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Mosis, el tesorero principal de Tebas, se hizo untar el cráneo con una loción de aceite de moringa para detener su calvicie. Una desagradable observación de su última amante le había hecho comprender que envejecía y que estaba perdiendo poder de seducción. Mosis se había enfadado mucho y se había sentido mal. En seguida llamó a su médico, que le aconsejó que descansara y que cuidara su corazón.

¿Cómo podía escuchar esos consejos cuando le abrumaba el peso de las responsabilidades? Tebas sólo era la tercera ciudad del país, pero rebosaba riquezas, y el visir exigía una administración clara y eficaz. A veces, Mosis tenía ganas de retirarse al campo en compañía de su hija, Serketa, y disfrutar allí de los placeres de la jardinería que ya no tenía tiempo de practicar.

¡Y ahora Serketa acababa de anunciarle el nacimiento de un hijo! ¡Qué maravillosa noticia y qué buena pareja formaba con Méhy! Mosis tendría una vejez feliz, rodeado de varios nietos a los que enseñaría contabilidad y administración, esperando que fueran tan capaces como su padre, para el que las cifras no tenían ya secreto alguno. La agilidad mental de Méhy estaba tan desarrollada que preocupaba a Mosis; ¿no corría el riesgo de hacerle indiferente a lo que no se refiriera a su carrera?

Pensándolo bien, Mosis debía desconfiar del nuevo comandante en jefe de las fuerzas tebanas. Aunque a veces jugara a ser modesto, especialmente con el alcalde, era puro cálculo. Había muchos hombres de esta clase; pero Méhy añadía la crueldad a la ambición, e ignoraba la piedad. Aunque llevara una gran máscara, Mosis sabría descubrirle, y temía encontrarse con un arribista que se habría casado con la dulce y frágil Serketa sólo para apoderarse de su fortuna. A él le tocaba cuidar de ella y convencerla de que, sobre todo, no debía modificar el contrato de separación de bienes y de que debía pensar en la protección de sus hijos.

Su última entrevista con el alcalde de Tebas, un viejo amigo, había turbado a Mosis. El edil le había parecido distante, casi suspicaz, y sólo había hablado de sus proyectos inmediatos con ambigüedad, como si se dirigiera a un extraño. Mosis sospechaba que su yerno había intervenido de un modo sutil para desacreditarle y presentarse como su inevitable sucesor; si era así, Méhy se estaba convirtiendo en un temible competidor y en un manipulador de la peor condición, a quien debía impedirle que causara daños.

El intendente de Mosis anunció a su patrón que había llegado la pareja a quien había invitado a comer.

Serketa parecía pimpante, y Méhy, muy seguro de sí mismo.

—¿Cómo estás, querida hija?

—¡Mi salud es excelente! ¿Y la tuya, adorado padre?

—No tengo tiempo para ocuparme de ella; el visir exige la situación contable de la provincia de Tebas para la semana que viene y, como cada año, me faltan informes.

—Si puedo ayudaros… —ofreció Méhy.

—No será necesario, mis técnicos harán horas extras.

Por primera vez, Méhy sintió cierta desconfianza, hostilidad incluso, en la actitud de su suegro. ¿Era Mosis más lúcido de lo que había supuesto?

—Por fin un momento de tranquilidad —apreció Serketa—. Esta noche cenamos con el superior de los rebaños de Amón, un personaje aburridísimo que sólo habla de vacas y bueyes. ¿No podrías hacer algo para que le sustituyeran por alguien menos tedioso?

Acechando la reacción de su yerno, Mosis no había escuchado a su hija. Serketa inmediatamente tuvo la certeza de que su padre era víctima de una de aquellas horrendas ausencias descubiertas por Méhy.

—¿Me oyes, padre?

—Sí… Quiero decir, no. Perdona, ¿qué decías?

—No tiene importancia.

—Todos alaban la eficacia de vuestros equipos —dijo Méhy, condescendiente—. Sin embargo, si algún día me necesitáis, contad conmigo.

—Voy a ver lo que ha preparado tu cocinero —anunció Serketa, turbada.

—¡Excelente idea! Méhy y yo te esperaremos tomando un vaso de vino bajo la parra.

El lugar era encantador y de buena gana se hubiera sumido en una perezosa meditación, pero el comandante ya no podía permitirse perder tiempo.

—Querido suegro, tengo que comunicaros una información confidencial.

—¿Me concierne a mí… directamente?

—Concierne muy directamente a vuestro cargo. Sin duda sabéis que varios comerciantes sirios se instalaron en Tebas, a principios de año.

—En efecto, se les concedió la autorización. Nadie se ha quejado de su comportamiento y pagan sus impuestos religiosamente, que son debidamente contabilizados en la recaudación de la provincia.

—Sí, pero sólo en apariencia… La realidad es muy distinta.

—¿Qué has descubierto?

—Durante una misión de vigilancia, un almacén cerrado intrigó a uno de mis hombres, quien hizo una discreta investigación. Entonces descubrió que los sirios han organizado un tráfico de grano con algunos campesinos de la orilla oeste.

—¿Tienes pruebas de ello?

—La más evidente de todas: su contabilidad oculta, que guardan en el almacén.

—¿Te apoderaste de ella?

—Deseaba reservaros este privilegio.

La comida había sido corta. Serketa había regresado a su casa para organizar el banquete de la noche, Méhy y Mosis se habían dirigido al barrio de los almacenes. Mosis estaba cada vez más nervioso ante la idea de terminar con un tráfico de aquella importancia.

El comandante pareció dudar.

—¿No reconoces el lugar?

—Sí, es el edificio que está enfrente de la calleja, pero no me fío. Estos sirios podrían ser peligrosos.

—¿Acaso están dentro?

—Voy a comprobarlo.

—¡Es muy peligroso, Méhy! ¿Olvidas que eres el marido de mi hija y el padre de mi futuro nieto? Ve a buscar soldados.

—De acuerdo, pero no os mováis de aquí.

Mosis miraba el almacén que su yerno le había designado. El control de los granos era, sin embargo, uno de los más rigurosos, y el tesorero principal de Tebas no comprendía cómo los sirios habían conseguido burlarlo. El examen de la contabilidad oculta demostraría, sin duda, la existencia de complicidades, y las sanciones serían severas.

El lugar estaba desierto, el almacén parecía abandonado. Un perfecto escondrijo para unos documentos comprometedores.

La curiosidad y la impaciencia se apoderaron de Mosis. Como Méhy tardaba en regresar, decidió explorar el paraje.

Nadie. Con el corazón palpitante, empujó la puerta del almacén que ni siquiera estaba cerrada. Un rayo de luz que entraba por una alta ventana iluminaba un cofre lleno de papiros. Cuando estaba desenrollando el primero, Mosis tuvo un sobresalto.

Una muchacha muy joven avanzaba hacia él.

—¿Quién eres tú?

Ella agitó sus cabellos, desgarró sus ropas y se arañó el busto y los brazos con las uñas.

—Pero… ¡Estás loca!

—¡Socorro —aulló—, me violan!

Mosis la agarró por los hombros.

—¡Cállate, mentirosa!

Los gritos de auxilio de la joven se hicieron más fuertes.

La puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados empuñando la espada.

—¡Suelta a la niña, miserable!

Aterrorizado, Mosis se volvió hacia los hombres armados.

—Os equivocáis… Yo… Ella…

Un violento dolor en el pecho le impidió a Mosis proseguir. Se llevó las manos al corazón, abrió la boca de par en par para aspirar el aire que le faltaba y, luego, cayó al suelo.

La joven se vistió a toda prisa y huyó por una abertura que estaba oculta en la pared del fondo.

Entonces entró Méhy.

—¿Qué ocurre aquí?

—El tesorero principal ha intentado violar a una niña, comandante. Ella se ha marchado y él… Creo que ha muerto.

Méhy se inclinó sobre el cadáver. Como esperaba, el corazón de su suegro había cedido.

—El infeliz nos ha abandonado… ¿Habéis presenciado la escena?

—Por los aullidos de la chiquilla, era imposible equivocarse. Como nos ordenasteis intervenir si se producía un incidente…

—Habéis hecho bien, pero debéis olvidar esta tragedia. Quiero que mi suegro tenga unos buenos funerales y que su reputación no quede manchada. No habrá informe alguno, no habéis visto ni oído nada. A cambio de vuestra obediencia, recibiréis telas y vino.

Los dos soldados inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.

La pequeña siria a la que Méhy había pagado para representar aquella comedia regresaría aquel mismo día a su país con un buen peculio. Gracias a la muerte de Mosis, el comandante se convertía en uno de los hombres más ricos de Tebas.