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El juez designado por el visir para la audiencia del día era un hombre de edad madura y gran experiencia. Vestido con una simple túnica sujeta por dos anchos tirantes anudados por detrás del cuello, llevaba un collar de oro del que colgaba una figurita que representaba a la diosa Maat.

Maat, una mujer sentada que sujetaba la llave de la vida. En su cabeza, la timonera, la pluma que permite a los pájaros orientar su vuelo sin error. Verdad, justicia y rectitud al mismo tiempo, ella era la verdadera patrona del tribunal.

A los pies del juez había un paño rojo en el que se habían dispuesto cuatro bastones de mando, símbolo de un auténtico Estado de derecho.

—Bajo la protección de Maat y en nombre del faraón —declaró el juez—, esta audiencia queda abierta. Que la verdad sea el aliento de vida en la nariz de los hombres y que expulse el mal de su cuerpo. Juzgaré al humilde del mismo modo que al poderoso, protegeré al débil del fuerte y apartaré de cada cual el furor del ser malvado. Que sean introducidos los protagonistas de la riña que tuvo lugar en la calleja del mercado.

El sirio y sus dos acólitos no negaron los hechos e imploraron clemencia al tribunal. Compuesto por cuatro escribas, una mujer de negocios, una tejedora, un oficial de reserva y un intérprete, el jurado condenó al trío a cinco años de trabajos de utilidad pública. En caso de reincidencia, la pena se triplicaría.

Cuando Ardiente compareció ante el magistrado, no agachó la cabeza. Ni el ambiente austero del tribunal ni el rostro adusto de los jurados parecieron impresionarle.

—Tu nombre es Ardiente y afirmas haber socorrido a la víctima.

—Es la verdad.

Los policías confirmaron la declaración de Ardiente, luego testificó Silencioso.

—Fui golpeado en la espalda, los agresores me obligaron a tenderme boca abajo, sólo pude oponer una débil resistencia y tal vez habría muerto si este muchacho no hubiera acudido en mi auxilio. Siendo uno contra tres, necesitó un valor excepcional.

—El tribunal lo admite de buena gana —reconoció el juez—, pero el escriba del trabajo forzado, aquí presente, ha denunciado a Ardiente por delito de fuga.

En primera fila, el funcionario esbozó una sonrisa satisfecha.

—El valor de Ardiente debería valerle la indulgencia del jurado —alegó Silencioso—. ¿No puede perdonársele este error de juventud?

—La ley es la ley, y el trabajo forzado, una tarea esencial para el bienestar colectivo.

Sobek el nubio avanzó.

—Como jefe de la policía del sector del Lugar de Verdad, comparto la opinión de Silencioso.

El magistrado frunció el ceño.

—¿Qué justifica esta intervención?

—El respeto a la ley de Maat, que a todos nos importa. Siendo el único hijo de un granjero, Ardiente está legalmente exento del trabajo forzado.

—El informe del escriba no menciona este punto fundamental —observó el juez.

—Es un texto mentiroso, pues, y su autor debe ser severamente castigado.

El escriba del trabajo forzado ya no sonreía.

Ardiente miraba al nubio con asombro. Nunca habría creído que un policía le ayudara.

—Que detengan a ese funcionario poco escrupuloso —ordenó el juez—, y que liberen de inmediato a Ardiente.

Silencioso apenas oyó la decisión pues, desde hacía mucho rato, sus ojos estaban clavados en la figurita de Maat que adornaba el pecho del juez.

El Lugar de Verdad, el lugar de Maat, el ámbito, privilegiado entre todos, donde se expresaba lo justo, donde se enseñaba su secreto gracias al gesto de los artesanos iniciados en la Morada del Oro… Eso era lo que Silencioso no había percibido hasta entonces.

Mirando a la diosa, su corazón se abrió.

La figura creció, se hizo inmensa, llenó la sala del tribunal y atravesó el techo para llegar al cielo. Maat era más vasta que la humanidad, se extendía tan lejos como el universo y vivía de la luz.

Silencioso vio de nuevo las casas de la aldea, los talleres y el templo. Y escuchó la llamada, la voz de Maat pidiéndole que volviera al Lugar de Verdad y llevara a cabo, allí, la obra a la que estaba destinado.

—No voy a repetirlo —dijo el juez, irritado—. Os pregunto si estáis satisfecho, Silencioso. ¿Habéis oído?

—¡Sí, oh, sí, he oído!

Silencioso salió lentamente del tribunal, con la mirada puesta en la cima de Occidente, protectora del Lugar de Verdad.

—Me gustaría hablarte —le dijo Ardiente—, pero tienes un aspecto realmente extraño.

Poseído aún por la llamada que le había invadido, Silencioso apenas reconoció a su salvador.

—Perdóname, quería darte las gracias. Estoy vivo gracias a ti.

—¡Bah! Me divirtió intervenir.

—¿Te gusta pelear, Ardiente?

—En el campo hay que saber defenderse. A veces el tono sube de prisa y pelean, de buena gana, por una nadería.

—¿Dónde vives?

—En la orilla oeste, pero he abandonado definitivamente la granja familiar. Me muero de sed, ¿tú no?

—Lo menos que puedo hacer es ofrecerte cerveza fresca.

Silencioso se procuró una jarra y los dos amigos se sentaron en la ribera, a la sombra de una palmera.

—¿Por qué has dejado a tu familia?

—Porque no quiero ser granjero ni suceder a mi padre.

—¿Y cómo imaginas tu porvenir?

—Sólo tengo una pasión: el dibujo. Y sólo existe un lugar donde puedo probar mis dotes y aprender lo que me falta: el Lugar de Verdad. He intentado acercarme, con la esperanza de entrar en él, pero parece imposible. Sin embargo, no renunciaré a mi proyecto… Es la única razón que me hace seguir vivo.

—Eres muy joven, Ardiente, y podrías cambiar de opinión.

—Eso no ocurrirá, ¡tenlo por seguro! Desde mi infancia, observo la naturaleza, los animales, los campesinos, los escribas… Y los dibujo. ¿Quieres que te lo muestre?

—Encantado.

Rompiendo el extremo de una palma seca, Ardiente trazó en la tierra, con notable precisión, el rostro del juez, su collar y la figurita que representaba a la diosa Maat.

Por primera vez, se sintió inquieto. Él, que siempre había estado convencido de su talento y se burlaba de las críticas de los demás, aguardaba angustiado el juicio de aquel joven mayor que él, tan tranquilo y ponderado.

Silencioso se tomó tiempo.

—Está bastante bien —consideró—. Tienes el sentido innato de las proporciones y tu mano es muy segura.

—Entonces… ¿Crees realmente que tengo dotes?

—Lo creo.

—¡Fabuloso! ¡Soy un hombre libre y sé dibujar!

—De todos modos, te queda mucho por aprender.

—¡No necesito a nadie! —clamó Ardiente—. Hasta ahora me las he arreglado solo y seguiré haciéndolo.

—En este caso, ¿por qué quieres ser admitido en la cofradía de los servidores del Lugar de Verdad?

La contradicción golpeó de lleno al artista en ciernes.

—Porque… porque me permitirá dibujar y pintar durante todo el día, sin ocuparme de nada más.

—¿Y crees que te necesita?

—¡Le demostraré que soy el mejor!

—Probablemente la vanidad no sea el mejor modo de forzar la puerta.

—No es vanidad, sino un deseo más ardiente que el fuego. Sé que debo ir allí e iré, sean cuales sean los obstáculos.

—Tal vez el ardor no sea suficiente.

Ardiente levantó los ojos al cielo.

—No es sólo ardor, sino una especie de llamada que he oído, una llamada tan potente, tan imperiosa que no puedo dejar de responderla. El Lugar de Verdad es mi verdadera patria, es allí donde debo vivir, no puedo permanecer en ninguna otra parte… Pero tú no puedes comprenderlo.

—Creo que sí.

Ardiente abrió los ojos asombrado.

—Lo dices por simpatía, pero te dominas demasiado, a ti mismo y a tus emociones, para compartir mi pasión.

—El Lugar de Verdad es mi pueblo —reveló Silencioso.