Ante todos los aldeanos, el maestro de obras pronunció la fórmula ritual que figuraba en el mensaje oficial que palacio había enviado al Lugar de Verdad.
—El alma del faraón ha volado hacia el cielo para unirse al disco solar, fundirse con su dueño divino y reunirse con el creador. En adelante, Merenptah, justo de voz, vivirá en el paraje de luz. Que el sol brille de nuevo, mientras el país entero está a la espera de un nuevo Horus que suba al trono de los vivos.
Los rostros eran graves, y nadie se atrevía a hacer la pregunta que obsesionaba los espíritus.
Nadie, excepto Paneb.
—¿Qué suerte nos está reservada?
—El Lugar de Verdad sólo depende del faraón —recordó Kenhir.
—¿Quién sucederá a Merenptah?
—Probablemente su hijo Seti.
Con un nombre tan temible, ¿conseguiría el nuevo rey dominar la potencia de Set, el dios perturbador y señor del rayo?
—Si Seti reina —predijo Karo el Huraño—, será un período horrible y debemos esperar lo peor.
—¿Por qué eres tan pesimista? —preguntó Gau el Preciso.
—¡Porque nadie puede tomar el nombre de Seti, el padre de Ramsés el Grande! Ningún rey se había atrevido a llevarlo antes que él, y ningún otro debería haberlo imitado.
—¿No se murmura que el príncipe Amenmés ambiciona el poder supremo? —insinuó Nakht el Poderoso.
—Dejad de atormentaros —recomendó Pai el Pedazo de Pan—; pase lo que pase, reinará un faraón y nos ordenará que construyamos su templo de millones de años y que excavemos su tumba en el Valle de los Reyes.
—A menos que estalle una guerra civil —sugirió Paneb, cuya intervención sembró el desconcierto.
La guerra civil… ¡El traidor recuperaba, por fin, la esperanza! Se había desencantado por culpa de Merenptah, cuando esperaba aprovecharse rápidamente de la fortuna acumulada en el exterior de la aldea. Aquel rey que se anunciaba débil había salvado a Egipto de la invasión y había apoyado al Lugar de Verdad en todo momento. ¿Seguiría Seti II el mismo camino o sucumbiría bajo el peso de un cargo demasiado pesado para él, sobre todo si su propio hijo, Amenmés, se levantaba?
En caso de enfrentamientos violentos, el Lugar de Verdad quedaría, forzosamente, debilitado y perdería parte de su grandeza. Su seguridad estaría cada vez menos garantizada, y el traidor podría actuar a sus anchas. Para descubrir el escondrijo de la Piedra de Luz, emprendería una exploración sistemática de la aldea, tomando las precauciones indispensables para que no lo descubrieran, y sólo un período de anarquía le dejaría las manos libres.
—Hasta nueva orden —precisó el maestro de obras—, estamos bajo la protección del jefe Sobek y de sus policías, y no tenéis nada que temer. El escriba de la Tumba y yo mismo consultaremos con el general Méhy para obtener más información; esperad a que regresemos y no salgáis de la aldea.
—¿Y si no volvieseis? —preguntó Paneb.
Fened la Nariz reaccionó con agresividad.
—¿Cómo te atreves a pensar algo así?
—Si se enfrentan facciones rivales, ni siquiera los alrededores del Lugar de Verdad serán ya seguros.
—Si no regresamos —indicó el maestro de obras—, la mujer sabia gobernará la aldea.
La tempestad empezaba a amainar, la visibilidad aumentaba y la orilla oeste de Tebas parecía estar en calma. Poco a poco, los campesinos regresaban a los campos y sacaban las bestias de los establos. Las amas de casa barrían afanosamente para sacar la arena que, a pesar de sus precauciones, se había infiltrado en los rincones.
Numerosos soldados limpiaban el gran patio al que daban los edificios de la administración central.
Un oficial se dirigió a los dos visitantes.
—¿Adonde vais?
—A ver a Méhy —respondió Kenhir.
—¿Con qué derecho?
—Con el derecho del escriba de la Tumba.
—Os ruego que me excuséis… El general no está aquí.
—¿Dónde está?
—Lo siento, no me está permitido revelar esa información a unos civiles.
—¿Habéis recibido instrucciones referentes al Lugar de Verdad?
—No.
—¿Cuándo estará de regreso el general?
—No lo sé.
Kenhir y Nefer dudaron unos instantes, pero decidieron regresar a la aldea.
El príncipe Amenmés estaba furioso.
—Si lo he entendido bien, general Méhy, me retenéis prisionero en este aposento del cuartel principal de Tebas.
—Claro que no, príncipe; sólo me preocupo por vuestra seguridad.
—¡De todos modos, soy libre de ir y venir!
—Creo que es necesario que durante este período de incertidumbre estéis bajo la protección del ejército tebano.
—¡Quiero tomar el mando de este ejército y asaltar la capital!
—Pensadlo bien, príncipe, os lo ruego; una guerra entre el Norte y el Sur causaría miles de víctimas y debilitaría tan gravemente a Egipto que se convertiría en una presa fácil para sus adversarios.
—En cuanto mi padre sea proclamado faraón, ya sólo seré un fantoche.
—No tenemos noticia alguna de Pi-Ramsés; tal vez Seti os reclame urgentemente.
—¡Si lo hace, será para destruirme!
—¿Por qué atribuirle tan funestos designios?
—Porque el poder supremo está en juego, general Méhy. Algunos sueños se realizarán, otros se romperán para siempre. Y no acepto renunciar a los míos… Lo queráis o no, el enfrentamiento entre Seti y yo es inevitable. O mi padre renuncia a reinar o me negaré a reconocer su autoridad y me haré coronar aquí, en Tebas. Y que cada uno elija su bando.
—Me inclino ante vuestra voluntad, príncipe, pero os imploro que permanezcáis en este cuartel hasta que las decisiones de Seti sean oficiales.
—De acuerdo, general, pero mantened las tropas en estado de alerta.
Méhy se retiró, muy satisfecho por el giro que tomaban los acontecimientos. Había temido que el joven príncipe doblegara muy pronto la cabeza; pero, por el contrario, la muerte de Merenptah había multiplicado las ambiciones de Amenmés, que el general debería calmar. Tendría que hacer uso de toda su habilidad y su inteligencia para enfrentar a los dos hombres, y debía hacer creer tanto al uno como al otro que él era su mejor aliado.
Aquella misma noche, Méhy enviaría una carta muy confidencial a Pi-Ramsés para advertir a Seti de que el comportamiento de su hijo Amenmés podría resultar peligroso, y en ella, el general afirmaba que no tenía más objetivo que la paz y la prosperidad del país.
Fuera cual fuese el resultado de la lucha, Méhy saldría vencedor gracias a las múltiples armas que estaban a su disposición. Y los primeros a los que despojaría sin piedad serían los artesanos del Lugar de Verdad.
—¿Cómo? ¿Qué no hay pescado seco? —preguntó Nakht el Poderoso, muy extrañado—. ¿Estás segura?
—Si no me crees, ve a verlo tú mismo —le respondió su mujer.
El cantero se dirigió con paso decidido hacia la puerta principal, donde se habían reunido varias amas de casa.
—¿No han entregado los pescaderos? —preguntó Nakht.
—Ni los pescaderos, ni los carniceros —respondió la ex esposa de Fened la Nariz.
Nakht se dirigió en seguida a casa del escriba de la Tumba, donde se habían reunido el maestro de obras, Paneb y otros artesanos, cuyos reproches se hacían cada vez más vivos.
—¡Basta ya! —gritó Kenhir—. Vuestras quejas no conducen a nada.
—Decidnos la verdad —exigió Paneb.
—Nuestro avituallamiento ha quedado interrumpido —declaró el escriba de la Tumba con voz siniestra—. Pero aún tenemos provisiones para varias semanas.
—¡Intervenid con firmeza! —le exigió Casa la Cuerda—. Hay que avisar al visir y al rey.
—¿Qué rey? —dijo Thuty el Sabio con ironía—. Nos abandonan, ésa es la cruda realidad. Los soldados no tardarán en expulsarnos para ocupar la aldea.
—Nadie está autorizado a entrar en ella —recordó Paneb.
—¿Acaso crees que podremos resistir?
—¿Por qué sois tan pesimistas? —intervino Didia el Generoso—. La administración está desorganizada, no cabe duda, pero ¿por qué razón va a sernos hostil el nuevo faraón?
—No discutamos en vano —decidió el maestro de obras—: en la aldea hay mucho trabajo atrasado.
Nefer distribuyó las tareas entre los santuarios, las tumbas y las casas. Embellecer sus moradas tranquilizó a los artesanos y consiguió que se olvidaran de las angustias que los atormentaban. Se oyeron, incluso, las canciones tradicionales que acompasaban la labor de los días apacibles, como si las amenazas se alejaran.
El maestro de obras contempló el lugar donde estaba escondida la Piedra de Luz. Desde hacía numerosas generaciones de artesanos, era transmitida con fidelidad para permitir que la obra se consumara; pero ahora, quizás ese milagro estuviera tocando a su fin.
Clara se puso a su lado y, como él, observó el inestimable tesoro.
—Necesito hablar con la mujer sabia —reconoció Nefer.
—¿Deseas renunciar a tu cargo, no es así?
—No es ni por cobardía ni por temor a enfrentarme con la tormenta, sino porque mi tarea ha terminado. El jefe del equipo de la izquierda tiene todas las cualidades para sucederme.
—Todas excepto una: no sabe conducir a los hombres y no será, pues, un buen maestro de obras. Nos esperan tiempos duros, y no bastará un excelente artesano para defender la aldea y salvar lo que debe ser salvado. Ni los dioses ni la cofradía te dan opción, Nefer. Olvídate de ti mismo y sigue cumpliendo la función para la que fuiste elegido.
El maestro de obras estrechó apasionadamente a su esposa en sus brazos. Con su amor, tal vez consiguiera vencer a las tinieblas y preservar la Piedra de Luz.