El jefe Sobek bebió tres boles de leche fresca y devoró una decena de tortas tibias. Estaba agotado, tras pasar la noche inspeccionando las colinas que dominaban el Valle de los Reyes, pero no iría a acostarse antes de haber escuchado los informes de sus hombres.
Uno tras otro fueron desfilando ante él sin mencionar el menor hecho sospechoso. Sin embargo, Sobek seguía inquieto. Su instinto le engañaba pocas veces y, desde hacía varios días, le anunciaba la inminencia de un peligro. De modo que el responsable de la seguridad del Lugar de Verdad había multiplicado las rondas, a riesgo de disgustar a sus hombres, que no apreciaban demasiado ese exceso de trabajo.
La ansiedad prácticamente le hacía olvidar el importante acontecimiento que la aldea se disponía a vivir: la iniciación de un nuevo adepto; y no de uno cualquiera. ¿Por qué el tribunal de admisión había abierto las puertas de la cofradía al tal Ardiente que, evidentemente, sembraría el caos en la aldea? Con la arrolladora energía que habitaba en él, el joven no permanecería mucho tiempo encerrado en la aldea y se negaría a obedecer las órdenes de sus superiores, que se verían obligados a arrojarlo a las filas de los auxiliares o a expulsarlo definitivamente. El destino de Ardiente estaba escrito. Probablemente acabaría en la cárcel o, en el peor de los casos, moriría en una brutal pelea.
Un policía entró en el despacho, donde Sobek se disponía a tumbarse en su estera para entregarse a un merecido descanso.
—Es el cartero, jefe. Quiere veros personalmente.
El funcionario acudía todos los días al puesto de guardia principal del Lugar de Verdad. Allí entregaba la correspondencia destinada a la cofradía y recogía las cartas de los artesanos y sus familias, que se comunicaban así con el mundo exterior. El cartero recogía también los informes oficiales que el escriba de la Tumba dirigía al visir. En caso de necesidad o urgencia, un servicio especial se ocupaba rápidamente de los mensajes.
—¿No puedes encargarte tú?
—Quiere veros a vos, jefe, y a nadie más.
—Bueno… que pase.
Uputy, el cartero, era un hombre alto de unos treinta años, de robustos hombros y pantorrillas. De su bolsa, que contenía algunos papiros más o menos usados, que se reutilizaban para escribir cartas, sacó un fragmento de cerámica envuelto en una tela de lino y lo puso sobre la mesa del jefe Sobek.
—Según el texto escrito en la tela con tinta roja, este mensaje está destinado a ti, Sobek.
—¿Lo has leído?
—Sabes muy bien que no tengo derecho a hacerlo.
Uputy era un funcionario considerado y bien pagado. Detentador del bastón de Thot, que encarnaba la rectitud y la precisión de su trabajo, tenía el deber de llevar las cartas en buen estado hasta su destino, garantizando que sólo el destinatario leería su contenido. El oficio era duro, ya que el palacio y los servicios del visir exigían que sus directrices se transmitieran con la mayor rapidez, y no faltaban los períodos de intensa actividad. Uputy era consciente de la importancia de su tarea y se sentía honrado por la confianza que le demostraban las más altas autoridades.
—¿Debo esperar tu respuesta?
—Un momento.
Sobek desató el cordel de lino y leyó las pocas líneas que estaban inscritas sobre el pequeño fragmento de calcáreo plano cuidadosamente pulido.
Pasmado, el policía nubio releyó el increíble mensaje. No, no era posible…
—¿Y bien, Sobek?
—Puedes marcharte, Uputy… No habrá respuesta.
El jefe de la seguridad ya no tenía ganas de dormir. Una vez más, su instinto no le había fallado: acababa de producirse una catástrofe cuya magnitud podía barrer la aldea de los artesanos con más violencia que la peor de las tormentas de arena.
Nefer el Silencioso disfrutaba de su felicidad, hasta el punto de sentirse algo aturdido. Tras haber escuchado la llamada, había sido admitido en la cofradía del Lugar de Verdad, en compañía de la mujer a la que amaba, Clara. Se estaba adaptando a las costumbres de la aldea sin demasiadas dificultades, sobre todo por la innata amabilidad de la muchacha, que lograba contener los impulsos de agresividad contra los recién llegados.
Además, dentro de unas horas, Ardiente vería realizado su sueño. El hombre que le había salvado la vida, que le había permitido encontrar a Maat y aprehender su grandeza se convertiría en un hermano con el que participaría en la fabulosa aventura cuya grandeza ya comenzaba a percibir. Con su entusiasmo y su pasión por crear, Ardiente estaría a la altura de la misión que le sería confiada.
Una existencia bajo el signo de la Gran Obra, un amor resplandeciente, una regia amistad… Los dioses favorecían a Nefer el Silencioso, quien nunca podría agradecérselo bastante. A cambio de tantos beneficios, debería realizar sus tareas con el más extremado rigor y puntualidad. El cielo y la tierra le colmaban de gozos porque había escuchado la llamada y porque había respondido a ella. Su misión era saber utilizarlos correctamente, mostrándose digno del camino que debía recorrer.
Cuando se disponía a partir hacia el taller de escultura, Clara le mostró la carta que acababan de traerle. Por su entristecida mirada, Nefer comprendió que se trataba de una mala noticia.
—Mi padre está muy enfermo —reveló—; el médico teme un fatal desenlace. Según el mensaje que ha redactado, papá desea vernos a ambos lo antes posible.
Nefer se dirigió en seguida al jefe de equipo para indicarle el motivo de su ausencia, que se consignaría en el registro que llevaba el escriba de la Tumba.
La pareja no cogió equipaje, y salió de la aldea por la puerta secundaria para tomar el sendero que desembocaba en las cercanías del templo de millones de años de Ramsés el Grande.
—Te noto contrariado —le dijo Clara a su marido—. Temes no regresar a tiempo para asistir a la iniciación de Ardiente, ¿no es cierto?
—Así es.
—En cuanto hayas visto a mi padre, regresarás a la aldea y yo me quedaré a su lado tanto tiempo como haga falta.
—Yo también.
—No, tú debes estar presente cuando tu amigo se convierta en servidor del Lugar de Verdad.
Los policías del puesto de guardia del Ramesseum les preguntaron sus nombres y les dejaron pasar sin otra formalidad. Nefer y Clara eran conocidos por las autoridades como miembros de la cofradía.
Circulaban libremente por el territorio del Lugar de Verdad y salían de él a su antojo.
La pareja caminó rápidamente hasta la zona de los cultivos, atravesó un campo de alfalfa, flanqueó un mercadillo y se dirigió hacia la orilla, donde una barcaza se disponía a cruzar.
Mezclados con los demás viajeros, campesinos que se dirigían a Tebas para vender legumbres, intercambiaron algunas trivialidades sobre la estabilidad de los precios, la prosperidad del país y la generosidad del Nilo. Nadie podía sospechar que procedían de la aldea más secreta de Egipto.
Pese a su inquietud, Clara consiguió poner buena cara y llegó, incluso, a consolar a una madre de familia cuya hija tenía fiebre.
En cuanto la barcaza atracó en la orilla este, Nefer y su esposa saltaron a la ribera y se encaminaron hacia el domicilio del empresario de la construcción. Cuando estaban todavía a una buena distancia, Negrote corrió hacia ellos. Saltando del uno al otro, les lamió el rostro. En sus ojos color avellana había una intensa alegría.
—Vamos, Negrote —dijo Clara—. Tenemos prisa.
De pronto, el perro negro gruñó y enseñó los dientes a un grupo de policías que se acercaba a la pareja. Sobek iba a la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.
—Tranquilizaos, vuestro padre está bien. La carta que habéis recibido la escribí yo y no un médico.
—Pero… ¿Por qué razón?
—No tenía otro medio para hacer que vuestro marido saliera de la aldea. Varios testigos asegurarán que ha acudido libremente a la orilla este.
—¿Cuál es el motivo de esta estratagema, Sobek?
—La justicia.
—¡Explicaos, os lo ruego!
—Nefer está detenido. Le acusan de haber matado a uno de mis hombres, perteneciente al equipo de vigilancia nocturna del Valle de los Reyes.