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Ardiente había tomado la barcaza, considerando preferible alejarse por algún tiempo de la orilla oeste, aunque sin perder de vista su objetivo: convencer a un artesano del Lugar de Verdad de que le apadrinara. Tras pasar una semana en la orilla este, el joven cruzaría el Nilo a nado e intentaría acercarse a la aldea pasando por las colinas más elevadas.

La barcaza atracó en el mercado que se celebraba a orillas del río, donde podía comprarse carne, vino, aceite, legumbres, panes, pasteles, fruta, especias, pescado, ropa y sandalias. La mayoría de vendedores eran mujeres, expertas en el arte de manejar la balanza. Confortablemente instaladas en sillas plegables, regateaban ásperamente y bebían cerveza dulce cuando tenían la garganta demasiado seca.

Viendo tantos géneros, Ardiente tuvo una brusca sensación de hambre. Las raciones del calabozo no habían colmado su apetito y tenía ganas de comer cebollas frescas, un pedazo de buey seco y un meloso pastel. Pero ¿qué dar a cambio? El muchacho no poseía nada para hacer el trueque.

Ya sólo le quedaba apoderarse de un panecillo sin que la panadera y el babuino policía que se lanzaba contra los ladrones y les mordía las pantorrillas para impedir que huyeran le viesen.

Una viuda intentaba cambiar una pieza de tela por un saco de trigo, pero al vendedor le parecía en exceso mediocre la calidad del tejido. Comenzaba una discusión que tardaría en concluir. Una hermosa morena que mantenía a su hijo contra su pecho deseaba una pequeña jarra a cambio de pescado fresco, un vendedor de puerros alababa sus magníficas legumbres.

Ardiente se introdujo en la multitud para acercarse por detrás a los puestos y aprovechar un momento de descuido de una vendedora de pasteles; pero había un segundo babuino policía, sentado sobre sus posaderas y cuya mirada seguía a los curiosos.

—¡Estás contento, perfumista, yo también! —exclamó el intendente de un noble que acababa de adquirir una redoma cónica llena de mirra.

Ardiente se alejó del simio de impresionantes mandíbulas, demasiado atento para que le engañaran. Con el estómago en los talones, salió del mercado detrás de un joven de más edad y menos atlético que él. Cargado con un saco de legumbres y frutas, tomó por una calleja cubierta de palmas.

Intrigado por la precipitada maniobra de tres hombres que seguían los pasos del comprador, Ardiente los siguió.

Al extremo de la calleja, los tres comparsas se lanzaron juntos sobre su presa. El sirio golpeó a Silencioso en los riñones, los otros dos le sujetaron por los brazos y le obligaron a tenderse boca abajo.

El sirio puso el pie en la nuca de su víctima.

—Vamos a darte una buena lección, muchacho, y luego saldrás de la ciudad. Aquí no te necesitamos.

Silencioso intentó volverse de lado, pero una patada en la espalda le arrancó un grito de dolor.

—Si te defiendes, te golpearemos con más fuerza.

—¿Y no queréis probar conmigo, pandilla de cobardes? —preguntó Ardiente.

Dicho esto, saltó sobre el sirio, le agarró por el cuello y le lanzó contra una pared. Sus aliados intentaron rechazar al joven atleta, pero él golpeó al primero con la cabeza agachada, paró el ataque del segundo y le hundió el codo en el vientre.

Silencioso intentó levantarse, pero vio treinta y seis candelas[3] y cayó de rodillas mientras Ardiente derribaba al sirio de un puñetazo. Sus cómplices pusieron pies en polvorosa, pero fueron interceptados por unos policías y un babuino que mostraba sus acerados colmillos.

—¡Qué nadie se mueva! —ordenó uno de ellos—. Estáis todos detenidos.

Cuando Silencioso despertó, ya había amanecido hacía mucho rato. Tendido boca abajo, con los brazos colgando a uno y otro lado de una estrecha cama, sintió una deliciosa sensación de calor a la altura de los riñones.

Una mano muy delicada ponía bálsamo en las doloridas carnes. De pronto, el muchacho se dio cuenta de que estaba desnudo y de que era Clara quien le cuidaba.

—Quedaos quieto —exigió ella—. Para que sea eficaz, el bálsamo debe penetrar bien en las contusiones.

—¿Dónde estoy?

—En casa de mi padre. Fuisteis agredido por tres obreros que os apalearon y os desvanecisteis. Los bandidos fueron detenidos y os trajeron aquí. Habéis dormido más de veinte horas, pues os hice beber una poción calmante. Por lo que al bálsamo se refiere, está compuesto de beleño, cicuta y mirra. Gracias a él, vuestras heridas sanarán rápidamente.

—Alguien acudió en mi auxilio…

—Un muchacho que ha sido detenido también.

—¡Es injusto! Arriesgó su vida por mí, él…

—Según la policía, está en situación irregular.

—Tengo que levantarme e ir a declarar en su favor.

—El asunto será juzgado mañana mismo en el tribunal del visir. Mi padre ha presentado una denuncia que ha sido atendida en seguida, dada la gravedad del asunto. Lo más urgente es que volváis a poneros en pie y dejéis que os cuide. Tened la amabilidad de tenderos de espaldas.

—Pero yo…

—Ya no tenemos edad para falsos pudores.

Silencioso cerró los ojos. Clara le untó la frente, el hombro izquierdo y la rodilla derecha con bálsamo.

—Mis agresores querían que abandonase la ciudad.

—No os preocupéis: serán condenados a una pesada pena y mi padre contratará a otros obreros. Desea más que nunca que aceptéis el puesto de capataz.

—Temo no ser muy popular…

—Mi padre está maravillado ante vuestra competencia. Ignora que fuisteis educado en el Lugar de Verdad, no he traicionado vuestro secreto.

—Gracias, Clara.

—Quiero pediros un favor… Cuando hayáis tomado vuestra decisión, me gustaría ser la primera en conocerla.

Cubrió al herido con un lienzo de lino que olía al aire limpio y perfumado de la campiña tebana.

Silencioso se incorporó.

—Clara, me gustaría deciros…

Los ojos azules y luminosos le miraron con infinita dulzura, pero no se atrevió a tomar la mano de la muchacha ni a expresar sus sentimientos.

—Siempre he trabajado a las órdenes de alguien más cualificado que yo y estoy seguro de no ser capaz de regular las tareas de otro… Debéis comprenderme.

—¿Significa eso que lo rechazáis?

—Sólo debo pensar en ayudar al muchacho que vino a socorrerme. Sin él tal vez estaría muerto.

—Tenéis razón —asintió ella con voz transida de tristeza—. Él debe ocupar el centro de vuestros pensamientos.

—Clara…

—Perdonadme, tengo mucho trabajo.

Ligera, inaccesible, salió de la habitación.

Silencioso hubiera deseado retenerla, explicarle que era estúpido, incapaz de abrirle su corazón. La puerta que acababa de cerrarse no volvería a abrirse nunca más, sin duda. Debería haber tomado a Clara en sus brazos y cubrirla de besos, pero le impresionaba demasiado.

El bálsamo era eficaz; poco a poco, los dolores desaparecían. Pero lamentaba que los agresores no hubieran concluido su siniestra tarea. ¿De qué servía vivir si no había oído la llamada y no se casaría con la mujer amada? En cuanto su salvador fuera absuelto, Silencioso desaparecería.