Conducidos por Karo el Huraño, que acompasaba la marcha con un largo bastón nudoso, los artesanos del equipo de la derecha se dirigían hacia el local que les estaba reservado, al pie de la colina del norte, en el límite de la necrópolis.
Nefer el Silencioso descubrió una especie de templete al que se accedía por un porche. El jefe de equipo Neb el Cumplido, que se encargaba de las funciones de guardián del umbral, solicitó a cada artesano que se identificara.
Después de aquel rito, cada miembro del equipo de la derecha penetró en un pequeño patio al aire libre y se arrodilló ante un estanque de purificación de forma rectangular. El pintor Ched el Salvador tomó agua con una copa y la vertió sobre las palmas de las manos de sus colegas.
Ched fue purificado a su vez; luego, los artesanos entraron en la sala de reunión cuyo techo, sostenido por dos columnas, estaba pintado de ocre amarillento. A lo largo de los muros había unos sitiales empotrados en bancos de piedra. Tres altas ventanas difundían una suave luz durante el día; como caía la noche, se habían encendido unas antorchas.
Unos muretes separaban la sala de reunión de un santuario elevado, en el que sólo podía entrar el jefe de equipo. Estaba compuesto por un naos que albergaba una estatuilla de la diosa Maat y dos pequeñas estancias laterales, donde se conservaban vasijas de ungüento, altares portátiles y demás objetos rituales.
Neb el Cumplido se aposentó a oriente, en el sitial de madera que habían ocupado, antes que él, los demás maestros de obras encargados de dirigir el equipo de la derecha.
—Rindamos homenaje a los antepasados y reguemos que nos iluminen —ordenó—. Que el sitial de piedra más cercano a mí permanezca por siempre vacío de cualquier presencia humana, para que quede reservado al ka de mi predecesor, que vive entre las estrellas y está siempre entre nosotros. Que su ejemplo preserve nuestra unidad.
Los artesanos guardaron silencio. Todos tuvieron la sensación de que las palabras de Neb el Cumplido no eran vanas y de que los vínculos que los unían eran más fuertes que la muerte.
—Dos de nosotros están en conflicto —declaró el jefe de equipo—. Debo consultaros para saber si es posible resolver aquí mismo el asunto o si debemos llevarlo ante el tribunal del Lugar de Verdad.
Con la cabeza envuelta en un lienzo humedecido con mirra, que calmaba el dolor, Nakht pidió la palabra.
—He sido agredido por el aprendiz Paneb el Ardiente. Casi me hunde el cráneo, y ahora debo descansar varios días, lo que retrasará el trabajo del equipo. Por eso debe ser severamente condenado por el tribunal.
—No hay otra solución —aprobó Karo el Huraño.
Paneb se disponía a protestar vigorosamente cuando Nefer le puso la mano en el hombro para impedir que se levantara.
—He sido testigo del enfrentamiento entre Nakht el Poderoso y Paneb —dijo Nefer tranquilamente—. Era evidente que iban a llegar a las manos y he intervenido para que la querella cesara. Mientras que Paneb me ha escuchado, Nakht le ha embestido con la cabeza. Ha intentado cogerlo a traición y Paneb no ha tenido más remedio que defenderse.
—No estarás hablando así porque Paneb es tu amigo, ¿verdad? —preguntó el jefe de equipo.
—Si Paneb hubiera actuado mal, no intentaría justificar su comportamiento. Para mí sólo queda un punto que aclarar: la causa del enfrentamiento.
—Eso es mentira —objetó Nakht—; mis heridas demuestran que yo no he sido el agresor.
—Retorcido argumento —estimó Nefer—; si me hubieras escuchado, ahora seguirías ileso. ¿Qué le exigías a Paneb?
—Sólo deseaba discutir con él, pero ha comenzado a insultarme. ¡Es una actitud indigna de un aprendiz!
—¿Tiene un cantero derecho a exigir que un aprendiz abandone el camino de la rectitud y traicione su juramento?
Nakht el Poderoso palideció.
—¡Es una pregunta sin sentido! Estabas demasiado lejos, no has podido oír nada de lo que hablábamos y, además… ¡no le he exigido nada!
—En efecto, no he oído nada, pero sólo así se explica tu comportamiento. Vivimos en el Lugar de Verdad, Maat es nuestra soberana, ¿cómo puedes seguir mintiendo?
El tono de Nefer no era agresivo en absoluto. Parecía más bien el de un padre que intentara lograr que su hijo advirtiera que estaba cometiendo un grave error.
Los argumentos de Nefer dieron vueltas a un ritmo endiablado por la cabeza de Nakht el Poderoso. Las miradas de sus colegas le parecieron más pesadas que los serones llenos de piedras que tantas veces había levantado, y las palabras de su primer juramento, tan lejanas ya, le volvieron a la memoria.
—Retiro mi queja contra Paneb —declaró agachando la cabeza—. Una pequeña querella de este tipo no puede poner en cuestión nuestra fraternidad… A veces nos exaltamos un poco, pero eso no es malo. Nos hemos zurrado un poco porque queríamos medir nuestras fuerzas. Mejor sería enfrentarse en una competición de lucha…
—A tu disposición —dijo Paneb.
—El asunto queda zanjado —decidió el jefe de equipo—. ¿Hay otros temas para abordar?
—No estoy satisfecho con la calidad de los últimos ungüentos que me han entregado —se quejó Karo el Huraño—. Tengo la piel frágil y me provocan rojeces.
—Se lo comunicaré al escriba de la Tumba —prometió Neb el Cumplido—, y se vigilará mejor la calidad de los ungüentos.
—Pronto nos faltarán pinceles finos —se lamentó el pintor Ched—. Hace meses que me quejo de ello, pero nadie me hace caso.
—Yo me encargaré. ¿Eso es todo?
Nadie pidió la palabra.
—Tenemos un programa de trabajo muy apretado —anunció Neb el Cumplido—. Mientras el equipo de la izquierda termina la inmensa morada de eternidad de los «hijos reales» de Ramsés el Grande en el Valle de los Reyes, hemos recibido la orden de restaurar varias tumbas del Valle de las Reinas. Si hay que hacer horas extras, recibiréis sandalias de primera calidad y hermosas piezas de tela como compensación.
—También debemos preparar una fiesta —se lamentó Karo—. ¿Cuándo tendremos tiempo para dormir? Se acerca el verano y el trabajo será cada vez más penoso. ¡Qué no nos falte agua fresca, sobre todo!
—Y no olvides la cerveza —añadió Nakht el Poderoso—. Sin ella no tendremos fuerzas para trabajar.
—Como dibujante, y dada la magnitud del proyecto —añadió Gau el Preciso—, solicito que el laboratorio central vele especialmente por la calidad de los colores que nos entregan. Debemos respetar los contornos y los tintes originales.
Sus dos colegas, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan, expusieron las mismas quejas.
Como ya no había nadie más que quisiera hablar, el jefe de equipo se levantó, hizo que apagaran las antorchas y dirigió una postrera invocación a los ancestros.
Aunque el local estaba sumido en la oscuridad, Paneb advirtió un extraño resplandor que procedía del naos. Habría jurado que había una lámpara encendida en el interior del pequeño santuario y que su luz atravesaba la puerta de madera dorada.
Creyéndose víctima de una alucinación, el joven se fijó en el increíble fenómeno, pero no pudo demorarse, pues tuvo que seguir a los artesanos que abandonaban la sala de reunión.
—¿Has visto ese extraño resplandor? —le preguntó al pintor Ched.
—Sal en silencio.
La temperatura era suave, la aldea dormía. En cuanto estuvieron al aire libre, Paneb volvió a hacer la pregunta.
—Bueno, ¿lo has visto?
—Era sólo el fulgor de las antorchas agonizantes.
—¡La luz procedía del naos!
—Te equivocas, Paneb.
—Estoy seguro de que no.
—Ve a dormir, eso evitará que te engañen los espejismos.
Paneb interrogó a Pai el Pedazo de Pan, que tampoco había advertido nada anormal. Luego buscó a Nefer, pero no consiguió encontrarle. Su amigo, que había logrado que le absolvieran y le había ahorrado, así, cualquier sanción, debía de estar ya en su casa.
¡No, imposible! Sin duda, Nefer habría querido hablarle.
El equipo se había dispersado. Paneb estaba solo ante la puerta cerrada del local de la cofradía.
¿Qué le había ocurrido a Nefer?