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Sobek detestaba las recepciones, pero estaba obligado a asistir a la fiesta anual de la policía de la orilla oeste de Tebas, durante la que se anunciaban los ascensos, los cambios de destino y las jubilaciones. Para la ocasión se mataban algunos cerdos y se bebía vino tinto ofrecido por el visir.

El nubio, cuya estatura no pasaba desapercibida, fue objeto de todas las atenciones. No por ser policía se es menos curioso, y muchos de sus colegas le preguntaron si había descubierto alguno de los secretos del Lugar de Verdad. Fatalmente, se ironizó sobre sus supuestas relaciones con las mujeres de la aldea, que no podían sino sucumbir al encanto del soberbio negro.

Sobek bebió, comió y dejó que hablaran.

—Al parecer, tu nuevo puesto te gusta —le susurró el escriba del trabajo forzado, un amargado al que Sobek detestaba.

—No me quejo.

—Se murmura que ha habido un muerto entre tus hombres…

—Un novato que se cayó, por la noche, en las colinas. La investigación se ha cerrado.

—Pobre tipo… No aprovechará los placeres de Tebas. A cada uno sus problemas… Yo no consigo echar mano al hijo de un granjero que intenta escapar del trabajo forzado.

—El caso no debe ser raro.

—Te equivocas, Sobek. Es un deber que todos aceptan y las penas para los que delinquen son pesadas. Además, con la planta del mozo, a pesar de que sólo tiene dieciséis años, la detención promete ser movida.

El escriba del trabajo forzado hizo una descripción que correspondía, perfectamente, a la del espía encarcelado por Sobek.

—¿Y ha cometido otros delitos el muchacho? —preguntó el nubio.

—Ardiente se enemistó con su padre, que quiere darle una buena lección para que regrese a la granja. Lo malo es que hay delito de fuga… Probablemente el tribunal pronunciará una severa pena.

—¿Sus hermanos no te han dado ninguna información útil?

—Ardiente sólo tiene hermanas.

—Es curioso… Y siendo el único muchacho de la familia, ¿no debería estar exento del trabajo forzado?

—Tienes razón, tuve que amañar un poco el procedimiento para satisfacer a su padre, un viejo amigo. Todos lo hemos hecho un día u otro.

Unos días de calabozo no habían hecho mella en el orgullo de Ardiente, que se mantuvo muy erguido ante Sobek.

—Bueno, muchacho, ¿estás decidido a decirme la verdad?

—No ha cambiado.

—¡Eres una especie de obra maestra del género tozudo! Debería haberte interrogado a mi modo, pero tienes suerte, mucha suerte.

—¿Me creéis, por fin?

—He sabido la verdad sobre ti: te llamas Ardiente y eres un fugitivo que intenta escapar del trabajo forzado.

—Pero… ¡Es imposible! ¡Mi padre es granjero y soy su único hijo!

—También lo sé. Tienes problemas, muchacho, graves problemas. Pero resulta que el escriba del trabajo forzado no es un amigo y tu caso no es de mi competencia. Sólo puedo darte un consejo: abandona en seguida la región y haz que te olviden.

En la obra, era la hora de la siesta, después de la comida. Como de costumbre, Silencioso estaba aislado, abandonando el jolgorio a sus cuatro compañeros de trabajo, un sirio y tres egipcios.

—¿Sabéis la última? —preguntó el sirio.

—¡Van a aumentarnos el sueldo! —sugirió el egipcio de más edad, un cincuentón de vientre dilatado por el exceso de cerveza fuerte.

—El nuevo llevó unas vasijas a la hija del patrón.

—¡Bromeas! De eso se encarga siempre el patrón en persona. Nadie tiene derecho a acercarse a su hija, una auténtica belleza. A los veintitrés años no se ha casado aún. Se dice que es un poco hechicera y que conoce el secreto de las plantas.

—No bromeo, fue efectivamente el nuevo quien le llevó las vasijas.

—Entonces, eso significa que el patrón le aprecia mucho.

—Ese tipo no abre la boca: trabaja más de prisa y mejor que nosotros y subyuga al patrón… ¡Os digo que va a nombrarle capataz!

El egipcio panzudo hizo una mueca.

—Ese puesto debería corresponderme a mí por antigüedad.

—¡Por fin has comprendido! Ese intrigante va a quitártelo delante de tus narices y él nos dará las órdenes.

—Nos veremos obligados a seguir su ritmo… ¡Nos agotará, seguro! No podemos dejarle hacer. ¿Qué propones, sirio?

—Librémonos de él.

—¿De qué modo?

—Mañana, cuando salga del mercado con sus compras, le hablaremos un lenguaje que comprenderá perfectamente.

Silencioso estaba terminando de moldear un centenar de gruesos ladrillos que colocaría sobre el lecho de piedra que formaba el zócalo de una casa destinada a la familia de un militar. Para un hijo de escultor del Lugar de Verdad, era la infancia del arte. Durante su adolescencia, Silencioso se había divertido haciendo ladrillos de todos los tamaños, y había acabado, incluso, fabricando él mismo los moldes.

—Tu técnica es excepcional —estimó el patrón.

—Tengo buena mano y me tomo tiempo.

—Sabes mucho más de lo que muestras, ¿no es cierto?

—No lo creáis.

—No importa… ¿Has pensado en mi propuesta?

—Dadme tiempo.

—De acuerdo, muchacho. Espero que otro empresario no intente atraerte…

—Tranquilizaos.

—Confío en ti.

Silencioso había comprendido la estrategia de su patrón: había hecho que conociera a su hija para que quedara seducido, la pidiera en matrimonio, aceptara el cargo de capataz y fundase un hogar. Así se vería obligado a encargarse de la empresa familiar. El patrón era un buen hombre, creía actuar por el interés de su hija. Silencioso no sentía resentimiento alguno hacia él. La maniobra podría haber concluido en un fracaso, pero el joven se había enamorado locamente de Clara. Aunque el porvenir que su futuro suegro le trazaba se parecía a una cárcel en la que no quería entrar, ya no podía imaginar su vida sin la muchacha. Gracias a ella, a su rostro y a su luz, no se había arrojado al Nilo para poner fin a su vagabundeo. Pero nada demostraba que ella compartiera sus sentimientos, y no la obligaría a casarse para satisfacer a su padre.

¿Cómo confesar a una mujer un amor tan intenso? Seguro que la asustaría. Silencioso había imaginado mil y un modos de abordarla, pero le habían parecido a cuál más ridículo. Tenía que rendirse ante la evidencia: lo mejor sería enterrar su pasión en lo más profundo de sí mismo y partir hacia el Norte, como había previsto, soñando con una felicidad imposible.

En la pequeña habitación donde su patrón le alojaba, Silencioso no conciliaba el sueño. Creía haber tomado la decisión acertada, pero no le procuraba ni el menor apaciguamiento. La aldea, la ruta sin fin, los ojos azules de Clara, el río… Todo se mezclaba en su cabeza, como si estuviera ebrio.

Vivir para ella, ser su sirviente, permanecer constantemente a su lado sin pedirle nada más… Tal vez fuera la solución. Pero ella se cansaría y acabaría casándose. El dolor de la separación sería más desgarrador aún.

Silencioso no tenía elección.

Mañana por la mañana terminaría el trabajo que estaba haciendo, iría al mercado a comprar provisiones y abandonaría Tebas para siempre.