43

Las artimañas de Méhy daban los resultados previstos. No necesitó más de tres meses para obtener el grado de comandante en jefe de las tropas tebanas, cuya reorganización administrativa y militar le había sido confiada. Poco a poco lograba apartar a los demás oficiales superiores utilizando su arma favorita, la delación, a la que añadía una retahíla de promesas que encandilaban a los soldados: aumento de sueldo, posibilidad de jubilación anticipada, mejora de la cotidianeidad, modernización de los cuarteles… Cuando no se cumplían, Méhy acusaba a la jerarquía de negligencia e hipocresía, y compadecía a los infelices que habían sido engañados, afirmando que no dejaba de tomar su defensa ante las autoridades competentes. En realidad, ante éstas, trataba a los soldados de chusma y los acusaba de estar gozando de unas condiciones de vida excesivamente favorables.

El nombramiento del nuevo comandante en jefe había sido bien recibido, tanto en la cima como en la base, y Méhy alimentaba su excelente reputación invitando a cenar cada noche a un notable de Tebas, cuyo expediente había estudiado cuidadosamente para poder halagarle con la máxima eficacia. Cada uno de sus huéspedes se marchaba con la seguridad de que era un ser excepcional, y el comandante, un hombre abnegado y digno de elogios.

Además, Serketa desempeñaba a la perfección su papel de una encantadora ama de casa, lo bastante superficial como para no aburrir, y capaz de jugar a ser una niña para suavizar a unos altos funcionarios coriáceos pero engolosinados por sus arrumacos. Ante las sirvientas, sin embargo, Serketa se mostraba como una patrona agresiva y sin corazón.

Méhy y Serketa se habían convertido en la pareja de moda, y quienes sobresalían en Tebas aguardaban con impaciencia ser invitados a su mesa. Sin embargo, el comandante tenía mucho cuidado en no hacer sombra alguna al alcalde de Tebas, que aún era lo bastante poderoso y artero como para acabar con él. Cuando se encontraban, Méhy jugaba a hacerse el modesto y sólo demostraba unas ambiciones razonables y limitadas. Por lo demás, no tenía intención alguna de quitarle el puesto al edil, que estaba demasiado empantanado en las querellas de clanes. Era mejor manipularle dejando que se exhibiera en el proscenio. Un poder duradero sólo se conquistaba con una vasta zona de sombra, atribuyendo la responsabilidad de los fracasos a los imbéciles que creían detentarlo. Como de costumbre, el banquete había sido un éxito. El escriba principal de los graneros y su esposa, una rica tebana fea y pretenciosa, se habían atiborrado de carne y de golosinas. Se habían hartado también de beber vino blanco de los oasis, que se les había subido a la cabeza y había hecho que hablaran más de la cuenta. Méhy había obtenido así algunas informaciones confidenciales sobre la gestión de la existencia de granos que sabría utilizar cuando llegara la ocasión.

—¡Por fin se han marchado! —le dijo el comandante a su esposa, estrechándola brutalmente contra sí—. Éstos han sido los más penosos de toda la semana, pero los tenemos en el bote.

—Querido, tengo que darte una gran noticia.

—¿Esperas un hijo mío?

—Lo has adivinado.

—Un hijo… ¡Voy a tener un hijo! ¿Te has hecho las pruebas de orina?

—Todavía no. ¿Te decepcionaría si se tratara de una niña?

—Pues sí… ¡Pero estoy seguro de que me darás un hijo!

De pronto, el entusiasmo de Méhy se esfumó y su rostro se ensombreció.

—Me hubiera gustado tanto que tu padre compartiera nuestra alegría… Cada vez está peor. He tenido que modificar sus últimos informes, estaban llenos de aberraciones. ¿Le ha prescrito algún tratamiento su médico?

—Por recomendación mía, no se atreve a hablar con mi padre de su enfermedad que, por otra parte, es incapaz de combatir. Se limita a cuidarle el corazón, pues considera que está muy débil. Tiene prohibidas las emociones fuertes.

—Tengo miedo, Serketa. Tengo miedo de que cometa alguna locura que arruine nuestros esfuerzos, tanto más cuanto vamos a tener un heredero. Debemos pensar en su porvenir, amor mío.

—Tranquilízate, he hablado con un jurista y le he expuesto nuestro problema, instándole a mantenerlo en secreto, claro está.

—¿Qué le parece?

—Ya hemos tomado cierto número de disposiciones legales para impedir que mi padre dilapide mi fortuna en el caso de que pierda por completo la cabeza, pero eso no es suficiente. Sólo un caso de locura declarada me permitiría ser la única administradora de nuestros bienes.

—¿Mantendrías nuestro contrato de separación de bienes?

—Mientras no tuviéramos herederos, ésa era la mejor solución. Pero ahora es distinto… Formamos una pareja excelente, espero un hijo tuyo y eres un buen administrador. En cuanto mi padre desaparezca o sea considerado irresponsable, anularé ese contrato y lo compartiremos todo.

Méhy besó ávidamente a Serketa.

—¡Eres maravillosa! Tendremos muchos hijos juntos…

Serketa había analizado la situación durante largo tiempo. Su padre envejecía, utilizaba métodos caducos y carecía del dinamismo necesario para enriquecerse más. Méhy era el nuevo dueño del juego. Trapacero, mentiroso, cruel y hábil, no dejaba de progresar y de ganar terreno. ¿Qué importaba tener hijos con él o con cualquier otro?

Serketa no los educaría, y Méhy tendría ante las narices la prueba de su potencia viril, a la que daba una extrema importancia.

En caso de divorcio, Serketa conservaría, por lo menos, un tercio de la fortuna y sabría demandar judicialmente a su ex marido para recuperar el resto. La anulación del contrato de separación de bienes le convencería de la ciega confianza que su mujer tenía en él, y bajaría la guardia. Ver cómo Méhy crecía y crecía, recoger los frutos de sus chanchullos y, luego, devorarlo como haría una mantis religiosa… Serketa no se aburriría en absoluto con la perspectiva de tan excitante porvenir.

—Cada día ruego a los dioses para que tu padre se cure —confesó el comandante—. No podría soportar que le ocurriera una desgracia.

—Lo sé, amor mío, lo sé. Sin embargo, yo estaré a tu lado y juntos afrontaremos los acontecimientos tal y como vengan.

El comandante Méhy había invitado a sus más cercanos subordinados y a algunos notables a una cacería en la inundada espesura de papiros, al norte de Tebas. Abry, el administrador principal de la orilla oeste, estaba muerto de miedo. Sabía que el lugar podía resultar peligroso y que sus posibilidades de sobrevivir serían escasas. Un hipopótamo furioso podía volcar fácilmente una barca, los cocodrilos se lanzaban contra su presa con temible rapidez, y no faltaban las serpientes de agua.

El alto funcionario se había situado junto a Méhy, que había aplastado ya el cráneo de un ánade con una lanza. Matar aves le procuraba un intenso placer y presumía de una habilidad difícil de igualar.

—Podríamos hablar en otra parte —advirtió Abry.

—Desconfío de vuestros colaboradores y de vuestra esposa —repuso Méhy—. Desde que Nefer fue absuelto, el Lugar de Verdad ha recuperado todo su esplendor. Atacarlo parece peligroso.

—¡Eso mismo pienso yo! Por eso os propongo que renunciemos y nos limitemos a nuestras actividades oficiales.

—Ni hablar, amigo.

—Pero ¿por qué empecinarse?

—Admirad este lugar, Abry. La naturaleza se expresa aquí con todo su salvajismo, con una sola ley: matar o morir. Sólo el más fuerte sobrevive.

—La práctica de Maat consiste, precisamente, en luchar contra esta ley.

—¡Maat no es eterna! —exclamó Méhy arrojando una lanza contra un martín pescador.

Falló por unos pocos centímetros.

—Me he alterado y he perdido precisión —deploró—. En la caza, la sangre fría es la mejor arma. ¿Queréis probar?

—No, soy incapaz de hacerlo.

—Debemos seguir adelante, Abry. Vos me ayudaréis. Este pequeño fracaso judicial no me ha hecho cambiar de opinión. Tengo buenas razones para creer en nuestro éxito.

—¡El Lugar de Verdad es más inexpugnable que una fortaleza de Nubia!

—Ninguna fortaleza es inexpugnable, basta con poner en práctica la estrategia adecuada. Hoy, la cofradía se cree al abrigo de cualquier ataque y prosigue sus trabajos con la más absoluta tranquilidad. Ése es su punto débil.

Una jineta saltó de una umbrela de papiro a otra, para escapar de los cazadores, mientras unos patos daban la alarma lanzando asustados gritos.

—Paciencia, una sistemática batida y ninguno de ellos escapará.

—¿Ésa será vuestra estrategia contra el Lugar de Verdad?

—En parte, sí. Añadiré algunos ingredientes más. ¿Qué habéis sabido de nuevo?

—Nada, desde la entrada de Nefer el Silencioso y Paneb el Ardiente en la cofradía.

—Paneb, «el maestro»… ¡Hermoso destino le han fijado sus colegas!

—No creo que el nombre sea realmente importante.

—No conocéis a los artesanos, Abry. Yo estoy seguro de que no dejan nada al azar y de que debemos tener en cuenta el menor indicio. ¿Habéis puesto en marcha un sistema de vigilancia que os avise en cuanto un miembro de la cofradía salga de la aldea para ir de viaje?

—Lo he hecho, pero de momento no ha dado resultado alguno.

—Avisadme inmediatamente cuando eso ocurra.

—Se hace tarde… ¿No deberíamos regresar a la ciudad?

—No he matado suficientes aves todavía.