56

Cuando Paneb despertó, Uabet la Pura se había marchado. Había doblado las sábanas y enrollado su estera. Aliviado, el joven coloso tomó la escalera que llevaba a la terraza, donde tan agradable era dormir durante las cálidas noches de verano.

El muchacho disfrutó con avidez los rayos del levante, antes de comprobar la amplia abertura practicada al norte y protegida por un cobertizo de forma triangular. Servía de respiradero, y aseguraba la buena circulación del aire por la casa, algunos de cuyos muros tenían pequeñas ventanas fáciles de ocultar cuando el sol abrasaba.

A fin de cuentas, salía bien parado. Uabet la Pura había comprendido que aquella boda era imposible, pero le había dejado una casa perfectamente limpia y provista de un hermoso mobiliario. ¿Tenía derecho a quedarse con él? No, se lo devolvería todo. Era su dote y no podía disponer de ella.

La cháchara de unos niños le intrigó. Desde la terraza, Paneb vio a una docena de chiquillos que estaban ante su puerta con unas frágiles cajitas de cañas recién cortadas con ataduras de médula de papiro. En su interior había grandes nueces de palmera.

El joven bajó a abrirles.

—¿Qué queréis?

—Te traemos un regalo para festejar tu boda —dijo una despierta chiquilla levantando una cascada de risas.

—¿Mi boda? Pero…

—Uabet es muy amable, y toda la aldea sabe que vivís bajo el mismo techo.

—¡Os equivocáis! Esta mañana se ha marchado y…

Entonces apareció Uabet la Pura con un cesto lleno de provisiones sobre su cabeza. Estaba radiante, y se movía con agilidad pese a aquel fardo.

—¿Te has despertado ya, querido marido? He ido a buscar legumbres y fruta fresca. ¿No es conmovedora la delicadeza de estos niños?

Paneb, abatido, pensó en el yeso y en las últimas fachadas que le quedaban por restaurar.

Abry, el administrador principal de la orilla oeste, había tomado la barcaza reservada a los altos funcionarios para dirigirse a Tebas. En el embarcadero, un carro oficial estaba permanentemente a su disposición, y le llevó hasta la suntuosa villa donde acababan de instalarse el comandante Méhy y su esposa Serketa.

Abry se presentó ante el portero, que ordenó a un sirviente que fuera a avisar a su dueño. Mientras tanto, el mayordomo invitaba al visitante a lavarse los pies y las manos con agua perfumada antes de entrar en una sala de recepción cuyo techo, adornado con cenefas vegetales rojas y azules, estaba sostenido por dos columnas de pórfido.

Abry había tenido tiempo de contemplar el estanque de los lotos, el jardín con palmeras, sicómoros, higueras, algarrobos y acacias, la pérgola y su alberca, así como el gran patio rodeado de silos y establos en cuyo centro se abría un pozo. La vasta y lujosa morada no debía de tener menos de veinte habitaciones, sin contar el alojamiento de los criados.

El éxito de Méhy era fulgurante aunque aún le quedaban muchas cosas por conseguir. Abry sintió miedo ante tanta riqueza; comprendió que el hombre que le había elegido como aliado era un personaje temible cuyo poder no dejaba de aumentar.

—El tesorero principal os recibirá en la sala de masajes —anunció el mayordomo.

Abry respiró tranquilo. Por lo menos, Méhy no le despediría. Esta vez no debía decepcionarle, sino que tenía que darle pruebas de una franca y plena colaboración.

Conducido por el mayordomo, el administrador atravesó una espléndida sala de cuatro columnas, cuya decoración se consagraba a la pesca y la caza en las marismas. Luego entraron en la sala de las unciones, que estaba rodeada por una banqueta de ladrillos cubierta de esteras multicolores de primera calidad. En unos anaqueles había una impresionante cantidad de redomas y frascos para ungüentos, de marfil, cristal y alabastro, con forma de loto, de papiro, de granada, de racimos de uva o de nadadoras desnudas que sostenían un pato cuyo cuerpo servía de recipiente.

Méhy estaba tendido boca abajo. Un masajista le manoseaba la espalda mientras un manicuro le limpiaba las uñas con un cepillo de «cabellos de datilera», unos filamentos que había en la base de las hojas.

—Sentaos, querido Abry, y perdonadme que os reciba de esta guisa, realmente tengo una agenda muy apretada y no deseaba posponer esta entrevista. ¿Tenéis buenas noticias?

—Excelentes… pero confidenciales.

—Mi manicuro ha terminado ya; por lo que al masajista se refiere, es sordomudo.

El manicuro desapareció y el masajista prosiguió su trabajo.

—Hacía mucho tiempo que no teníamos la ocasión de hacer balance —observó Méhy—. Ambos estábamos ocupados en nuestras respectivas carreras, tan distintas y convergentes a la vez.

—Eso mismo pienso yo… Y os felicito por el modo como administráis las finanzas de nuestra querida ciudad. Vuestro suegro se sentiría orgulloso de vos.

—Un cumplido que me llega al corazón, Abry; a menudo pienso en ese ser querido y en su prematuro fin.

—Cada vez tenéis responsabilidades mayores… Tal vez os inciten a descuidar, olvidar incluso, los designios de los que habíamos hablado.

—De ningún modo —respondió Méhy con voz cortante.

—Así pues, ¿aún deseáis destruir el Lugar de Verdad?

—Mis intenciones no han cambiado y nuestro pacto tampoco. Pero no estoy seguro de que lo hayas respetado.

El repentino tuteo sobresaltó a Abry.

—He hecho cuanto he podido, creedme, pero mis esfuerzos no han tenido todo el éxito que yo hubiera querido. Los secretos de esa cofradía están mucho mejor guardados de lo que suponía. Y un paso en falso habría enfurecido al visir o al mismísimo faraón.

—Si hay en Tebas una opinión que cuenta, es la mía. Te prometí que conservarías tu cargo y he cumplido mi palabra. Sin embargo, estás tardando demasiado en hacer tu trabajo, por lo que podría cambiar de opinión y hacer saber a las más altas autoridades del Estado que el administrador principal de la orilla oeste es un incompetente.

Pálido, Abry masculló:

—Sabéis muy bien que eso no es cierto… Hago correctamente mi trabajo, nadie se queja y…

—Necesito aliados competentes. ¿No has dicho que tenías buenas noticias?

Abry estaba desconcertado, por lo que había olvidado que por fin disponía de argumentos convincentes.

—Se trata del jefe Sobek… He estudiado a fondo su expediente.

—¿Has descubierto algo interesante?

—Por desgracia, no… Reconozco que me desanimé, pues el policía me parecía incorruptible. Entonces tomé una decisión: me dirigí a la aldea con el pretexto de inspeccionar las instalaciones de los auxiliares. En realidad, mi único objetivo era conocer mejor al tal Sobek.

—¡Excelente, mi querido Abry! ¿Y bien?

—Es un policía muy concienzudo que lleva a cabo su tarea con extremado rigor.

—Eso ya lo sabíamos. ¿Qué hay de nuevo?

—Sobek asegura estar satisfecho con su suerte, aunque sólo aparentemente. En realidad, comienza a cansarse de un penoso trabajo que requiere todo su tiempo y que le impide fundar una familia.

Méhy se incorporó y, con un rápido gesto, despidió a su masajista.

—Vuestro descubrimiento podría ser interesante, mi querido Abry —estimó el comandante mirándose en un espejo de cobre cuyo mango era una muchacha desnuda—. ¿Has llegado más lejos?

—Mucho más lejos. Le he ofrecido un puesto más gratificante en la dirección de la policía fluvial de Tebas, con la seguridad de que no os costaría mucho obtenérselo.

—En efecto… Pero ¿le has hecho comprender que esa generosidad tenía un precio?

—Claro está.

—¿Y cuál ha sido su reacción?

—Creo que está dispuesto a ayudarnos.

—Realmente es una excelente noticia, Abry.

Méhy dejó el espejo y se peinó los negros cabellos, de los que estaba muy orgulloso. Por su parte, Abry comenzó a relajarse al ver que su protector estaba satisfecho con sus noticias.

—Voy a preparar, poco a poco, este nombramiento —anunció Méhy—; cuando esté todo listo, interrogarás a Sobek, que nos revelará todo lo que sepa del Lugar de Verdad y de las medidas de seguridad que se toman para protegerlo. Pero no olvides que te había confiado una segunda misión.

—¡No lo olvido, podéis confiar en mí! Pero hace mucho tiempo que ningún artesano ha salido de la aldea para permanecer largo tiempo en el exterior.

Méhy se enfureció.

—Es muy difícil de creer… Más bien pienso que no has dispuesto sistema de vigilancia alguno y que los artesanos circulan con toda libertad.

—Reconozco que los hombres que contraté no han velado lo suficiente, pero es que se trata de un trabajo muy delicado…

—Se ha agotado mi paciencia, Abry. Ahora exijo resultados.