Toda la ciudad de Tebas estaba agitada, pues el rumor se había confirmado: Ramsés el Grande llegaba desde su capital del Delta, Pi-Ramsés, para residir durante unas semanas en su palacio de Karnak. Algunos cortesanos estimaban que se trataba de unas simples vacaciones, tal vez de un retiro en el recinto cerrado. Otros, que el viejo monarca anunciaría cambios importantes.
Ramsés el Grande iba a cumplir ochenta años, y hacía cincuenta y siete que reinaba en Egipto. En el año veintiuno había firmado un tratado con los hititas para iniciar una era de paz y prosperidad que permanecería en la memoria de la humanidad. Pero la desgracia le había herido varias veces, cuando su padre Seti, su madre Tuya y su adorada esposa, la gran esposa real Nefertari, habían desaparecido. Algunos de sus amigos íntimos habían abandonado la tierra de los vivos y, dos años antes, Kha, el hijo letrado y sabio que debería haberle sucedido, había entrado también en los paraísos del más allá. Le tocaría, pues, a su otro hijo, Merenptah, asumir la pesada tarea.
Dada su avanzada edad y su doloroso reumatismo, Ramsés dejaba ya a Merenptah al cuidado de la administración de las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, pero él era quien firmaba los decretos reales redactados por el fiel escriba Ameni, cada vez más cascarrabias pero tan trabajador como siempre.
Según el pueblo egipcio, gracias al faraón, la verdad reinaba sobre la mentira, los malhechores eran vencidos, las lluvias caían cuando era necesario y las tinieblas retrocedían ante la luz. ¿Acaso el rey no poseía millones de oídos que le permitían escuchar las palabras de todos los seres, aunque estuvieran ocultos en el fondo de una caverna, y no eran sus ojos más luminosos que las estrellas? Canal que regularizaba el caudal del río, vasta sala donde todos podían encontrar reposo, muralla con almenas de metal celeste, agua fresca durante los grandes calores, refugio seco y cálido durante el invierno, el faraón era coronado en los corazones puesto que, por él, Egipto era más verde y próspero que un gran Nilo. Ramsés el Grande llegó al palacio de Karnak en silla de manos. Allí le recibieron el sumo sacerdote de Amón, el visir, el alcalde de Tebas y algunos oficiales más, muy impresionados por la idea de ver de cerca al ilustre monarca cuya reputación había cruzado las fronteras de Egipto hacía ya mucho tiempo. De su seguridad se encargaba el teniente de carros Méhy, que había hecho lo que estaba en su mano para que se advirtieran sus buenos y leales servicios.
Pese a los achaques de la edad, Ramsés el Grande seguía siendo tan impresionante como en el momento de su coronación. La nariz larga y algo aguileña, las orejas redondas de delicado orillo, la autoritaria mandíbula y la aguda mirada componían el rostro de un monarca acostumbrado a mandar.
El palacio hechizaba la mirada. El pavimento y los muros de la sala de recepción, llenos de columnas, estaban adornados con representaciones de loto, papiro, peces y aves que retozaban en magníficos paisajes. Los nombres de Ramsés habían sido pintados en azul sobre fondo blanco, colocados en óvalos que simbolizaban el circuito del sol. Frisos de acianos y amapolas decoraban la parte alta de las paredes.
El faraón iba ataviado con una túnica blanca y un taparrabos blanco y dorado, con brazaletes de oro en las muñecas y sandalias blancas. Cuando se sentó en un trono de madera dorada, cada uno de los asistentes a ese excepcional consejo sintió que Ramsés el Grande aún llevaba el gobernalle del navío del Estado con mano firme.
—Majestad, la ciudad del dios Amón se alegra por vuestra presencia —dijo el alcalde de Tebas—. Gracias a vuestras directrices vive feliz, pues sois el padre y la madre de todos los seres. Que vuestra palabra siga alimentando nuestros corazones. Sois el señor del gozo, y el que se rebela contra el faraón se destruye a sí mismo.
—Durante mi viaje he examinado los informes referentes a tu gestión de mi querida villa de Tebas. Eres un buen alcalde, pero es preciso velar más aún por el bienestar de los habitantes del nuevo barrio. Algunos de los trabajos de alcantarillado se han retrasado en exceso.
—Se hará según vuestra voluntad, majestad, y recuperaremos el retraso. Me gustaría proponeros que admitierais en la orden del collar de oro al teniente de carros Méhy, que se encarga de vuestra seguridad en Tebas y da completa satisfacción a la cabeza de su destacamento de élite.
Ramsés aprobó con un gesto cansado. Hacía ya mucho tiempo que no le interesaban las entregas de condecoraciones y el pueril juego de los honores, en el que tantos dignatarios perdían su alma.
Para Méhy era el inicio de una soberbia carrera. Al recibir el fino collar de oro de manos del visir —que reconocía así sus méritos en nombre del faraón—, el oficial no sólo iba a ser ascendido al grado de capitán, sino que pertenecería, también, a la alta administración de la rica ciudad tebana. Con los gruesos labios relucientes de satisfacción, Méhy se sintió, sin embargo, algo decepcionado de que Ramsés no posara más los ojos en él y de que la ceremonia fuese tan breve.
—He recibido una carta del administrador principal de la orilla occidental de Tebas, y su contenido es la verdadera razón de mi presencia aquí —reveló el rey—. Que el autor del documento exponga sus agravios.
Abry, un alto funcionario bien alimentado, se presentó ante el monarca y le hizo una reverencia.
—Majestad, deseo alertaros sobre una situación anormal. Los artesanos del Lugar de Verdad forman una comunidad aparte desde el reinado de vuestro glorioso antepasado Tutmosis I. Hace más de tres siglos que existe y que excava las moradas de eternidad en el Valle de los Reyes… ¿No creéis que ya es hora de reformar esa institución?
—¿Qué tienes que reprochar a la cofradía?
La pregunta, demasiado directa, turbó al escriba.
—Majestad, no son exactamente reproches, pero la cofradía exige recibir, diariamente, cierto número de géneros que gravan nuestro presupuesto. Varios auxiliares están destinados a su servicio y, como los residentes en el Lugar de Verdad están sometidos a secreto, es imposible controlar su trabajo e imponerles las consecuentes tasas. Muchos funcionarios se preguntan acerca del cometido exacto de esta corporación, que goza de privilegios que a algunos les parecen desmesurados.
—¿Qué propones, pues?
El administrador principal se sintió animado a proseguir. Estaba claro que al monarca le había gustado su argumentación.
—Propongo que se suprima el Lugar de Verdad y se disperse a los artesanos que lo componen. La aldea, que no ocupa una gran superficie, será transformada en almacén. Así obtendremos ganancias sustanciales, por no hablar de los impuestos que afectarán a familias e individuos que hasta ahora estaban exentos de pagarlos. La desaparición de esta arcaica institución supondrá, pues, claros beneficios para el Estado.
Ramsés ya sólo tenía que adoptar el decreto que transformara el proyecto en realidad.
—¿Conoces la misión del Lugar de Verdad? —preguntó el monarca.
El alto funcionario se crispó.
—Por supuesto, majestad… Como ya he mencionado, su cometido consiste en excavar las moradas de eternidad del faraón reinante, de la gran esposa real y de sus íntimos.
—Mi propia tumba se inició en el año dos de mi reinado, y, por lo visto, tú consideras que los artesanos de la cofradía están ociosos porque su tarea terminó hace mucho tiempo, dada mi longevidad.
—Oh, no, majestad, no es eso, ya sé que realizan otras actividades, y no quería decir que…
—El faraón construye en tierra la ciudad de Dios, de acuerdo con su deber. Y se muestra benefactor por los trabajos que emprende para los dioses, construyendo sus templos y moldeando sus imágenes. En Bubastis, Athribis, en Pi-Ramsés, en Edfú, en Elefantina, tanto en el Bajo como en el Alto Egipto, la obra se cumple y prosigue de múltiples maneras. En el centro de esta obra está la morada de eternidad del faraón que crea el Lugar de Verdad. Por ello, mi padre, Seti, decretó la extensión de la aldea, pues el misterio esencial de donde procede todo es el nacimiento de lo que espíritus romos como el tuyo consideran una tumba y que es, en realidad, un foco de luz. Los artesanos trabajan todos los días para vencer a la muerte, construyen para el ka, esa energía inmaterial que anima toda forma viviente sin por ello fijarse en ella y desaparecer con ella. Y para el ka real, que pasa de faraón en faraón sin ser nunca propiedad de ninguno de ellos, siguen perfeccionando mi última morada. Pero ¿qué puedes comprender tú de ese secreto, escriba de corazón cerrado y corta inteligencia? Debes saber que mi estancia en Tebas no tiene más objetivo que embellecer la aldea de los constructores, ofrecerles mayores medios para que puedan trabajar y fortalecer su estabilidad. Y a esta tarea consagraré los últimos años de mi vida terrenal, pues no hay nada más importante que el Lugar de Verdad.