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Despierta —le dijo Obed el herrero a Ardiente.

—¿Qué ocurre?

—Tu amigo Nefer ha sido liberado y dos artesanos vienen a buscarte.

Ardiente, que había dormido dos horas tras una jornada de intenso trabajo en la forja, se levantó de un brinco.

—¿Lo has pensado bien? —preguntó Obed.

—¡Ha llegado el momento de mi iniciación!

El herrero no insistió. Sin embargo, estaba convencido de que el joven coloso corría hacia su perdición.

—¿Adonde vamos? —preguntó Ardiente.

Los dos artesanos mostraban un rostro hostil.

—La primera de las virtudes es el silencio —respondió uno de ellos—. Síguenos, si lo deseas.

La noche había caído, ninguna luz brillaba en la aldea ni en los alrededores. Con paso seguro, como si conocieran el terreno a la perfección, los dos artesanos condujeron a Ardiente hasta el umbral de una capilla de la necrópolis excavada en la colina que se levantaba en el flanco oeste de la aldea.

El postulante pareció querer echarse atrás. ¡No buscaba la muerte, sino una nueva vida! Aunque sintió deseos de hacer un montón de preguntas, consiguió dominarse.

Los dos artesanos se apartaron y desaparecieron en las tinieblas, dejando a Ardiente solo ante la puerta de madera dorada, que estaba enmarcada por unas jambas de calcáreo y coronada por una pequeña pirámide.

¿Cuánto tiempo tendría que esperar aún? Si la cofradía creía que le haría perder la paciencia, se equivocaba. Ahora que se hallaba ante la primera puerta, Ardiente ya no soltaría la presa.

Estaba dispuesto a combatir con cualquier adversario, pero el que apareció de entre las tinieblas le puso la piel de gallina: ¡tenía, en un cuerpo de hombre, una cabeza de chacal con un largo hocico y las orejas puntiagudas! En la mano izquierda, el monstruo llevaba un cetro cuya extremidad superior era el rostro de un cánido dispuesto a morder.

El hombre con cabeza de chacal se detuvo a menos de un metro de Ardiente y le tendió la mano derecha.

No iba a ser un monstruo, por muy terrorífico que fuera, el que se atravesara en su camino; de modo que Ardiente no vaciló, aun recordando los cuentos que afirmaban que el chacal nocturno sólo se aparecía a los muertos.

—Anubis te conducirá ante el secreto —dijo la extraña criatura—. Pero si tienes miedo, no sigas adelante.

—Seas quien seas, cumple tu misión.

—Esta puerta sólo se abrirá si pronuncias las palabras de poder.

El hombre con cabeza de chacal soltó la mano de Ardiente, que se preguntó qué conducta debía adoptar. ¡No conocía aquellas palabras! ¿Tenía que derribar la puerta a puñetazos para saber qué había al otro lado?

Antes de que tomara una decisión radical, Anubis reapareció llevando una pata de bovino hecha de alabastro.

—Preséntala en la puerta —ordenó a Ardiente—. Sólo ella posee la palabra de poder, la de la ofrenda.

El joven coloso levantó la escultura.

Lentamente, la puerta se abrió. Apareció un hombre con cabeza de halcón, vestido con un corpiño de oro y con una estatuilla de madera roja que representaba un personaje decapitado, cuyos pies apuntaban al cielo.

—Procura no caminar cabeza abajo, Ardiente, de lo contrario, la perderías. Sólo la rectitud te evitará esa triste suerte. Ahora, cruza el umbral.

Ardiente penetró en una pequeña capilla decorada con escenas que mostraban a algunos miembros de la cofradía presentando ofrendas a las divinidades. Del centro de la estancia salía una escalera que se perdía en las entrañas de la colina.

—Ve hasta el centro de la Tierra —ordenó el hombre con cabeza de halcón—, abre la gran jarra que allí se encuentra y bebe su agua pura para que no te consuma el fuego. Te hará descubrir la energía de la creación.

Ardiente bajó por la escalera, peldaño a peldaño, lentamente, para acostumbrarse a la oscuridad.

Desembocaba en una cripta donde se había depositado una gran jarra. Ardiente la levantó cogiéndola por las asas. El agua que contenía era fresca y con un suave sabor a anís.

El joven sintió que un nuevo vigor le animaba, como en los benditos tiempos de la inundación, cuando estaba autorizado a beber el agua de la crecida.

El hombre con cabeza de chacal y su compañero con cabeza de halcón bajaron también hasta la cripta y, con unas antorchas, iluminaron un bloque de plata y una cubeta del mismo metal que estaba llena de agua. La utilizaron para lavar los pies de Ardiente. Después se colocaron a uno y otro lado del postulante y derramaron el líquido purificador sobre su cabeza, sus hombros y sus manos.

—Naces a una nueva vida, y vas a recorrer el océano de las energías —le dijeron.

Al fondo de la cripta había un pasadizo que conducía a un panteón ocupado por un sarcófago en forma de pez, el mismo que había devorado el sexo de Osiris cuando las partes del cuerpo del dios asesinado habían sido arrojadas al Nilo. Los dos ritualistas levantaron la tapa e indicaron por signos a Ardiente que se tendiera en el interior del enorme pez con incrustaciones de lapislázuli.

Y entonces Ardiente vivió su primera metamorfosis, percibiendo que no era sólo un hombre sino que pertenecía a la creación entera y se vinculaba, así, a todas las fuerzas de la existencia. Gracias al pez de luz, se creyó capaz por unos instantes de remontarse hasta la fuente de la vida.

Pero el chacal y el halcón le arrancaron de su meditación para hacerle regresar a la superficie, salir de la capilla y entrar en otra, mucho más vasta, donde se habían colocado en rectángulo cuatro antorchas. A sus pies había cuatro barreños de arcilla mezclada con incienso, que estaban llenos de leche de becerra blanca.

Varios artesanos estaban presentes. El jefe de equipo, Neb el Cumplido, tomó la palabra.

—El ojo de Horus nos permite ver esos misterios y estar en comunión con los bienaventurados que habitan en el cielo. Si realmente deseas convertirte en nuestro hermano, tendrás que trabajar lejos de los ojos y los oídos, y respetar nuestra regla, que es nuestro pan y nuestra cerveza; se llama «la cabeza y la pierna»[6], pues a la vez inspira nuestro pensamiento y nuestra acción y sirve de gobernalle para nuestro barco comunitario. La regla es la expresión de Maat, hija de la luz divina, principio de toda armonía y verbo creador. ¿Aún deseas solicitar tu admisión en la cofradía?

—Sí, aún lo deseo —respondió Ardiente.

—Deberás estar atento a las tareas que te sean confiadas —dijo Neb el Cumplido—, y no deberás mostrarte nunca negligente. Busca lo que es justo, sé coherente, transmite lo que hayas recibido encarnándolo en la materia sin traicionar el espíritu. Que el misterio de la obra permanezca oculto aun siendo revelado; sé discreto y preserva el secreto. Acude al templo si eres llamado, haz ofrendas a los dioses, al faraón y a los antepasados, participa en las procesiones, las fiestas y los funerales de tus hermanos, cotiza en nuestro fondo de solidaridad, sométete a las decisiones de nuestro tribunal y no toleres malevolencia alguna. No te presentes en el templo si has actuado contra Maat o si tu espíritu es impuro. No aumentes de peso ni de talla, no dañes el ojo de luz, no seas codicioso. ¿Estás dispuesto a jurar sobre la piedra que respetarás nuestra regla?

—Estoy dispuesto.

Nefer el Silencioso se adelantó para desvelar una piedra tallada en forma de cubo, de la que parecía brotar una suave luz.

—Por tu vida y la del faraón, ¿te comprometes a respetar los deberes que acabo de enunciar?

—Me comprometo a ello —afirmó Ardiente.

—Hoy te conviertes en servidor del Lugar de Verdad, nativo de la Tumba, y recibes tu nuevo nombre: Paneb —declaró el jefe de equipo—. Que sea tan imperecedero como las estrellas del cielo, que no se olvide en toda la eternidad y que preserve tu poder día y noche. Que las divinidades te concedan la fuerza de la propia verdad.

Nefer inscribió el nuevo nombre de Ardiente en su hombro derecho con un fino pincel mojado en tinta roja. En la mano izquierda llevaba un bastón con cabeza de carnero, encarnación del dios Amón.

—Tú, que te conviertes en artesano —continuó el jefe de equipo—, deberás saber responder siempre a la llamada, trabajar para tener acceso a las fórmulas de Thot, resolver sus dificultades y dominar su secreto. Sólo así podrás acceder al paraje de luz.

Paneb el Ardiente fue ungido con óleos perfumados y ungüentos; luego le pusieron una túnica blanca y unas sandalias del mismo color. Nefer trazó simbólicamente la imagen de Maat en su lengua para que nunca más pronunciara palabras desviadas.

El jefe de equipo volvió a cubrir la piedra y apagó las cuatro antorchas hundiéndolas en los barreños de leche. Luego, los artesanos salieron de la capilla para contemplar las estrellas.