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Un húmedo hocico se posó sobre la frente de Ardiente, que abrió en seguida los ojos.

Una perra de pelaje ocre olisqueaba mansamente al intruso, cuando el sol no se había levantado aún y un fresco viento barría la orilla occidental de Tebas y la pista que llevaba al Lugar de Verdad.

El muchacho la acarició justo cuando la perra, alertada por el ruido de cascos, se alejó. Encabezados por un borrico de paso regular, un centenar de asnos cargados de alimentos se dirigía hacia la aldea de los artesanos. Puesto que el jefe de los cuadrúpedos conocía perfectamente el itinerario, avanzaba con paso seguro.

Ardiente los vio pasar, admirado. Sabían, como él, adonde iban, pero ellos podrían pasar el obstáculo de los fortines.

A poca distancia, detrás de los asnos, caminaban unos cincuenta aguadores. En su mano diestra llevaban un bastón para acompasar la marcha y ahuyentar a las serpientes; en el hombro izquierdo, un largo y sólido tronco de cuyo extremo pendía un gran odre que contenía varios litros de agua.

La perra de pelaje ocre abandonó a Ardiente para acompañar a su dueño, un hombre de edad que se fatigaba ya. El joven se puso a su altura.

—¿Puedo ayudaros?

—Es mi trabajo, muchacho… No por mucho tiempo, pero me basta para vivir antes de regresar a mi casa, en el Delta. Si me ayudas, no podré pagarte.

—No tiene importancia.

En el hombro de Ardiente, el fardo pareció ligero como una pluma de la oca sagrada del dios Amón.

—¿Es así todos les días?

—Sí, muchacho. ¡A los artesanos del Lugar de Verdad no debe faltarles nada, y mucho menos el agua! Tras la primera entrega de la mañana, la más importante, hay varias más a lo largo de todo el día. Si las necesidades aumentan, por una razón u otra, aumenta también el número de porteadores. No somos los únicos auxiliares que trabajamos para el Lugar de Verdad; hay también lavanderos, panaderos, cerveceros, carniceros, caldereros, leñadores, tejedores, curtidores y muchos más. El faraón exige que los artesanos gocen del mayor bienestar posible.

—¿Has entrado ya en la aldea?

—No. Como aguador titular, puedo ir a verter el contenido de mi odre en la gran crátera, ante la entrada norte; hay otra junto al muro sur. Los habitantes del Lugar de Verdad llenan allí sus jarras.

—¿Quién puede cruzar el muro?

—Sólo los miembros de la cofradía. Los auxiliares permanecen en el exterior. Pero ¿por qué haces todas esas preguntas?

—Porque quiero entrar en la cofradía para convertirme en dibujante.

—¡Pues llevando agua no lo lograrás!

—Debo llamar a la puerta principal, hablar con un artesano, explicarle que…

—¡No cuentes con ello! Esa gente no es habladora ni acogedora, y sin duda un comportamiento como el tuyo no les gustaría. En el mejor de los casos, te ganarías unos meses de prisión. Y no olvides que los guardas conocen a cada aguador…

—¿Has conversado ya con algún adepto?

—Una palabra por aquí, otra por allá, sobre el tiempo o la familia.

—¿No te han hablado de su trabajo?

—Esa gente guarda el secreto, muchacho, y nadie rompe su juramento. Quien tuviera la lengua demasiado larga sería excluido inmediatamente.

—¡Pero bien que habrá nuevos reclutas!

—Es más bien raro. Deberías escucharme y olvidar tus sueños… Hay algo mucho mejor que encerrarte en el Lugar de Verdad para trabajar, noche y día, por la gloria del faraón. Si lo piensas bien, no es una existencia muy envidiable. Con tu físico, debes gustar a las mozas. Diviértete algunos años, cásate joven, engendra hermosos hijos y encuentra un buen oficio, menos penoso que el de llevar agua.

—¿No hay mujeres en la aldea?

—Las hay, y tienen hijos, pero están sometidas a la regla del Lugar de Verdad, como los hombres. Lo más sorprendente es que tampoco ellas hablan.

—¿Las has visto?

—A algunas.

—¿Son bonitas?

—Hay de todo… Pero ¿por qué te obstinas?

—¿De modo que tienen derecho a salir de la aldea?

—Todos sus habitantes tienen ese derecho. Circulan libremente entre el Lugar de Verdad y el primer fortín. Se dice, incluso, que a veces van a la orilla este, pero eso no es cosa mía.

—¡Entonces podré conocer a un artesano!

—En primer lugar, necesitarías saber que realmente pertenece a la cofradía, pues no faltan los fanfarrones. En segundo lugar, nunca aceptará hablar contigo.

—¿Cuántos fortines hay?

—Cinco. También son conocidos como «los cinco muros». En realidad son otros tantos puestos de guardia desde donde los centinelas observan a quien se acerca a la aldea. El dispositivo es eficaz, créeme, e incluso las colinas están estrechamente vigiladas, sobre todo desde el nombramiento del nuevo jefe de seguridad, Sobek. Es un nubio bastante vengativo y decidido a demostrar su valor. La mayoría de los hombres que están bajo sus órdenes pertenecen a su tribu y le obedecen ciegamente. Dicho de otro modo, es inútil intentar corromperles. Le tienen tanto miedo que denunciarían de inmediato al corruptor.

Ardiente había tomado una decisión: debía llegar, a toda costa, al primer fortín y hablar con alguien del interior.

—Si dices que estás enfermo y que soy uno de tus primos que he venido a ayudarte a llevar el agua, ¿serían comprensivos los guardias?

—Podemos probarlo, pero no te llevará muy lejos.

Cuando divisó a los guardias del primer fortín, Ardiente supo que la suerte estaba a su favor: acababa de efectuarse el relevo, no eran ya los mismos arqueros y no corría el riesgo de que le reconocieran.

—No pareces estar bien —dijo el policía negro al aguador que se apoyaba, pesadamente, en el brazo del joven coloso.

—No tengo ya energía alguna… Por eso he recurrido a este muchacho que ha aceptado ayudarme.

—¿Es de tu familia?

—Es uno de mis primos.

—¿Respondes por él?

—Pronto voy a dejar el trabajo y se propone sustituirme.

—Id hasta el segundo puesto de control.

¡Primera victoria! Ardiente había hecho bien en insistir. Si la suerte seguía ayudándole, podría ver la aldea de cerca y encontrar a algún artesano que comprendiera su vocación.

El segundo control fue más puntilloso que el primero, y el tercero más aún, pero los policías comprobaron que el aguador no simulaba su desfallecimiento. Como debía realizarse la entrega y ningún funcionario de policía aceptaría abandonar su puesto para realizar la penosa tarea, dejaron pasar a los dos hombres.

El cuarto control resultó ser una mera formalidad pero, ante el quinto y último fortín reinaba una intensa animación. Unos peones pertenecientes al equipo auxiliar descargaban los asnos y seleccionaban cestos y jarras llenos de legumbres, pescado seco, carne, frutos, aceite y ungüentos.

Discutían, se reprochaban la lentitud, se reían, bromeaban… Un policía indicó por signos a los aguadores que avanzaran para verter el contenido de sus odres en una enorme jarra que despertó la admiración de Ardiente. ¿Qué alfarero había sido lo bastante hábil para crear tan gigantesco recipiente? Para el joven, fue el primer milagro visible del Lugar de Verdad.