El jefe Sobek no invitó a sentarse a sus huéspedes. No había dormido bien, había digerido mal un plato de habas en salsa, maldecía el calor y no soportaba que le contrariaran.
—¿Conocéis bien al jefe de equipo Neb el Cumplido? —preguntó Silencioso con calma.
—¿Me tomas por un retrasado? ¡Es a ti a quien no conozco! Y Neb el Cumplido no tiene hijos.
—En el sentido profano de la palabra, es cierto.
—¿Qué estás diciendo…?
—Mis padres murieron, Neb el Cumplido me adoptó. Para los artesanos del Lugar de Verdad, me he convertido en su hijo. Y como debe de hacer poco tiempo que ocupáis vuestro puesto, oís hablar de mí por primera vez.
Sobek se dio una palmada en la frente, con su mano diestra.
—Tantas historias, tantos misterios… ¿Cómo voy a verificarlo? ¡No tengo derecho a penetrar en la aldea!
—Dejadme hablar con el guardián de la gran puerta. Él avisará a mi padre.
—Admitámoslo… ¿Y ésta quién es?
—Clara, mi esposa.
—¿De quién es hija?
—De un empresario de la orilla este.
—Ah… ¡De modo que ella no vive en la aldea!
—Todavía no, pero vivirá conmigo.
Sobek señaló a Silencioso con un índice acusador.
—¿Y qué me demuestra que estáis casados?
—Sabéis muy bien que no es necesario ningún documento administrativo.
—Sé también que debéis vivir bajo el mismo techo… ¿Y dónde está ese techo?
—Si nos autorizáis a salir de aquí y a ir al barrio de los auxiliares, os lo mostraré.
—Vamos.
En el exterior del recinto de la aldea, algunos artesanos pertenecientes al personal auxiliar de la cofradía habían sido autorizados a construir modestas moradas. Así ocurría con Obed el herrero, un sirio cuarentón de enormes brazos, bajo y barbudo. Fabricaba y repartía herramientas de metal.
En cuanto descubrió a Silencioso, Obed salió de su forja y corrió hacia él para gratificarle con un abrazo que estuvo a punto de derribar al joven.
—¡De regreso por fin! Yo estaba convencido de que no habías desaparecido. El escriba Ramosis está enfermo y tu padre comenzaba a desesperarse.
Irritado, Sobek intervino.
—¡Te burlas de mí! Esta casa es la de Obed, no la tuya.
El herrero se interpuso.
—¿Cuál es tu problema, jefe?
—Este hombre afirma estar casado con esta mujer, pero no tienen techo.
Obed contempló a Clara.
—¡Por todos los dioses del cielo y de la tierra, qué hermosa es! Si me quisiera como marido, no vacilaría ni un solo instante. Estás mal informado, jefe. Acabo de legar mi habitación a esta joven pareja, que penetrará en ella ante todos vosotros para que quede constancia. Estarán, pues, en su casa y consumarán su unión.
Furioso, Sobek intentó argumentar:
—Y si la muchacha no lo consintiera, y si estos dos fueran hermano y hermana, y si…
—Tómame en tus brazos —pidió Clara a Silencioso, que la levantó para cruzar el umbral de la casa.
—Os felicito por vuestra conciencia profesional, jefe Sobek —declaró el hijo espiritual de Neb el Cumplido—. Clara y yo nos amamos, somos marido y mujer, y vamos a venerar a Hator, diosa del amor, por la felicidad que nos ofrece.
—¿No querrás, a fin de cuentas, asistir a la escena y levantar acta? —preguntó el herrero al policía.
Ante la risa gutural de Obed, Sobek volvió a su despacho. Quería saberlo todo sobre Silencioso. Si había cometido la menor falta, no se libraría.
Qué dulce había sido aquella noche de amor en una pequeña habitación amueblada con un viejo catre cojo. Sus cuerpos estaban hechos el uno para el otro y sus gestos habían desplegado, espontáneamente, la magia del deseo y la ternura.
—Qué feliz hora esta —dijo Silencioso cuando se levantó el sol—; ¿qué diosa podría hacerla eterna?
—He dormido a tu lado, amor mío, tu mano se ha posado en mí y me he convertido en tu esposa. No te alejes más de mí, que nada ni nadie nos separe.
Silencioso la abrazaba cuando les alertó un ruido.
—Si los jóvenes recién casados están despiertos —anunció la gruesa voz del herrero—, les traigo algo para comer.
Leche, tortas calientes todavía, queso fresco, higos… ¡Un verdadero festín!
—Tu mujer es tan bella como una diosa, Silencioso, y debe de poseer innumerables cualidades, pero… ¿la has advertido de que no la llevas al paraíso? La aldea es un mundo cerrado, hostil a cualquier rostro nuevo, sobre todo cuando puede eclipsar a los demás.
—Mi marido no me ha ocultado nada —precisó Clara.
—Ah… ¿Y no tenéis miedo?
—Como él, he escuchado la llamada.
—Bueno… Entonces son inútiles mis advertencias. Si yo estuviera en vuestro lugar, olvidaría el Lugar de Verdad e iría a instalarme en la orilla este para aprovechar la existencia. A vuestra edad, encerraros en esta aldea y no tener más horizonte que una misteriosa obra… En fin, a cada cual su destino.
—Mi taparrabos está bastante deslucido —deploró Silencioso—. Con tu vestido nuevo, harás mejor efecto.
—Espero que el tribunal de admisión no se pronuncie sólo por la apariencia.
—Para serte franco, ignoro sus criterios y ni siquiera sé quién forma parte de él.
—¿Estás inquieto, acaso?
—Temo fracasar, decepcionarte, ser indigno de mi padre…
—También yo estoy inquieta. Pero sé que no tenemos otra opción, que deberemos ser sinceros y mostrarnos como somos.
—Me preocupa otro detalle: he cumplido las condiciones materiales para presentarme, pero ¿qué van a exigirte?
—Ya veremos.
El herrero llamó a Silencioso.
—Aquí está lo que me confiaste antes de partir, hace varios años —dijo Obed entregándole una bolsa de cuero, unos pedazos de madera de buena calidad para fabricar un sillón y una silla plegable de madera—. De todos modos no acabo de comprender por qué no te presentaste ante el tribunal si habías cumplido las condiciones impuestas. Tú, el hijo espiritual de un famoso artesano.
—Porque no había escuchado la llamada.
—¿Y para escucharla has viajado tanto tiempo?
—Sí, y he advertido que estaba muy cerca, tan cerca que su potencia me había ensordecido.
El herrero suspiró.
—Gracias por tu franqueza, pero realmente no comprendo nada… Buena suerte de todos modos.
La mañana era soberbia, el calor insoportable. La pareja acudió al puesto de policía municipal, donde un Sobek de mejor humor degustaba su desayuno.
—No tengo ninguna razón para encarcelaros —se lamentó—. Salid de aquí y presentaos en la puerta del norte.
Silencioso y Clara obedecieron al policía. Los muros que formaban el recinto de la aldea parecían infranqueables.
A la izquierda de la puerta cerrada, uno de los dos guardianes estaba de centinela de las cuatro de la madrugada a las cuatro de la tarde. Provisto de un gran bastón, disponía de una choza para resguardarse del sol y no tenía autorización para cruzar el umbral. Como su camarada, vivía en la zona cultivada, lejos del Lugar de Verdad.
De cabeza cuadrada, ancho de hombros, veterano en toda clase de luchas, el centinela cobraba un modesto salario, completado por algunas primas cuando servía de testimonio en las transacciones comerciales.
—Me llamo Silencioso y soy el hijo de Neb el Cumplido. Mi esposa Clara ha escuchado, como yo, la llamada y te rogamos que abras las puertas de la aldea.
—No estáis autorizados a entrar.