Ramsés el Grande descansaba en el jardín de palacio, a la sombra de palmeras, azufaifos, tamariscos y un sauce plantado a orillas del estanque. Flanqueadas por ranúnculos, acianos y adormideras, las arenosas avenidas habían sido trazadas con un cordel y disfrutaban de un constante cuidado. Sentado en un confortable sillón, con la cabeza apoyada en una almohada, el viejo soberano se había instalado en un pabellón con finas columnas de madera pintadas de verde. Junto a él, en una pequeña mesa, había cerveza fresca y ligera, uva, higos y manzanas. El rey disfrutaba del suave viento del norte que acababa de levantarse y contemplaba las abubillas y golondrinas que jugaban a la luz del ocaso.
La llegada de su invitado arrancó al monarca de sus recuerdos.
El hombre que se inclinaba ante él había sido uno de los dignatarios más discretos, aunque de los más importantes de su largo reinado, puesto que Ramosis, hijo de un cartero, había sido designado como «escriba de la Tumba y del Lugar de Verdad» durante el año cinco de Ramsés, el décimo día del tercer mes de la inundación. El rey en persona había elegido a Ramosis para ocupar tan difícil cargo, tras una carrera ya muy completa: educación en una Casa de Vida, formación como asistente de un escriba, cargo de escriba contable del ganado del templo de Amón en Karnak, de la correspondencia después, de los archivos reales y del tesoro del faraón. Finalmente había decidido convertirse en un «hombre del interior».
El soberano había dejado que Ramosis eligiera, pues para el escriba se trataba de un radical cambio de orientación. Tras haber frecuentado el inmenso Karnak y los templos de Tutmosis IV y del sabio Amenhotep, hijo de Hapu, el dignatario tenía que abandonar una existencia fácil y lujosa para administrar la aldea secreta de los artesanos desde el interior.
Ramosis no había vacilado: la aventura era demasiado excepcional como para no tomar parte en ella. Desde su nombramiento había encargado a los servidores del Lugar de Verdad, de acuerdo con las órdenes del rey, que construyeran una residencia para Ramsés en los dominios reservados y que ampliaran el templo de Hator, protectora de la comunidad, sin dejar de ocuparse de la morada de eternidad del soberano.
A los ochenta y siete años de edad, Ramosis se había retirado sin abandonar la aldea, donde era querido por todos. Allí no se tomaba ninguna decisión importante sin consultarle a él.
Ramosis se había puesto un traje de fiesta para encontrarse con su rey: camisa de largas mangas plisadas, delantal de pliegues verticales y sandalias de cuero. Gracias a Ramsés, había conocido una existencia exaltante velando por la prosperidad del Lugar de Verdad, y se sentía feliz al poder agradecérselo al monarca antes de morir.
—Ramosis, recuerda el célebre texto que te gustaba leer a los aprendices de escriba: «Imita a tus padres que vivieron antes que tú, tener éxito depende de tu capacidad de conocimiento. Los sabios han transmitido sus enseñanzas en sus escritos: consúltalos, estúdialos, léelos y vuelve a leerlos sin cesar».
—Majestad, pese a la debilidad de mis ojos, yo mismo sigo observando el precepto.
—¿Recuerdas la gran fiesta del año diecisiete que organizaste con Pazair, el mejor de mis visires? Éramos jóvenes, y nuestra energía parecía inagotable. Hoy eres un anciano, como yo, pero también eres el hombre más venerado del Lugar de Verdad y el único dignatario autorizado a llevar el título de «escriba de Maat».
—Vos me disteis la posibilidad de servir a Maat durante toda mi vida en la cofradía que vive de ella, pero la hora del gran viaje se acerca.
—¿Hiciste preparar tres tumbas junto a la aldea, como habías proyectado?
—Sí, majestad. En la primera rindo homenaje a las divinidades y a vuestros antepasados que tanto hicieron por la cofradía, Amenhotep I y su madre, Horemheb y Tutmosis IV. Allí he colocado la estela en la que aparecéis vos. En la segunda recuerdo a mis dos vacas, Occidente y Agua hermosa, así como al boyero que se encargó de ellas. En la tercera están presentes mis seres más queridos.[4]
—¿Silencioso forma parte de ellos?
—Es el mayor gozo de mis últimos días, majestad. Como sabéis, mi esposa Mut y yo no pudimos tener hijos, pese a las estatuas, las estelas y demás ofrendas a Hator, a Tueris, la gran madre, e incluso a divinidades extranjeras. He preparado, pues, el más allá con cuidado, sin olvidar la formación de mi sucesor, el escriba Kenhir. Sin embargo, el ser por el que siento mayor estima y afecto es Silencioso. Cuando abandonó la aldea para emprender un largo viaje por el mundo exterior, temí morir antes de su regreso, del que jamás dudé. Afortunadamente, el tribunal de la cofradía acaba de admitirle entre quienes han escuchado la llamada. Ya es servidor en el Lugar de Verdad, y estoy convencido de que desempeñará un papel esencial en la aldea, y no sólo como cantero y como escultor.
—¿Qué nombre de iniciación le habéis dado?
—Neferhotep, majestad.
—Nefer, «la realización, la belleza, la bondad», y hotep, «la paz, la plenitud, la ofrenda»… ¡Duro programa le imponéis!
—La plenitud de la paz interior, el hotep, tal vez sólo se le ofrezca al término de su existencia, siempre que, efectivamente, sea «Nefer» como artesano. Debo advertiros que Silencioso no se presentó solo a las puertas de la aldea.
—¿Quién le acompañaba?
—Su esposa, Clara, cuyo nombre, Ubekhet, significa también «luminosa». Impresionó al tribunal por su determinación y su esplendor. Es hermosa, inteligente, carece de ambición e ignora las numerosas facultades que posee. La pareja es sólida, las duras pruebas que le aguardan no la destruirán. El tribunal mantuvo Clara como nombre de iniciación de la esposa de Nefer. Para mí, ambos representan la esperanza de la cofradía.
—¿De dónde procede esa muchacha?
—Es una tebana, hija espiritual de Neferet, la difunta médica en jefe del reino.
—Neferet… Me cuidó de un modo excepcional. Si Clara ha heredado sus dones, la cofradía tendrá mucha suerte. Pero háblame con sinceridad, Ramosis: ¿acaso dudas de las cualidades de tu sucesor, Kenhir?
—No, majestad, aunque no tiene un carácter fácil y, a veces, cumple sus funciones con una firmeza excesiva. No lamento haberle elegido ni haberle legado mis muebles, mi biblioteca, mis campos y mis vacas. Además, sólo es el escriba de la Tumba… Los jefes de equipo, los canteros, los escultores y los pintores no cuentan menos que él. Tal vez no lo haya comprendido aún, pero ya lo hará con el tiempo.
—Durante los últimos años, varios artesanos no han sido sustituidos —recordó Ramsés que, como jefe supremo de la cofradía, seguía atentamente su evolución—. El equipo completo ha tenido hasta cuarenta miembros, y actualmente sólo tiene treinta.
—Treinta y uno con Nefer, majestad.
—¿Y son suficientes para realizar todas las obras que están en curso?
—Sólo tengo una cosa que decir al respecto, majestad: la calidad es más importante que la cantidad. Lo esencial, bien lo sabéis, es el buen funcionamiento de la Morada del Oro y su capacidad de creación. En ese sentido, no hay por qué preocuparse. Además, estoy convencido de que la llegada de Nefer nos augura un brillante porvenir.
—No sabes cuánto me alegro de oír eso, Ramosis, pues la hostilidad contra el Lugar de Verdad no deja de aumentar. Los altos funcionarios sólo piensan en enriquecerse y forman una casta cada vez más perniciosa, que tan sólo se preocupa por su porvenir y no por el del país. Para ellos, la cofradía de los artesanos es una anomalía administrativa que desean suprimir.
—¡Pero sois vos quien reináis, majestad!
—Mientras yo siga viviendo, en el Lugar de Verdad no tendrán nada que temer de los envidiosos y los calumniadores. Espero que mi hijo Merenptah siga mis pasos y comprenda que, sin la actividad de esta cofradía, la gran luz de Egipto estaría condenada a declinar y acabaría por extinguirse. Pero ¿quién puede predecir el comportamiento de un ser humano cuando está a cargo del poder supremo?
—Tengo confianza, majestad.
Ramsés el Grande sabía que Ramosis siempre había sido muy generoso y que la transparencia de su alma había iluminado la cofradía, pero también sabía que ésta estaba en peligro. Aunque había conseguido que callaran las armas en todo el Próximo Oriente, el monarca no había aniquilado los odios ni las ambiciones, y era consciente de que sólo la frágil diosa Maat, encarnación de la justicia, podía impedir que la especie humana siguiera su inclinación natural que la llevaba a la corrupción, la injusticia y la destrucción.
Desde el tiempo de las pirámides, la institución faraónica se había apoyado en una cofradía de artesanos iniciados en los misterios de la Morada del Oro que eran capaces de inscribir la eternidad en la piedra. Cuando los fundadores del Imperio Nuevo habían logrado que Tebas ascendiera al rango de capital, la comunidad del Lugar de Verdad había tomado la antorcha del relevo.
Y aquella llama era vital para la supervivencia de la civilización.
—He olvidado una divertida anécdota, majestad. Acabamos de recibir una candidatura completamente inesperada, aunque quizás no deba importunaros con ese incidente sin importancia…