Ramosis todavía estaba desconcertado. A menudo había presidido el tribunal de admisión, pero ésta era la primera vez que daba con semejante candidato. Era evidente que Ardiente había disgustado profundamente a los artesanos que actuaban como jurados, a los que se había sumado Kenhir el Gruñón, sucesor de Ramosis y escriba de la Tumba en funciones.
Al menos, la deliberación no duraría mucho y no se parecería al animado debate que había seguido a la audiencia de Silencioso. Kenhir se había mostrado especialmente agresivo, afirmaba que el joven, dotado de numerosas cualidades, tenía tantas cosas a su alcance que el Lugar de Verdad le resultaría un espacio demasiado pequeño. Pero ésa no había sido la opinión de la mayoría de los artesanos, impresionados por la fuerte personalidad del postulante.
Había sido necesaria toda la autoridad de Ramosis para impedir que dos artesanos compartieran la opinión de Kenhir y rechazaran, así, la demanda de admisión del hijo espiritual de Neb el Cumplido. Como era indispensable la unanimidad, el viejo escriba se había librado a un largo y difícil combate para conseguir cambiar la negativa visión de Kenhir.
En el caso de Clara, las deliberaciones habían sido breves. Cuando había evocado la llamada de la cima de Occidente, el tribunal, compuesto por sacerdotisas de Hator que vivían en la aldea, había sentido una intensa emoción. Y la presidenta del jurado, a la que se llamaba «la mujer sabia», había recibido con gozo a la esposa de Nefer el Silencioso.
—¿Quién quiere tomar la palabra? —preguntó Ramosis.
Un escultor levantó la mano.
—El tal Ardiente es vanidoso, agresivo y no tiene sentido alguno de la diplomacia, pero estoy convencido de que, en efecto, ha escuchado la llamada. Debemos pronunciarnos sobre este punto, y sólo sobre este punto.
Un pintor fue autorizado a hablar.
—No estoy de acuerdo contigo. No discuto que el postulante haya escuchado la llamada, pero ¿cuál es su naturaleza? Desea su propia realización y no una adecuada integración en nuestra cofradía. Le ofreceríamos una técnica y él no nos aportaría nada. Que el muchacho siga su propio camino, que está muy alejado del nuestro.
Kenhir el Gruñón intervino con vehemencia.
—Un extraño fuego anima al muchacho, y eso os molesta porque sólo os gustan los tímidos. No es un artesano ordinario, sometido a su capataz, incapaz de pensar y tan apocado que nadie advierte su presencia. Si le admitimos entre nosotros, corremos el riesgo de que una tempestad atraviese la aldea y trastorne muchas de nuestras costumbres. ¿Acaso los artesanos del Lugar de Verdad se han vuelto cobardes, hasta el punto de que rechazan un talento extraordinario? ¡Pues tiene ese talento, ya lo habéis visto! Un dibujo estropeado, de acuerdo, a causa de su inexperiencia, ¡pero qué soberbio retrato! Citadme a un solo dibujante que, tras haber recibido una enseñanza correcta, haya dado pruebas de semejante capacidad.
—De todos modos —objetó el escultor—, puedes estar seguro de que ese mocetón se negará a obedecer y pisoteará nuestras reglas.
—Si eso sucede, será expulsado de la aldea; pero estoy convencido de que sabrá doblar el espinazo para conseguir sus fines.
—¡Pues hablemos de sus fines! ¿No será un simple curioso que quiere desvelar los secretos de nuestra cofradía?
—¡No sería el primero! Pero todos sabéis que los curiosos no tienen posibilidad alguna de permanecer mucho tiempo entre nosotros.
Ramosis estaba estupefacto ante la actitud de su colega Kenhir, que rechazaba una a una las objeciones formuladas contra Ardiente. Por lo general, el escriba de la Tumba no tomaba partido de una forma tan vehemente.
Los artesanos más hostiles a Ardiente comenzaban a vacilar.
—Necesitamos seres equilibrados y tranquilos como Nefer —prosiguió Kenhir—, pero también corazones enfebrecidos como este futuro pintor. Si capta correctamente el sentido de la obra que aquí se lleva a cabo, ¡imaginaos qué espléndidas figuras trazará en las paredes de las moradas de eternidad! Creedme, vale la pena correr el riesgo.
El jefe de equipo, Neb el Cumplido, intervino.
—La vocación de nuestra cofradía no es correr riesgos, sino perpetuar las tradiciones de la Morada del Oro y preservar los secretos del Lugar de Verdad. Este muchacho no compartirá nuestras preocupaciones y se comportará como un saqueador.
Ramosis sintió que la oposición del jefe de equipo sería irreductible; no tenía, pues, por qué callar.
—He tenido el privilegio de conversar con su majestad —reveló el viejo escriba—, y hemos hablado del caso de este muchacho. Si percibí correctamente el pensamiento de Ramsés el Grande, Ardiente le parece dominado por una particular energía que no debemos desdeñar, en el interés de la cofradía.
—¿Se trata… de la energía de Set? —preguntó el jefe de equipo.
—Su majestad no lo dijo.
—Pero ¿es eso, no es cierto?
Los jueces se estremecieron. Asesino de Osiris, encarnado en una criatura sobrenatural que unos comparaban con un cánido y otros con un okapi, el dios Set detentaba la potencia del cosmos que la humanidad sentía unas veces como benéfica y otras como destructora. Sin ella era imposible luchar contra las tinieblas y hacer que, cada mañana, renaciese la luz. Pero era preciso ser un faraón de la talla del padre de Ramsés para atreverse a llevar el nombre de Seti. Anteriormente, ningún monarca había soportado semejante fardo simbólico, que le había llevado a hacer que se erigiera, en Abydos, el más vasto y espléndido de los santuarios de Osiris.
Por lo general, los seres transidos de la energía setiana eran presa del exceso y la violencia, que sólo una sociedad sólidamente construida sobre el zócalo de Maat podía canalizar. Pero ¿no era necesario excluir ese tipo de individuos de una comunidad de artesanos destinada a crear la belleza y la armonía?
—¿Su majestad os ha dado alguna orden específica con respecto a Ardiente? —preguntó el jefe de equipo a Ramosis.
—No, pero ha apelado a nuestra clarividencia.
—¿Es necesario decir algo más? —insistió Kenhir—. Debemos saber interpretar la voluntad del faraón, que es el dueño supremo del Lugar de Verdad.
Los más escépticos quedaron convencidos, pero Neb el Cumplido no soltó su presa.
—Mi nombramiento como jefe de equipo fue aprobado por el faraón, confía pues en mí para apreciar la calidad de quienes deseen entrar en la cofradía. Por eso, cualquier debilidad por mi parte sería condenable. ¿Por qué debemos exigirle menos a este muchacho que a los demás artesanos?
—Eres el único juez que se opone a la admisión de Ardiente —advirtió Kenhir—, y necesitamos la unanimidad. Así pues, ¿no podrías reconsiderar tu posición?
—Nuestra cofradía no debe correr riesgo alguno.
—El riesgo forma parte de la vida, y retroceder ante él nos conduciría a la pasividad y, luego, a la muerte.
El jefe de equipo, habitualmente tan tranquilo, estaba a punto de perder los estribos.
—¡Pero no os dais cuenta de que este muchacho consigue dividir nuestras opiniones! Por consiguiente, ¿no deberíamos desconfiar aún más de él?
—No exageres, Neb. Anteriormente, nuestras discusiones sobre algunos candidatos ya fueron muy acaloradas.
—Es cierto, pero siempre hemos obtenido la unanimidad.
—Hay que salir de esta situación —decidió Ramosis—. ¿Aceptas dejarte convencer?
—No —respondió Neb el Cumplido—. Temo que este muchacho turbe la armonía de la aldea y contraríe nuestro trabajo.
—¿Y no tienes fuerza suficiente para impedir ese desastre? —preguntó Kenhir.
—No sobreestimo mis capacidades.
Ramosis comprendió que aquella esgrima dialéctica no haría cambiar de opinión al jefe de equipo.
—Oponerse no es una actitud constructiva, Neb. ¿Qué propones para salir de este callejón sin salida?
—Sigamos poniendo a prueba a Ardiente. Si realmente ha escuchado la llamada y tiene la fuerza necesaria para crear su propio camino, la puerta se abrirá.
El jefe de equipo expuso su plan.
Todos lo aceptaron, incluido Kenhir, que, sin embargo, afirmó que estaban tomando precauciones inútiles.