Tras una agotadora jornada de trabajo, el capitán Méhy le había hecho brutalmente el amor a Serketa, con su habitual vigor. Ahora, ella ya no podría prescindir de él y debería permanecer en el único lugar que podía ocupar una mujer: el de sierva devota y obediente. Desde su infancia, Méhy despreciaba a las hembras, y Serketa no iba a ser la que modificara su actitud. Como las demás, buscaba un señor de indiscutible autoridad. Ella, al menos, había tenido la suerte de encontrarlo.
Desde el arresto de Nefer el Silencioso, Méhy se había puesto en contacto con decenas de personas para hacer circular un falso rumor. Estaban los malevolentes por naturaleza, que se apoderaban de él con avidez y lo propagaban a la velocidad del viento; los imbéciles, que lo repetían sin comprender, y los charlatanes, contentos al poder sobresalir haciendo circular una información que, según afirmaban, eran los únicos que la poseían.
Gracias a estos contactos, Méhy conseguía moldear a su gusto el pensamiento de los demás y transformaba el rumor en realidad. Nefer el Silencioso aparecía ya ante la opinión pública como un temible criminal, autor de varios asesinatos, y el Lugar de Verdad, como un cubil de bandidos que gozaban de intolerables privilegios.
Sólo Ramsés el Grande habría podido cambiar la situación con una sola palabra. Pero el faraón no se hallaba por encima de Maat, y no tenía derecho a intervenir en un proceso judicial. Éste era el precio de la salvaguarda de la felicidad y la coherencia de Egipto. Nefer había sido acusado y debía ser juzgado.
Como los vínculos entre el Lugar de Verdad y el visir eran demasiado estrechos, éste no presidiría la audiencia preliminar destinada a formar la acusación, sino que lo haría el decano del tribunal de justicia, un anciano estrictamente apegado al procedimiento. Méhy no necesitaba comprarlo, puesto que, ante la gravedad de los hechos, forzosamente decretaría la comparecencia de Nefer ante un jurado.
En aquel momento, la intervención secreta de Méhy sería decisiva. En primer lugar, era preciso imponer a Abry, el administrador de la orilla oeste, como jurado, y hacerle propagar nuevas calumnias sobre la cofradía, para ensuciar más aún su nombre y hacerla todavía más detestable ante los ojos del pueblo; y, en segundo lugar, había que asegurarse el voto de la mayoría del jurado para conseguir que Nefer fuera condenado a muerte, presentado como un asesino de sangre fría, una verdadera bestia feroz desprovista de cualquier humanidad, de cuya educación se habían encargado artesanos tan crueles como él.
De este modo, la aldea habría caído en la trampa.
Méhy palpó el trasero de Serketa.
—Esta yegua me pertenece, ¿no es cierto?
Ella se acurrucó contra él.
—Sí, soy tuya… Hazme otra vez el amor.
—¡Eres insaciable!
—Yo creo que es natural, ya que tengo la suerte de tener un marido infatigable.
—Me preocupa tu padre, Serketa.
—¿Ah, sí… pero por qué?
—Está perdiendo la cabeza.
—Pues yo no me he dado cuenta.
—Porque no trabajas con él. A mí me ha advertido de ello el alcalde de Tebas en persona. Durante una importante reunión, tu padre farfulló palabras incomprensibles, se equivocó en la exposición contable y, luego, permaneció largo rato postrado. Por mi parte, en los últimos días, he asistido a incidentes de la misma naturaleza, e incluso más graves. Naturalmente, no he dicho nada al alcalde y he intentado disipar sus temores. Por desgracia, tu padre se niega a admitir la realidad. Cuando sale de sus crisis no recuerda nada y se niega a admitir sus ausencias.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Informa a su médico y pídele que piense en un tratamiento, sin contrariar a tu padre. Y si sólo fuera por esta angustiosa enfermedad…
Serketa se sentó al borde de la cama.
—¿Qué ocurre?
—No sé si decírtelo.
—Soy tu mujer, Méhy; y quiero saberlo todo.
—Es tan horrible…
—¡Habla, te lo pido!
—Puedes sentirte decepcionada y herida, querida.
Méhy habló en voz baja, como si temiera ser oído.
—Tu padre estaba visitando una propiedad, para revisar su tasación, y me había llevado consigo para enseñarme algunos detalles técnicos. De pronto, se arrojó sobre una niña e intentó violarla. Aunque sea mucho más robusto que él, tuve muchas dificultades para dominarle. Por fortuna, evité lo peor. Luego, cuando volvió en sí, no recordaba esa atroz escena.
—¿Hubo… testigos?
—La madre de la pequeña.
—¡Presentará una denuncia!
—Tranquilízate, la disuadí de hacerlo explicándole la situación y ofreciéndole una vaca lechera y cuatro sacos de espelta para que olvidara la tragedia. Pero yo no puedo estar siempre junto a tu padre y temo que vuelva a hacerlo.
Serketa estaba al borde de un ataque de nervios.
—Perderemos nuestra reputación, nuestros bienes…
—Te amo por ti misma, querida. Preocúpate sólo por la salud de tu padre.
Serketa lo veía claro: debía hacer que la fortuna familiar fuera transferida a su matrimonio y no permitir que la administrara un enfermo mental. Cuando la locura ganara terreno, su padre firmaría cualquier documento y dilapidaría su herencia. Ahora bien, la joven no soportaba la idea de ser pobre. Afortunadamente, se había casado con Méhy, cuya lucidez la salvaría de ese peligro.
—¿Puedes hacer que vigilen a mi padre permanentemente?
—No, yo…
—Ordena que tus soldados velen discretamente por su seguridad. Si va a cometer un acto reprensible, que intervengan inmediatamente y sólo te informen a ti.
—Pero eso sería excederme en mis funciones y…
—¡Hazlo por nosotros, Méhy! Nuestro porvenir está en juego.
El capitán fingió reflexionar, aunque ya había propuesto esta solución al alcalde, que la había aceptado.
—Si mis superiores se enteran, sufriré graves sanciones por abuso de poder, pero correré el riesgo por ti, amor mío.
Serketa besó el torso de su marido.
—No lo lamentarás… Y no permaneceré de brazos cruzados.
—Sobre todo, habla con su médico.
—Claro está… Pero consultaré también a nuestros juristas. Como hija única, debo proteger el patrimonio familiar. Y mi verdadera familia, hoy, eres tú y nuestros futuros hijos.
Méhy la obligó a tenderse de espaldas y la cubrió con todo el peso de su cuerpo.
—¿Cuántos quieres?
—Cuatro, cinco…
—¿No será excesivo para una mujer de tu calidad?
—Quiero varios muchachos. Se parecerán a ti y así tendré la impresión de tenerte siempre a mi lado.
—Realmente no puedes vivir sin mí, cariño…
Incapaz de sentir placer, a Serketa le importaban un bledo las proezas de su esposo, un amante más bien mediocre pero que, sin embargo, era un marido ideal, ambicioso y ávido de poder. Gracias a él, preservaría su fortuna y lograría, incluso, aumentarla, a condición de librarse de un padre que, de molesto, pasaba a ser peligroso.
Para manipular a Méhy bastaba con halagarle y hacerle creer que era su dueño omnipotente. Comportándose como una hembra en celo y una idiota encantadora, apenas buena para ser mostrada en las recepciones del brazo de su resplandeciente señor, Serketa alimentaría la gran opinión que Méhy tenía de sí mismo y se encargaría, en la sombra, de acumular el máximo de bienes. ¿Acaso el objeto de la vida no era tener cada vez más?