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Silencioso regresaba de un largo viaje por Nubia, durante el cual había visitado las minas de oro, las canteras y los numerosos santuarios edificados por Ramsés el Grande, entre ellos, los dos templos de Abu Simbel que celebraban la luz divina, la diosa de las estrellas y su amor eterno por la gran esposa real, Nefertari, que había muerto demasiado pronto. Silencioso había permanecido en los oasis y pasado semanas solo en el desierto, sin temer la compañía de las bestias salvajes.

Heredero de una dinastía familiar del Lugar de Verdad, Silencioso, cuyo destino de escultor parecía decidido, moldearía estatuas de divinidades, de notables y artesanos de su cofradía para proseguir la tradición fielmente transmitida desde el tiempo de las pirámides. Con la edad, cada vez le darían mayores responsabilidades y, a su vez, comunicaría su saber a su sucesor.

Pero quedaba una condición que no se había cumplido todavía: escuchar la llamada. No bastaba con tener un padre artesano ni con ser un buen técnico para ver cómo se abrían las puertas de la cofradía; cada uno de sus miembros tenía como título «el que ha escuchado la llamada»[1], y cada cual sabía de qué se trataba, sin haberlo mencionado nunca.

El joven no ignoraba que sólo la rectitud le permitiría ser amado por el oficio, y era incapaz de mentir: no había escuchado esa indispensable llamada. Él, cuya palabra era tan escasa que le habían apodado el Silencioso, sufría por ese mutismo que no había quebrado eco alguno.

Su padre y los altos responsables de la cofradía habían admitido que la actitud de Silencioso era la única aceptable: explorar el mundo exterior y, si los dioses le favorecían, escuchar allí, por fin, la llamada.

Pero el joven no soportaba vivir alejado del Lugar de Verdad, de aquel paraje único donde había nacido, había crecido y había sido educado con un rigor que no lamentaba. Ahora que le era imposible regresar, experimentaba la dolorosa sensación de perderse cada día más y de ser sólo una sombra solitaria.

Silencioso había esperado que aquel viaje y los poderosos paisajes de Nubia crearan las condiciones necesarias para hacer que resonara la voz misteriosa; pero nada había ocurrido y ya sólo le quedaba vagar, yendo de pequeño oficio en pequeño oficio.

En Nubia había intentado olvidar el Lugar de Verdad y a los maestros a quienes veneraba; pero sus esfuerzos habían sido vanos. De modo que había regresado a Tebas para ser admitido en un equipo de obreros que construían casas no lejos del templo de Karnak.

El propietario de la empresa constructora había superado los cincuenta y cojeaba, a consecuencia de una caída desde lo alto de un tejado. Viudo y padre de una hija única, no le gustaban los charlatanes ni los pretenciosos. De modo que el comportamiento de Silencioso le satisfizo más allá de sus esperanzas. Sin ostentación, el joven daba ejemplo a camaradas que, sin embargo, le miraban con malos ojos: demasiado concienzudo, demasiado trabajador, demasiado encerrado. Con su simple presencia y sin desearlo, ponía de relieve sus defectos.

Gracias al nuevo obrero, el patrón había terminado una casa de dos pisos más de un mes antes de la fecha prevista. Muy satisfecho, el comprador no ahorraba elogios al empresario y le había procurado dos nuevas obras.

Sus colegas habían vuelto a casa, Silencioso limpiaba las herramientas como le había enseñado un escultor del Lugar de Verdad.

—Acabo de recibir una jarra de cerveza fresca —le dijo su patrón—. ¿Tomarás una copa conmigo?

—No querría molestaros.

—Te invito.

El patrón y su empleado se sentaron en esteras, en la choza que servía de refugio a los obreros para hacer la siesta. La cerveza era excelente.

—No te pareces a los demás, Silencioso. ¿De dónde eres originario?

—De la región.

—¿Tienes familia?

—Un poco.

—Y no te apetece hablar de ella… Como quieras. ¿Qué edad tienes?

—Veintiséis años.

—Ya va siendo hora de que te instales, ¿no crees? Sé juzgar a los hombres: trabajas de un modo notable y no dejarás de perfeccionarte. Hay en ti una rara cualidad: el amor por el oficio. Te hace olvidar todo lo demás y eso no es tan razonable… Hay que pensar en tu porvenir. Comienzo a envejecer, mis articulaciones me hacen sufrir y cada vez arrastro más la pierna. Antes de contratarte, había decidido hacerme con un capataz que me sustituyera, poco a poco, en las obras; pero no hay nada más difícil que encontrar a alguien de confianza. ¿Quieres serlo tú?

—No, patrón. No he nacido para dirigir.

—Te equivocas, Silencioso. Serás un buen capataz, estoy convencido. Pero estoy forzándote… Acepta al menos pensar en mi propuesta.

Silencioso inclinó la cabeza.

—Tengo que pedirte un pequeño favor. Mi hija se encarga de un jardín a orillas del Nilo, a una hora de camino de aquí, y necesita unas vasijas para proteger los brotes jóvenes. ¿Aceptas cargarlas a lomos de un asno y llevárselas?

—Claro.

—Eso te valdrá una prima.

—¿Debo ir en seguida?

—Si no te molesta… Mi hija se llama Clara.[2]

El patrón describió detalladamente el itinerario, Silencioso no podría equivocarse.

El asno se puso en marcha, avanzando con paso seguro y tranquilo. Silencioso comprobó que el peso no fuera excesivo y caminó a su lado. Tomó primero unas callejas, luego un camino de tierra que se abría entre unas pequeñas casas blancas, separadas por huertos.

Acababa de levantarse la suave brisa del norte, anuncio de un anochecer apacible en el que las familias se reunirían para evocar los pequeños acontecimientos del día o escuchar a un narrador que les hiciera reír y soñar.

Silencioso pensaba en la propuesta de su patrón, consciente de que no la aceptaría. Sólo había un lugar donde le hubiera gustado instalarse, pero era imposible hacerlo sin haber escuchado la llamada. Dentro de unas semanas, partiría hacia el Norte y proseguiría su existencia de nómada.

De vez en cuando sentía deseos de mentirse, de correr hasta la aldea y afirmar que había recibido, por fin, la llamada que le abriría las puertas de la cofradía. Pero el Lugar de Verdad no llevaba por casualidad este nombre… Maat reinaba allí, su regla era el alimento cotidiano de los corazones y los espíritus, y a los tramposos se les acababa desenmascarando siempre. «Debes odiar la mentira en cualquier circunstancia, pues destruye la palabra —le habían enseñado—. Es lo que Dios detesta. Cuando la mentira emprende el camino, se extravía, no puede cruzar en la barcaza y no hace un buen viaje. El que navega con la mentira no descansará, y su barco no llegará a su puerto de atraque.»

No, Silencioso no transigiría. Aunque no pudiera acceder al Lugar de Verdad, respetaría al menos el compromiso recibido. Magro consuelo, es cierto, pero que le permitiría, tal vez, sobrevivir.

Una fuerte corriente animaba el Nilo, tan azul como el cielo. ¿Acaso no se decía que el tribunal de Osiris borraba las faltas de quienes en él se ahogaban, que resucitaban así en los paraísos del otro mundo?

Bajar hasta la orilla, zambullirse, negarse a nadar y agradecer que la muerte llegara pronto para olvidar una existencia desprovista de esperanza… Ésa era la única llamada que Silencioso escuchaba. Pero un detalle le impidió ofrecerse al Nilo: le habían confiado una tarea y debía mostrarse digno de aquella confianza. Cumplida su misión, se libraría por fin de sus cadenas gracias a la generosidad del río que arrastraría su alma hacia el más allá.

El asno abandonó el sendero principal, pasó a la izquierda de un pozo y se dirigió hacia un jardín rodeado por un murete. No debía de ser la primera vez que el cuadrúpedo iba allí, y había aprendido el recorrido de memoria.

Un granado, un algarrobo y un árbol que Silencioso no conocía daban una benéfica sombra al jardín donde florecían las centauras, los narcisos y las caléndulas. Pero la belleza de las flores no era nada comparada con la de la muchacha, vestida con una inmaculada túnica blanca. Estaba de rodillas, plantando. Sus cabellos, más bien rubios, estaban sueltos y caían ondeantes sobre sus hombros. Su perfil tenía la perfección del rostro de la diosa Hator, como Silencioso lo había visto esculpido por un artesano del Lugar de Verdad, y su cuerpo era tan flexible como una palma agitada por el viento.

El asno mascó unos cardos, Silencioso creyó desvanecerse cuando la joven se volvió y le miró con sus ojos azules como un cielo de estío.