Un hombre rechoncho se dirigió a Ardiente.
—Pareces sorprendido, muchacho.
—¿Quién ha fabricado esta gigantesca jarra?
—Un alfarero que trabaja para el Lugar de Verdad.
—¿Y cómo lo ha hecho?
—Eres muy curioso.
El rostro de Ardiente se iluminó. Sin duda estaba ante uno de los artesanos de la aldea.
—¡No, no es curiosidad! Quiero ser dibujante y entrar en la cofradía.
—Ah, caramba… Ven a explicarme eso.
El rechoncho llevó a Ardiente más allá del quinto y último bastión, hacia una hilera de talleres donde trabajaban zapateros, tejedores y caldereros. Le invitó a sentarse en un bloque, al pie de una pedregosa colina.
—¿Qué sabes del Lugar de Verdad, muchacho?
—Nada, o muy poco… Pero estoy seguro de que debo vivir aquí.
—¿Por qué razón?
—Mi única pasión es el dibujo. ¿Quieres que te lo muestre?
—¿Sabrías reproducir mi rostro en la arena?
Sin separar la mirada de su modelo, Ardiente utilizó un puntiagudo sílex para trazar con rapidez unas formas precisas.
—Aquí está… ¿Qué me dices?
—Pareces tener dotes. ¿Dónde has aprendido?
—¡En ninguna parte! Soy hijo de granjero y siempre he pasado horas y horas dibujando lo que observaba. Pero me faltan los secretos que aquí se enseñan, estoy seguro. Y quiero pintar, iluminar mis dibujos con el color.
—No te falta ambición ni talento… Pero tal vez eso no te baste para entrar en el Lugar de Verdad.
—¿Qué más se necesita?
—Voy a conducirte ante alguien que debería resolver todos tus problemas.
Ardiente no creía lo que estaba oyendo. ¡Qué bien había hecho atreviéndose! En unas pocas horas acababa de pasar de un mundo a otro, e iba a realizar su sueño. Flanqueando los talleres exteriores de la aldea, cuyos altos muros parecían infranqueables, el joven advirtió que se trataba de construcciones de madera, muy ligeras y tan fáciles de montar como de desmontar.
El rechoncho advirtió su interés.
—Algunos auxiliares no están aquí todos los días… Sólo vienen en caso de necesidad.
—¿Eres uno de ellos?
—Soy lavandero. Una sucia tarea, puedes creerme. Debo encargarme incluso de los paños manchados de las mujeres. Y por mucho que vivan en esta aldea, las cosas no cambian.
El rechoncho se dirigía directamente al quinto fortín.
Ardiente se detuvo.
—Pero… ¿Adonde me llevas?
—¿No creerías, a fin de cuentas, que ibas a entrar en el Lugar de Verdad sin sufrir un riguroso interrogatorio? Sígueme, quedarás complacido.
El joven cruzó el umbral del puesto de guardia ante la mirada burlona de un arquero nubio, recorrió un oscuro corredor y fue a parar a un despacho ocupado por un negro alto, tan atlético como él.
—Buenos días, Sobek —dijo el lavandero—. Os traigo a un espía que ha conseguido cruzar los cinco muros ayudando a un aguador. Espero que la recompensa esté a la altura del servicio prestado.
Ardiente dio media vuelta e intentó huir.
Dos arqueros nubios agarraron al joven, que propinó un codazo en el rostro al primero y golpeó con la rodilla los testículos del segundo. Ardiente podría haber desaparecido, pero prefirió levantar al lavandero, tomándole por las axilas.
—¡Me has traicionado y vas a lamentarlo!
—¡No me mates, no he hecho más que respetar las consignas!
Ardiente sintió que la punta de la hoja de un puñal se hundía en sus riñones.
—Ya basta —ordenó Sobek—. Suéltalo y tranquilízate o perderás la vida.
El muchacho advirtió que el nubio no bromeaba y dejó en el suelo al lavandero, que desapareció sin esperar el cambio.
—Ponedle las esposas de madera —exigió el jefe de la policía local.
Esposado, con las piernas atadas, Ardiente fue arrojado a una esquina del despacho. Su cabeza golpeó con violencia el muro, pero no soltó queja alguna.
—Eres duro —advirtió Sobek—. ¿Quién te envía?
—Nadie. Quiero ser dibujante y entrar en la cofradía.
—Qué divertido… ¿No has encontrado nada mejor?
—¡Es la verdad!
—¡Ah, la verdad! Tanta gente cree poseerla… Aquí, en este despacho, muchos han cambiado de opinión y han admitido que mentían. Una actitud razonable, a mi entender… ¿No te parece?
—Yo no miento.
—Te has mostrado bastante hábil, lo admito, y mis hombres, lamentables. Serán sancionados y tú vas a decirme quién te paga, de dónde vienes y por qué estás aquí.
—Soy el hijo de un granjero y deseo hablar con un artesano del Lugar de Verdad.
—¿Qué quieres decirle?
—Que deseo ser dibujante.
—Qué tozudo eres… Eso no me disgusta, pero no deberías abusar demasiado de mi paciencia.
—¡No puedo deciros nada más, porque es la verdad!
Sobek se palpó el mentón.
—Tienes que comprenderme, muchacho: mi papel consiste en velar por la seguridad absoluta del Lugar de Verdad; en las alturas se considera que soy competente y serio. Pues bien, mi reputación me importa mucho.
—¿Por qué me impedís hablar con un artesano? —preguntó Ardiente.
—Porque no creo tu historia, muchacho. Es conmovedora, de acuerdo, pero completamente inverosímil. Jamás he visto a un candidato presentándose así, a las puertas de la aldea, para solicitar su admisión.
—No tengo relación alguna, ningún protector, nadie me recomienda, ¡y todo me importa un bledo porque sólo conozco mi deseo! Permitidme hablar con un dibujante y le convenceré.
Por un instante, Sobek pareció dudar.
—No te falta descaro, pero conmigo no te servirá de nada. Hay bastantes curiosos que desearían conocer los secretos de los artesanos del Lugar de Verdad, y están dispuestos a pagar el precio para lograrlo. Y tú eres el emisario de uno de estos curiosos… Un curioso cuyo nombre vas a darme.
Ofendido, Ardiente intentó levantarse, pero sus ataduras eran sólidas.
—¡Os equivocáis, os juro que os equivocáis!
—De momento, ni siquiera te preguntaré tu nombre, pues estoy seguro de que mentirías. Eres realmente duro, y la misión que te han confiado debe de ser de gran importancia. Hasta ahora, sólo había podido echar mano a la pescadilla… Contigo es algo serio. Si hablas en seguida te evitarás muchas molestias.
—Dibujar, pintar, hablar con algún maestro… No tengo otra intención.
—Felicidades, amigo, no pareces tener miedo. Por lo general, nadie me resiste tanto tiempo. Pero de todos modos acabarás hablando, aunque tu piel sea más dura que el cuero. Podría encargarme en seguida de ti, pero prefiero suavizarte un poco para facilitarme la tarea. Tras quince días de calabozo, deberías mostrarte mucho menos tozudo y mucho más parlanchín.