La boda de Méhy y de Serketa había sido suntuosa. Quinientos invitados, la flor y nata de la nobleza tebana, todos los altos dignatarios… Sólo había faltado Ramsés el Grande, pero el viejo monarca no abandonaba su palacio de Karnak, donde trabajaba con su fiel Ameni, que reducía las audiencias al mínimo.
Ebria, Serketa se había derrumbado sobre unos almohadones. Todos los invitados se habían marchado ya de la inmensa villa de su padre. Mosis, el tesorero principal de Tebas, bebía un caldo de legumbres para disipar su jaqueca mientras Méhy, extrañamente tranquilo, contemplaba la alberca de los lotos. Mosis, un cincuentón rechoncho y atento, parecía perpetuamente preocupado. Una precoz calvicie le hacía parecerse a los «sacerdotes puros» de los templos con los que, sin embargo, no tenía afinidad alguna. Desde su infancia, Mosis hacía juegos malabares con las cifras y se interesaba por la administración. No había dejado de enriquecerse cediendo a otros el servicio de los dioses y su viudez había aumentado, más aún, su avidez de fortuna. Había reconocido en Méhy esos mismos deseos, y ésta era la causa de que se hubiera dejado convencer por su hija y lo había elegido como yerno.
—¿Eres feliz, Méhy?
—Ha sido una recepción inolvidable. Serketa es una magnífica ama de casa.
—Ya te han admitido en la alta sociedad… ¿Y si habláramos de tu porvenir?
—Mi porvenir, sin duda, está en el ejército… pero éste está aletargado desde hace tiempo.
—Es normal —estimó Mosis—. Gracias a Ramsés el Grande se ha establecido una paz duradera, y los oficiales superiores se preocupan más por hacer carrera en la administración que por combatir a enemigos inexistentes. ¿Tienes alguna ambición concreta?
—Deseo reorganizar las tropas de élite, de modo que la seguridad de la ciudad quede perfectamente garantizada.
—Es una tarea loable, pero debes mirar más allá. ¿Qué te parecería un puesto de tesorero principal adjunto de la provincia de Tebas? Te asistiría una gran cantidad de escribas que resolverían los problemas que pudieran surgir, y yo te daría algunos consejos para que obtuvieras el máximo beneficio personal de tu gestión, dentro del marco de la legalidad, claro está.
—Sois muy generoso, pero no sé si mis competencias…
—Nada de falsa modestia. Eres un hombre de cifras, como yo, y te las arreglarás perfectamente.
—No me gustaría dejar el ejército.
—Y no es necesario que lo hagas. Obtendrás galones rápidamente y jugarás en ambos terrenos, civil y militar, como tantos otros oficiales superiores. Ramsés es muy viejo ya, y ha preparado su sucesión, pero ¿quién puede saber cómo se comportará Merenptah, el hijo a quien desea ver reinar?
—¿Le conocéis?
—No lo suficiente. Es un hombre recto, casi inflexible, de carácter tan difícil como su padre y hostil a las innovaciones. Debemos prepararnos para un reinado conservador, sin demasiada envergadura, durante el que nuestra querida Tebas mantendrá su lugar preeminente. Pero la longevidad de Ramsés el Grande todavía puede sorprendernos… Si Merenptah muriera antes que él, ¿quién heredaría el trono?
—¿Tenéis acaso un candidato?
—¡Claro que no! Yo me encargo de las finanzas, no de los peligrosos juegos del poder, de los que mi yerno no debe ser víctima. Ocuparás, pues, una posición estratégica para hacer frente a cualquier eventualidad: te necesitarán como soldado o como administrador. En caso de disturbios, ni mi hija ni su marido correrán riesgo alguno.
—He conocido a un hombre extraño, un sabio extranjero llamado Daktair.
—El alcalde de Tebas se ha encaprichado con él. Es una especie de inventor cuyo cerebro no deja de trabajar.
—Me ha parecido simpático y me gustaría hacerle un favor. ¿Podríamos ayudarle a convertirse en uno de los responsables del laboratorio central de Tebas?
—Sin duda alguna, es una excelente idea. El extranjero despabilará a algunos investigadores adormecidos y nos deberá su ascenso. Tal vez algún día pueda sernos de utilidad. Aprende a rodearte de deudores, Méhy, y acumula informes sobre ellos. Te detestarán, pero estarán obligados a obedecerte sin rechistar.
—Hay un detalle que me molesta, querido suegro.
—¿Cuál?
—¿Por qué no confiáis en mí?
—Me sorprende tu pregunta. Después de tantos planes de futuro…
—Si realmente confiáis en mí, ¿por qué habéis exigido un contrato de separación de bienes?
Mosis apuró su bol de caldo.
—Ignoras lo que es la fortuna, Méhy, y no sé cómo vas a comportarte con mi hija. Tal vez le serás infiel, podrías desear divorciarte… Al primer paso en falso, lo perderás todo. Pretendo, así, proteger a Serketa, y nadie me hará cambiar de opinión. Resuelto este problema, te ayudaré a convertirte en alguien importante, pues mi yerno no puede ser un hombre mediocre. Gozarás de todos los placeres de la existencia, los nobles te envidiarán… ¿Qué más deseas? Aprovecha tu suerte, Méhy, y no exijas más.
—Prudentes consejos, querido suegro.
Una pareja de ibis desplegaba sus anchas alas en el cielo anaranjado del ocaso. Sobre el Nilo, diversas embarcaciones bogaban gracias al viento del norte y jugaban con las corrientes. El capitán Méhy y Daktair tomaban el fresco a bordo de un barco de seis remeros, provisto de una vela blanca nueva.
—El alcalde de Tebas me ha nombrado adjunto al director del laboratorio central —reveló Daktair—. Supongo que vuestra intervención ha tenido algo que ver…
—Mi suegro te aprecia y no tiene la menor idea de tu verdadera personalidad. ¿Cómo ha recibido la noticia el director?
—Bastante mal. Es un hombre con experiencia, educado en Karnak por científicos de la vieja escuela y que se contenta con los conocimientos adquiridos. Me ha rogado encarecidamente que me limite a los experimentos autorizados y no tome iniciativa alguna. Estoy bajo vigilancia y no puedo actuar a mis anchas.
—Paciencia, Daktair. Tu superior no vivirá eternamente.
—No me parece que tenga problemas de salud.
—Ya, pero hay muchas maneras de deshacerse de un obstáculo…
—No sé si os entiendo, capitán…
—No te hagas el ingenuo, Daktair. De momento, no levantes polvareda; limítate a obedecer las consignas. ¿Por qué deseabas verme en seguida?
—Gracias a mis contactos en palacio, me he enterado de que Ramsés el Grande ha concedido una larga audiencia a Ramosis, el ex escriba de la Tumba que hacía varios años que no salía de la aldea. Ramosis no es un hombre desconfiado; ha revelado a un cortesano, un viejo conocido, que el rey tiene grandes proyectos para el Lugar de Verdad.
—¡Menuda novedad! En su última aparición oficial en Tebas, Ramsés sermoneó al administrador de la orilla oeste, que solicitaba el cierre de la aldea y la dispersión de los artesanos.
—No deseo combatir contra Ramsés… ¡La lucha sería demasiado desigual!
—Es sólo un anciano.
—¿Debo recordaros que es el faraón y el dueño del Lugar de Verdad? No damos la talla, Méhy; abandonemos antes de que sea demasiado tarde.
—¿Olvidas los secretos vitales que tanto deseas conocer?
—No, claro que no, pero están fuera de mi alcance.
—Te equivocas, Daktair, y te lo demostraré. Recuerda que has emprendido un camino y que ya no puedes dar marcha atrás. ¿Qué más has sabido?
—El escriba Ramosis se alegra de que Nefer el Silencioso haya sido admitido en la cofradía, pues está convencido de que éste preservará su prestigio.
—Dicho de otro modo, le considera como uno de sus futuros dirigentes.
—Es sólo la opinión de Ramosis —objetó el sabio—, pero lleva el título de «escriba de Maat» y goza de la estima general. Me he enterado también de otra cosa: Nefer está casado con Clara, admitida en la cofradía al mismo tiempo que él.
Méhy contemplaba el Nilo, pensativo.
—Para debilitar el Lugar de Verdad, primero hay que desacreditarlo —dijo—. Cuando su reputación haya sido pisoteada, ni siquiera el rey podrá defenderlo. Y tenemos posibilidades de conseguirlo.