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A la mañana siguiente de la muerte de Ramosis, Kenhir se había lavado tres veces el pelo, su placer favorito. Como la esposa del escriba de Maat había fallecido también, heredaba la totalidad de los bienes de su protector y, especialmente, su fabulosa biblioteca, que agrupaba los más grandes autores como Imhotep, el arquitecto de la pirámide escalonada de Saqqara; el sabio Hordedef, del tiempo de las grandes pirámides; el visir Ptah-hotep, cuyas célebres enseñanzas no dejaban de copiarse; el profeta Neferti, o el erudito Khety, que había redactado una «sátira de los oficios» para alabar las ventajas de ser escriba.

Al trasladarse a la hermosa morada de Ramosis, Kenhir había sentido repentinamente que estaba envejeciendo. Él, que había doblado el cabo de los cincuenta sin perder el vigor, advertía de pronto el peso de la soledad. Ramosis le había delegado numerosas responsabilidades y él ejercía plenamente su función de escriba de la Tumba; pero Kenhir consultaba con frecuencia a su predecesor y, aunque deplorase la excesiva bondad de Ramosis y su excesiva comprensión de las debilidades humanas, obtenía gran provecho de sus opiniones. En adelante, debería administrar la aldea él solo, y las discusiones con los dos jefes de equipo, que no compartían siempre sus ideas, prometían ser duras. Una joven de quince años, Niut la Vigorosa, se encargaría de limpiar y de cocinar. Kenhir pensaba pagarle el mínimo, pero ella había exigido tan fervientemente un salario adecuado, que el escriba de la Tumba había accedido a su petición. Al principio había pensado en despedir a la pequeña peste, pero la joven hacía tan bien su trabajo, que finalmente había decidido quedarse con ella.

A Kenhir no le faltaban proyectos. En primer lugar, debía imponer su autoridad, haciendo comprender a los dos jefes de equipo que era el escriba de la Tumba y que ninguna decisión podía tomarse sin su consentimiento; en segundo lugar, debía evitar que los artesanos tuvieran un comportamiento indigno del Lugar de Verdad. Era el responsable ante el visir de la calidad del trabajo que se realizaba en la cofradía, y llevaba al día el diario de la Tumba, donde anotaba, con su caligrafía fea y casi ilegible, las actividades de cada cual, los motivos de ausencia, la naturaleza y la cantidad de los materiales y las herramientas que se entregaban a la aldea. Sólo él sabía realmente todo lo que allí ocurría y no iba a mostrarse tan tolerante como Ramosis ante las pequeñas infracciones. Kenhir estaba decidido a imponer disciplina entre los artesanos.

Era consciente de que la mayoría de los aldeanos creían que era un hombre vanidoso, cortante, egoísta y demasiado imbuido de su poder; sin embargo, nadie ponía en duda su competencia. Muchos ignoraban que sabía criticarse a sí mismo y reconocer sus errores, siempre que fuera él el único en hacerse reproches.

Kenhir acogió a los dos jefes de equipo en la sala de recepción de su nueva morada. Advirtió que se sentían molestos, y fue directamente al grano.

—Esta casa era la de Ramosis, mi predecesor. Ahora, con el consentimiento de la cofradía, me pertenece. Aquí se celebrarán nuestras entrevistas y nuestras sesiones de trabajo. Que veneremos la memoria del escriba de Maat no puede impedirnos proseguir la obra del Lugar de Verdad.

Ambos jefes de equipo asintieron.

—Mi primera decisión consiste en pediros que excavéis mi propia morada de eternidad, en la parte sur de la necrópolis. Ésta deberá ser vasta y espléndida para celebrar la función de la que soy depositario.

—El equipo de la izquierda se encargará de ello —dijo Neb el Cumplido—. Mis canteros están ocupados construyendo el santuario del ka de Ramsés.

—Entendido, pero voy a mostrarme implacable con los perezosos —gruñó Kenhir—. Al ser admitido en esta aldea, uno debe someterse a las obligaciones cotidianas sin esperar nada a cambio. ¿A qué tarea ha sido destinado Paneb el Ardiente, tras haber terminado la reparación de las fachadas de nuestras casas?

—Ha ido a ayudar a Nefer el Silencioso.

—¿Paneb ya no quiere ser dibujante?

—Se somete a las exigencias del momento.

—¡Excelente! Que siga por ese camino.

Tras haber sido recibido por el visir, a quien le había dicho que la desaparición de Ramosis en nada cambiaría la regla de vida del Lugar de Verdad, Kenhir recibió las cálidas felicitaciones de Abry, el administrador principal de la orilla oeste, que le invitó a comer. Se instalaron en una pérgola sombreada donde unos sirvientes les sirvieron vino tinto del Delta, ensalada con aceite de oliva y codornices rellenas.

—Todos echamos de menos al querido Ramosis —declaró Abry.

—Con tres tumbas en la necrópolis de la aldea —recordó Kenhir—, su memoria no se olvidará.

—Pero hay que pensar en el porvenir… ¡Y el porvenir sois vos! Desde hacía demasiados años habíais vivido a la sombra de Ramosis sin poder expresar abiertamente vuestra personalidad. Pese al dolor que su muerte os causa, es preciso admitir que os abre ciertas perspectivas.

Kenhir comía con avidez.

—¿Cuáles concretamente?

—No dudo ni por un momento de vuestro pleno éxito, tanto más cuanto tenéis el apoyo de las autoridades. Pero la existencia en esa aldea cerrada no debe ser siempre divertida…

—Así es.

A Abry le costó ocultar su estupefacción. Esperaba que el escriba de la Tumba protestase indignado y negase rotundamente sus palabras.

—A nadie le deseo mi puesto —prosiguió Kenhir—. No hay ningún escriba que trabaje más que yo por tan poco.

El administrador estaba encantado. Ramosis el incorruptible nunca hubiera pronunciado semejantes palabras. Con su corpulencia, su aspecto de patán y sus ojillos malignos, Kenhir era sin ninguna duda un arribista que no se cerraría en banda ante ciertas proposiciones.

—¿Y os sería imposible hablar… de ese trabajo?

—Debo mantener el secreto, pero puedo aseguraros que tiene muy poco interés. Si conocéis a jóvenes escribas ambiciosos, aconsejadles que eviten el Lugar de Verdad.

—¿Por qué aceptasteis el cargo?

—Una infeliz sucesión de circunstancias —explicó Kenhir—. Cursé largos y difíciles estudios, y esperaba que me llevaran lejos, tal vez incluso a la administración de una parte del dominio de Karnak. Cuando conocí a Ramosis, quedé seducido por su inteligencia y su sabiduría, que me transmitió con generosidad; como él y su esposa no podían tener hijos, me adoptaron a condición de que asumiera la función de escriba de la Tumba. Al principio, me sentía feliz y halagado; luego, me desencanté. ¡Y pensar que el cargo es uno de los más envidiados de Egipto!

—Si puedo seros útil…

—Debo resolver mis problemas yo solo, y no debo hablar con nadie que no sea el visir.

—Pesado secreto… ¿No habría que abolirlo?

—Somos un país de tradiciones y no es fácil modificarlas.

Abry advirtió que el escriba de la Tumba estaba dispuesto a hacer concesiones, confidencias incluso, pero no había que acosarle. ¿Quién iba a facilitar informaciones esenciales sobre el Lugar de Verdad mejor que Kenhir? Si Abry se convertía en su amigo, tendría una imprevista ventaja sobre el comandante Méhy y el cerco comenzaría a abrirse.

—Sois un hombre extremadamente simpático, Kenhir, y no me gusta veros agobiado por semejantes problemas.

—¡Es la ley de la aldea! Una preocupación tras otra, y eso no termina nunca.

—¿Qué tipo de… preocupaciones?

—No puedo hablar de ello.

—¡Debéis de sentiros muy solo, pues!

—De buena gana bebería un poco más de vino… Seguro que tenéis una excelente bodega.

—¿Puedo ofreceros unas ánforas de tinto de Athribis?

—Con mucho gusto, Abry; cambiarán mi cotidianeidad.

—¿Cuáles son vuestros proyectos ante tantas dificultades?

Kenhir reflexionó largo rato.

—Por lo que se refiere al Lugar de Verdad, me es imposible comentarlos con vos. Pero tengo designios personales.

El administrador estaba eufórico. Con la muerte de Ramosis, la aldea de los artesanos había perdido su alma. Y el escriba de Maat había elegido muy mal a su heredero, un funcionario amargado y gruñón al que no sería muy difícil corromper.

—¿También son secretos esos designios?

—Más o menos. Espero incluso que uno de ellos goce de cierta notoriedad.

—¿Y no queréis contármelo?

Kenhir se puso rígido.

—¿Me prometéis una total discreción?

—¡Naturalmente!

—Tengo la intención de escribir —confesó Kenhir—. Los nombres de los grandes autores perduran más allá de su muerte, aunque no hayan construido pirámides. Los textos son sus hijos; su esposa, la paleta del escriba. Los monumentos más sólidos se derrumban, pero los libros son recordados. Un buen libro construye una pirámide en el corazón del lector, es más duradero que una sepultura en el Occidente. Lo que los grandes autores formulan se cumple; lo que sale de sus labios permanece en las memorias. Ocultan su poder mágico, pero se disfruta de él al leerlo.

Kenhir se levantó.

—Tengo que irme ya. No repitáis a nadie estas confidencias —recomendó el escriba de la Tumba a un Abry lleno de estupor—, y no olvidéis mandarme el vino tinto.