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El leñador tenía la piel curtida como el cuero y mascaba sin cesar hojas de alheña. Por delante de Ardiente y él, marchaban una decena de cabras conducidas por la más vieja, que parecía saber adonde iba.

—¿Cortamos leña o guardamos el rebaño?

—No seas impaciente, muchacho; por lo que veo, no conoces el oficio. Gracias a mis cabras, gano tiempo y energía.

La vieja cabra se fijó en una acacia, en el límite del desierto, y la emprendió con las hojas más accesibles. Sin poder resistir aquella golosina, sus congéneres se lanzaron al asalto del árbol.

—Sentémonos a la sombra de aquella palmera, allí, y dejemos que las cabras trabajen. He traído pan, cebollas y un odre de agua fresca.

—No tengo ganas de descansar, sino de cortar madera, mucha madera.

—¿Para qué?

—Necesito la cantidad necesaria para fabricar un sillón.

—¿Tienes que amueblar una casa?

—Necesito esta madera.

—Tienes tus secretillos y haces bien. Cuanto menos se cuenta mejor van las cosas. Yo me he divorciado dos veces porque confiaba demasiado en mis esposas. Terminaron dejándome sin blanca y acabaré mis días como leñador, al servicio de un carpintero.

—¿Cuándo empezamos?

—Mira esas buenas bestias y agradéceselo.

Levantándose sobre las patas traseras, las cabras desnudaban con ardor el árbol. Cuando hubieron devorado lo que podían alcanzar, el leñador fue en su ayuda. Ató una cuerda a las ramas altas y tiró de ellas para ponerlas al alcance de los cuadrúpedos, encantados de proseguir el festín.

—¡Admira la tarea, muchacho! La acacia ha quedado perfectamente limpia, ahora nos toca a nosotros.

Ardiente recibió un hacha con mango de madera y arqueada hoja de bronce. Desramó el tronco a pequeños y precisos hachazos y, luego, sin recuperar el aliento, lo cortó con una fuerza que dejó pasmado al leñador. El joven no sólo parecía infatigable, sino que, además, realizaba el gesto justo como si fuera un profesional experimentado.

—Vas demasiado de prisa para mí… A ese ritmo, acabarías estropeando el oficio.

—Tranquilízate, no pienso hacer carrera. En cuanto haya terminado, pídeles a tus cabras que elijan otro árbol.

—El patrón ha dicho que…

—El hacha la manejo yo, no el patrón.

El leñador consideró que sería mejor evitar problemas inmediatos. Las cabras partieron, pues, a la conquista de un nuevo festín mientras él disfrutaba de un descanso bien merecido y Ardiente la emprendía con su segunda acacia.

Silencioso y Clara esperaban desde hacía tres días. Obed el herrero les traía unas frugales comidas sin decir palabra, como si hubiera recibido la orden de observar un inquebrantable mutismo. El jefe Sobek pasaba ante ellos sin dirigirles la palabra. Asistían a la llegada del cortejo de asnos cargados de géneros diversos y material, a la descarga vigilada por los guardianes de la puerta y a la labor de los auxiliares, que se encargaban de la comodidad de los habitantes del Lugar de Verdad.

—¿Es un proceder normal? —preguntó Clara.

—Lo ignoro. Los del interior actúan como les parece.

—Esperar a tu lado no es una prueba, y el lugar es tan mágico que logra que el tiempo fluya como la miel.

Silencioso compartía la serenidad de su compañera. Con ella y gracias a ella no temía golpe alguno de la suerte. Si el tribunal de admisión pensaba doblegarlos bajo el peso de la angustia, se estaba equivocando. Hallarse aquí, en el desierto, entre colinas salvajes dominadas por la majestuosa cima de Occidente, muy cerca del lugar donde unos seres trabajaban para la eternidad, viviendo en el secreto de la materia, ya le hacía feliz.

Cuando el tercer día concluía y el sol se hundía en el horizonte, el guardián de la puerta fue a su encuentro.

—Silencioso, ¿sigues solicitando tu admisión en la cofradía del Lugar de Verdad?

—Mis intenciones no han variado.

—¿Y tú, Clara?

—Tampoco las mías.

—Con mi colega, me encargo del servicio de correos. ¿Deseáis dirigir una carta a un pariente antes de presentaros ante el tribunal de admisión?

Silencioso negó con la cabeza, y su esposa le imitó, aunque no podía dejar de pensar en su padre, que no comprendería su decisión.

—Seguidme, entonces.

La noche caía de prisa. Los auxiliares habían ido a dormir a su casa, en la llanura, y se habría jurado que la aldea, sumida en la oscuridad, había sido abandonada.

Pese a su determinación, Clara tenía el corazón en un puño. La dulce magia del lugar había desaparecido con los postreros rayos del sol y ya sólo quedaba un temor difuso y opresivo.

Siguiendo al guardián, la pareja llegó a un metro de la puerta norte, el acceso principal al Lugar de Verdad.

—Aguardad aquí.

Silencioso estrechó la mano de su esposa.

El guardián se agachó, encendió una antorcha y se desinteresó de la pareja. Unos halcones peregrinos bailaban en el cielo, donde agonizaban los últimos fulgores anaranjados. La puerta se entreabrió y apareció un hombre de edad avanzada que se quedó inmóvil en el umbral. Iba ataviado con una pesada peluca negra, un largo paño blanco y un nudoso bastón en la mano derecha. Silencioso creyó reconocer a un cantero de difícil carácter, al que no era conveniente importunar.

—¿Quiénes sois los que osáis turbar la serenidad del Lugar de Verdad?

—Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, y mi esposa, Clara.

—¿Sois conocidos por el tribunal de admisión?

—Deseamos presentarle nuestra demanda.

—¿Cuál es?

—Pertenecer a la cofradía de los artesanos y vivir en el Lugar de Verdad.

—¿Cumples los requisitos necesarios?

Silencioso presentó la bolsa de cuero, la silla plegable y la madera destinada a la fabricación de un sillón. El hombre lo examinó sin pronunciar palabra.

—¿Y tú, Clara?

—He escuchado la llamada de la cima de Occidente.

El hombre del bastón pensó durante largo rato, como si sopesara la respuesta.

—En nombre del faraón, jurad que no revelaréis a nadie, bajo ninguna circunstancia, lo que vais a ver y oír.

La pareja prestó juramento.

—¡Si traicionáis vuestro juramento, que los demonios del infierno os atormenten eternamente! Seguidme.

Silencioso y, luego Clara, se deslizaron por la puerta entornada, detrás del hombre del bastón. Al otro lado, adivinaron una calleja flanqueada de casas, pero no tuvieron oportunidad de dejar que su mirada errara por aquel universo misterioso, pues fueron obligados a dirigirse hacia la izquierda, donde dieron con un porche ante el que se hallaban dos artesanos.

La oscuridad no permitía distinguir sus rostros.

Uno de ellos avanzó y agarró a Clara por la muñeca. Silencioso reaccionó de inmediato.

—¿Adonde la llevas?

—Si te niegas a someterte a nuestras leyes, deberás abandonar la aldea de inmediato.

—Ten confianza —dijo Clara.

El artesano se alejó con la muchacha.

Silencioso sintió el rigor de la soledad y temió las pruebas que estaban por venir. Había esperado que no los separarían y que unirían sus fuerzas ante los jueces, pero tendría que hacerles frente sin ella.

—Ha llegado la hora —anunció el hombre del bastón.