21

Dos artesanos salieron de la aldea. Uno se colocó detrás de Ardiente, el otro, delante de él.

—Sígueme —ordenó este último.

—Pero… ¿No voy a entrar?

—Si sigues haciendo preguntas, ni siquiera te llevaremos ante el tribunal de admisión.

Aunque irritado, Ardiente consiguió dominarse. Aún no conocía las reglas del juego en aquel lugar misterioso y debía evitar cualquier paso en falso.

Los tres hombres volvieron la espalda a la puerta principal de la aldea y se dirigieron hacia el recinto del templo mayor del Lugar de Verdad, junto al que se levantaba una capilla dedicada a la diosa Hator. Los altos muros ocultaban el edificio a las miradas profanas.

Ante su cerrado portal había nueve hombres sentados en sillas de madera, colocadas en semicírculo. Llevaban un simple taparrabos, excepto un anciano, que iba vestido con una larga túnica blanca.

—Soy el escriba Ramosis y te hallas en el territorio sagrado de la gran y noble Tumba de millones de años en el Occidente de Tebas. Aquí, reina Maat, en su luminoso paraje. Sé sincero, no mientas y habla con el corazón; de lo contrario, ella te apartará del Lugar de Verdad.

Los miembros del tribunal de admisión no parecían demasiado amables y el muchacho prefirió clavar sus ojos en el viejo escriba Ramosis, cuyo rostro estaba lleno de bondad.

—¿Quién eres y qué pides?

—Me llamo Ardiente y quiero pasar mi vida dibujando.

—¿Tu padre es artesano? —preguntó uno de los jueces.

—No, es granjero. Pero estamos definitivamente enemistados.

—¿Qué oficios has practicado?

—El curtido y la carpintería.

Sin que le autorizaran a ello, Ardiente dejó su fardo.

—He aquí la bolsa de cuero —declaró con orgullo—. También he traído un estuche para papiros de buena calidad.

Ambos objetos pasaron de mano en mano. Un juez gruñón tomó la palabra.

—Habíamos pedido una bolsa de cuero y no ese estuche.

—¿Y acaso es una falta hacer más de lo que nos piden?

—Sí, lo es.

—¡Pues para mí, no! —se rebeló el muchacho—. Sólo los perezosos y los mediocres cumplen las órdenes al pie de la letra, porque tienen miedo de los demás y de sí mismos. A fuerza de someternos y no tomar la iniciativa, nos volvemos más inertes que una piedra.

—Y tú, que tan alto hablas, ¿por qué presentas sólo una silla plegable y no el sillón que también pedíamos? Si tanto te gusta hacer más de lo que te exigen, ¿por qué te limitas a presentarnos unos pedazos de madera y no la obra realizada?

—Me habéis tendido una trampa —advirtió Ardiente, enfurecido contra sus jueces y contra sí mismo—, y no he sido capaz de darme cuenta de ello… ¿Tendré una segunda oportunidad?

—Siéntate en la silla plegable —ordenó el artesano gruñón.

En cuanto Ardiente se sentó en la silla, se oyeron unos siniestros crujidos. Sin duda alguna, la silla no soportaría su peso.

—Prefiero seguir de pie.

—De modo que no comprobaste la calidad de este objeto. Además de arrogante, eres despreocupado e incompetente.

—¡Pedisteis una silla plegable y aquí la tenéis!

—Lamentable respuesta, muchacho. ¿Acaso sólo eres un fanfarrón y un cobarde?

Ardiente apretó los puños con rabia.

—¡Os equivocáis! He intentado satisfaceros, pero mi objetivo en la vida no es fabricar muebles. Sé dibujar y puedo probarlo.

Otro artesano colocó delante de Ardiente un pincel, un pedazo de papiro usado y un cubilete de tinta negra.

—Pues bien, pruébalo.

El muchacho se arrodilló, y con los ojos clavados en el viejo escriba Ramosis, hizo su retrato. Su mano no temblaba, pero no estaba acostumbrado a trabajar con semejante material.

—Puedo hacerlo mucho mejor —afirmó—, pero es la primera vez que manejo un pincel y dibujo con tinta sobre papiro. Por lo general, me limito a la arena.

Nervioso y desatinado, Ardiente erró en la parte alta de la frente y las orejas. El retrato de Ramosis era horrible.

—Dejad que lo repita.

El dibujo fue circulando entre los presentes, que no emitieron comentario alguno.

—¿Qué sabes del Lugar de Verdad? —preguntó Ramosis.

—Detenta los secretos del dibujo y yo quiero conocerlos.

—¿Y qué harás con ellos?

—Descifraré la vida… y ese viaje no tendrá fin.

—No necesitamos pensadores, sino especialistas —replicó un artesano.

—Enseñadme a dibujar y a pintar, y veréis de lo que soy capaz —insistió Ardiente.

—¿Estás prometido?

—No, pero he conocido ya a varias mujeres. Para mí, simplemente forman parte de los placeres de la vida.

—¿No tienes intención de casarte?

—¡De ningún modo! No deseo cargar con un ama de casa y un montón de críos. ¿Cuántas veces tendré que deciros, aún, que mi única meta es dibujar la creación y pintar la vida?

—¿Te molesta la exigencia del secreto?

—Peor para quienes no consiguen desvelarlo.

—¿Sabes que tendrás que someterte a una regla muy estricta?

—Si no me impide progresar, intentaré soportarla. Pero no acataré órdenes estúpidas.

—¿Serás lo bastante inteligente para juzgarlo?

—Nadie trazará mi camino en mi lugar.

El juez gruñón volvió al ataque.

—¿Y con esas palabras crees ser digno de pertenecer a nuestra cofradía?

—Vosotros decidís… Me habéis pedido que fuera sincero, y lo soy.

—¿Eres paciente?

—No, y no tengo intención de empezar a serlo.

—¿Crees que tu carácter es tan perfecto que ninguno de sus rasgos debe ser modificado?

—Ni siquiera me hago esa pregunta. Los fines se logran con el deseo, no con el carácter. Tener enemigos es normal: me vencerán, porque soy un débil, o los destrozaré. De todos modos, habrá lucha; por eso estoy siempre dispuesto a combatir.

—¿No has oído decir que el Lugar de Verdad es un remanso de paz en el que están prohibidas las querellas?

—Puesto que hay hombres y mujeres, eso es imposible. La paz no existe en ninguna parte de la tierra.

—¿Estás seguro de necesitarnos?

—Sólo vosotros poseéis los conocimientos que no puedo obtener por mí mismo.

—¿Qué más puedes decir para convencernos? —preguntó Ramosis.

—Nada.

—Vamos a deliberar, pues. Deberás aguardar nuestro veredicto, y éste será inapelable.

El viejo escriba hizo una señal a los dos artesanos que habían acompañado a Ardiente para que lo llevaran de nuevo a la puerta norte de la aldea.

—¿Será largo? —preguntó.

Pero no hubo respuesta.