utilizada por uno u otro para corregir sus errores y la grababa en su memoria. Aprender era un gran placer para él y disfrutaba estando en contacto con esos hombres rudos que no vacilaban en criticarlo y en burlarse de él. El joven olvidaba su susceptibilidad y ponía todo su empeño en aprender lo máximo posible. Paneb sintió un gran orgullo cuando Nefer le permitió utilizar una magnífica plomada sujeta a una estructura de madera en cuyo extremo había un corazón de piedra. Y se dio cuenta de que le concedían, a él, el aprendiz, una verdadera confianza. Al finalizar la obra, contempló el muro acabado con la sensación de que en él se había incluido una parte de su ser.
Nefer puso la mano en el hombro de su amigo.
—Has trabajado bien.
—¡Ha sido maravilloso sentir el tacto de las herramientas en mis manos…!
—Toda conducta debería adecuarse a la plomada, Paneb, pues actuar incorrectamente no da buenos resultados. El ser desviado no es admitido en la barcaza que navega hacia el país de los justos, mientras que el hombre recto llega a la otra orilla. Las herramientas nos enseñan el camino correcto, y no se preocupan de nuestras debilidades ni de nuestros estados de ánimo. Gracias a ellas ha nacido este santuario.
La puerta principal daba a un vestíbulo prolongado por un paso enlosado que conducía a una sala cuyas pinturas policromas representaban un emparrado con pesados racimos de uva y textos jeroglíficos en azul. Ched el Salvador había realizado una obra maestra coronada por una escena ritual que mostraba a Ramsés el Grande ofreciendo perfumes a Hator. Contigua a ésta, había una sala abovedada, al fondo de la cual había una escalera de tres peldaños que permitía acceder a una capilla. A la izquierda de esta escalera, una sala de purificación y algunos altares para depositar ofrendas. Los aposentos privados del faraón flanqueaban el conjunto sacro, e incluían una alcoba, un despacho, excusados y una terraza. El pequeño palacio real se comunicaba con el patio del templo de Hator por una «ventana de aparición», que estaba coronada por una hilera de cabezas de libios, nubios y asiáticos, encarnación del desorden y las tinieblas que sólo Maat conseguía vencer.
—Hemos terminado —advirtió Paneb—, pero Ramsés reside en su capital del Delta y nunca vendrá hasta aquí.
—Este edificio se denomina el khenu, «el interior», y nosotros somos precisamente hombres del interior, destinados a proteger el ka real que nos hace vivir. Esté o no el faraón físicamente presente, su ka brilla siempre que las piedras ensambladas estén realmente vivas. Por eso es esencial la ceremonia de inauguración.
—Tus palabras son extrañas, Nefer. ¡Se juraría que has sido tú quien ha concebido la morada de Ramsés!
—Desengáñate, me he limitado a seguir las directrices de Ramosis y a concretar el plan dictado por Neb el Cumplido, el maestro de obras.
—De todos modos, has dirigido a artesanos más aguerridos que tú.
—El único patrón es nuestro jefe de equipo, tú mismo lo has comprobado.
—Fened la Nariz me ha revelado que has hecho una escultura para la capilla de este palacio…
—Es cierto.
—¿Puedo verla?
Nefer condujo a Paneb hasta el umbral de la capilla donde, muy pronto, se pondría en acción el ka real. Una vez allí, retiró lentamente una lona que cubría un dintel de calcáreo.
Frente a un gran cartucho estaba el óvalo del cosmos en cuyo interior estaba inscrito su nombre. Un Ramsés de pequeño tamaño era protegido por una enorme vaca Hator que salía de una espesura de papiro. El animal llevaba un collar de resurrección cuya energía protegía al faraón.
—¡Fabuloso! —afirmó Paneb—. ¿Elegiste tú el tema?
—Claro que no. El jefe de equipo me dio el boceto y yo lo seguí al pie de la letra.
—Sin embargo, el rey es un poco pequeño…
—Hablé a este respecto con Neb el Cumplido. Me respondió que, en esta capilla, la diosa madre haría renacer todos los días el ka real, que aparecería como un niño sin dejar de ser adulto. Aquí se realizará el milagro de una regeneración permanente de la que sólo las divinidades conocen el secreto.
—No estoy tan seguro de ello…
—¿Qué quieres decir, Paneb?
—Esa luz que puede atravesar las puertas… Algunos hombres la han visto, en esta aldea, y no son dioses. Mira este monumento: tú lo has construido, pero no te han dado sus claves.
—Si tomamos el camino adecuado, cada cosa llegará a su hora.
—No comparto tu fatalismo, Nefer. Yo quiero conocerlo todo, descubrir los misterios de esta aldea, comprender por qué tan pocos artesanos son considerados dignos de trabajar en ella, saber cómo se excava una morada de eternidad y ver, con mis propios ojos, el momento de la resurrección. Y estoy convencido de que el camino adecuado pasa por ahí.