Paneb el Ardiente estaba viviendo una devoradora pasión con Turquesa, que le iniciaba en los más sutiles y más salvajes juegos del amor. Al finalizar su jornada de trabajo, cuando el sol descendía hacia la montaña de Occidente, el joven coloso se dirigía a casa de su amante para saborear allí la embriaguez de un placer inagotable.
Pasaban los meses, Paneb seguía devolviendo el esplendor a las fachadas de las casas de la aldea, pero ya sólo dibujaba unos pálidos bocetos en fragmentos de calcáreo y había abandonado por completo su propia casa. Pasaba todas las noches en casa de Turquesa, y veía muy pocas veces a su amigo Nefer, que trabajaba en el taller de los planos bajo la dirección del maestro de obras Neb el Cumplido.
Como la del cielo o la del Nilo, la belleza de Turquesa variaba con las estaciones. Floreciente en estío, tierna en otoño, hosca en invierno, incitante en primavera, le revelaba a Paneb los infinitos caminos del deseo.
Muy pronto, todas las casas de la aldea lucirían una blancura resplandeciente. El yesero habría terminado la misión que le había confiado el jefe de equipo y exigiría ser admitido, por fin, en el equipo de dibujantes. Aquel día pensaba festejar su éxito haciéndole el amor a Turquesa con el ardor de un carnero, pero, al entrar en la casa, la encontró vestida con una larga túnica roja y adornada con collares y brazaletes de malaquita. Una peluca de ceremonia hacía parecer casi severo su bello rostro.
—Participo en un ritual con la sacerdotisa de Hator y debo ir al templo —explicó.
—¿Me dejas solo?
—Espero que superes esta prueba —dijo ella sonriendo.
—Generalmente sólo estás ocupada en el templo por la mañana temprano y al caer la tarde…
—Descansa, Paneb; mañana por la noche serás más ardiente aún.
Turquesa salió de su casa con tan graciosos andares que el muchacho sintió deseos de abalanzarse sobre ella y cubrirla de besos. Pero su aspecto de sacerdotisa le disuadió de hacerlo.
—¡Turquesa! ¿Quieres casarte conmigo?
—Te lo repito: nunca me casaré.
Se había marchado y Paneb estaba solo, sintiéndose estúpido e inútil. Con pesados pasos se dirigió hacia su casa.
A pocos metros del umbral, percibió un delicioso aroma, como si se hubieran esparcido en el aire hechiceros olores.
La puerta estaba abierta, una voz femenina tarareaba una dulce canción.
Paneb entró y vio a la delgada y frágil Uabet la Pura salpicando el suelo con agua nitrada tras haber fumigado las habitaciones con un polvo combustible compuesto de incienso seco, juncia, alcanfor, pepitas de melón y avellanas. Todavía salía humo de un pequeño brasero.
—¿Qué estás haciendo en mi casa?
La joven se detuvo, sorprendida.
—Ah, eres tú… ¡No entres ahora, vas a ensuciarlo todo!
Presurosa, le acercó una jofaina de cobre llena de agua para que Paneb se lavara los pies y las manos.
—Ya no debes temer a los demonios nocturnos —añadió—; en cada esquina de cada habitación he puesto ajo molido y machacado con cerveza. La grasa de oropéndola con la que he untado las paredes alejará las moscas. ¿Quieres esperar un instante? No he terminado de arreglar la habitación.
Uabet la Pura tomó una escoba cuyas rígidas y largas fibras de palma estaban dobladas y unidas en haces, y corrió a terminar su trabajo.
Paneb no reconocía su casa. En las dos primeras estancias, que ayer sólo estaban amuebladas por una estera, había ahora taburetes, sillas plegables, pequeñas y robustas mesas, de cincuenta centímetros de alto, setenta de largo y cuarenta de ancho, lámparas de pie, recipientes de terracota, varios arcenes de tapa plana o abombada, cestos, capazos y bolsas. La muchacha había puesto colgadores de madera por todas partes, en los que había colgado unos serones.
Paneb descubrió una alcoba limpia y perfumada donde se habían instalado dos lechos de buena calidad, uno de 1,95 metros de largo y otro de 1,75 metros, ambos provistos de fuertes travesaños para mantener un somier de junco trenzado sobre el que se habían puesto esteras y sábanas nuevas. Uabet la Pura abrillantaba el suelo con un cepillo de cañas unidas por una anilla.
—Puedes examinar la cocina, no falta casi nada. He puesto algunas jarras de aceite y de cerveza en el primer sótano y las conservas de carne en el segundo. Tendrás que instalarme unos anaqueles en el cuarto de baño para el material de aseo, y habrá que comprar una o dos marmitas grandes. Luego, ya veremos… Si me fabricaras rápidamente un pequeño armario de madera donde poder guardar el espejo, los peines, las pelucas y las agujas para el pelo, sería la más feliz de las mujeres. Tampoco hay que olvidar los retretes… Los he desinfectado, pero los muretes de ladrillo que rodean el asiento de madera son demasiado bajos. Deberías tomar algún tiempo para levantarlos y comprobar la salida de los canales de evacuación de las aguas residuales.
Paneb el Ardiente se dejó caer sobre un robusto taburete de tres pies, como si estuviera agotado de recorrer un largo camino.
—Pero ¿qué estás haciendo aquí?
—Ya lo ves: pongo un poco de orden.
—Todos estos muebles…
—Es mi dote. Son míos y hago lo que quiero con ellos. A fin de cuentas, no podías seguir viviendo sólo con una estera que, además, se halla en lamentable estado. Y tengo la sensación de que no te alimentas adecuadamente… Sin ánimo de ofenderte, creo que has desmejorado un poco. No te lo reprocho, puesto que trabajas más que cualquier obrero y has embellecido todas las casas de la aldea. Nadie te felicitará por ello, pero los habitantes están satisfechos con tu trabajo y la mayoría te considera un yesero excepcional. Si los escucharas, ya no cambiarías de oficio.
Uabet la Pura era una curiosa mezcla de seguridad y timidez. Su voz parecía débil, sus actitudes torpes, pero no dudaba de que estaba haciendo lo correcto.
Y sus palabras hicieron comprender a Paneb que había caído en una nueva trampa. Al dominar la técnica del yeso y al desafiar a la aldea demostrándole su fuerza y su perseverancia, había descuidado, una vez más, su ideal.
—He estado haciendo limpieza —deploró Uabet la Pura—, y sólo he podido preparar una pobre cena: pan tostado, puré de habas y pescado seco. Mañana cocinaré mejor.
—¡No te pido nada! —exclamó Paneb.
—Lo sé. Lo hago porque quiero.
—Escucha, Uabet, estoy enamorado de Turquesa y…
—Toda la aldea lo sabe… Eso es cosa vuestra.
—¡Comprenderás, pues, que no soy libre!
—¿Cómo que no eres libre? Ella ha dicho siempre que no pensaba casarse, y tú te limitas a hacer el amor con ella, sin vivir bajo su mismo techo. Eres libre, pues.
—Conseguiré convencerla de que se case conmigo.
—Te equivocas.
—¡Te lo demostraré!
—Ignoras que Turquesa hizo un voto a la diosa Hator. Al consagrarle los pensamientos que animan su corazón, gozará durante toda su vida de la belleza que la diosa le concedió, a condición de que no se case nunca. Una sacerdotisa de Hator no romperá su voto.
El joven coloso se derrumbó. Uabet la Pura no manifestaba triunfalismo alguno.
—Tú amas a Turquesa y le gustas. Jugará contigo tanto tiempo como le plazca. Lo mío es distinto, yo te amo y te ofrezco todo lo que tengo. Puesto que vamos a vivir bajo el mismo techo, seremos marido y mujer sin más ceremonia. Será mejor que sepas que mi familia se opone formalmente a esta unión y que se niega, incluso, a organizar una pequeña fiesta para celebrarla.
—¡No tienes derecho a desdeñar su opinión!
—Claro que sí. Me caso con el hombre que he elegido, y ese hombre eres tú.
—Mañana mismo te seré infiel.
—El placer físico no me interesa demasiado. En cambio, me gustaría darte un hijo… Pero tú deberás tomar esa decisión.
—A fin de cuentas, no vas a imponerte…
—Piénsalo, Paneb. Te prometo ser una buena ama de casa, hacerte más agradable la vida cotidiana y no privarte de tu libertad. Puedes ganarlo todo sin perder nada. ¿Y si bebiéramos cerveza fuerte para sellar nuestra unión?
—¿No será demasiado precipitado?
—Es la mejor solución para ambos. Sea cual sea tu destino, debes vivir en una casa limpia y bien llevada. Seré tu sierva y ni siquiera advertirás que estoy aquí.
Desconcertado, Paneb el Ardiente aceptó la bebida, pero el brebaje no le aclaró las ideas. Sin embargo, comió con buen apetito y tuvo que admitir que el lecho preparado por Uabet la Pura era mucho más confortable que su vieja estera.
Se había casado con una mujer a la que no amaba y estaba enamorado de otra con la que nunca podría casarse… La cabeza le daba vueltas. Si no expulsaba inmediatamente a Uabet la Pura de aquella alcoba y de su casa, al día siguiente se presentaría como su legítima esposa, cuando él ni siquiera sabía si iba a quedarse en una cofradía que le reducía al estado de yesero.
Paneb se durmió, esperando ser víctima de una pesadilla, pero consciente de su momentánea cobardía.