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Cuando se iniciaba el décimo año del reinado de Merenptah, el Lugar de Verdad vivía apaciblemente. Pero aquella felicidad, sin embargo, se había visto truncada por la muerte de Negrote, que se había extinguido dulcemente en brazos de Clara. Nefer, que estaba tan afectado como su esposa, había momificado el perro y le había fabricado un ataúd de acacia. El fiel testigo de su amor los esperaría en la otra orilla para guiarlos por los hermosos caminos del más allá. Afortunadamente, el sosias de Negrote había nacido en una carnada de tres cachorros, y Clara lo había adoptado en seguida.

El equipo de la izquierda trabajaba en el Valle de las Reinas, el de la derecha, en el Valle de los Nobles, y Paneb terminaba la representación de una mesa de ofrendas de brillantes colores que le había valido la admiración general. En ella había pintado costillas de buey, racimos de uva, pedazos de oca, lechuga, manojos de cebollas, panes redondos…

—Tu pincel es más vivaz que el mío —reconoció Ched el Salvador, satisfecho por los grandes progresos de su alumno, al que no había dado respiro alguno desde hacía varios meses, para que dominara los secretos del oficio a la perfección.

—¿Eso es un reproche?

—En ciertos casos, como en el de la mesa de ofrendas, es más bien un cumplido; es bueno que los alimentos destinados al alma del difunto sean suculentos y abundantes. Pero aún te falta la gravedad que las pruebas de la vida te inculcarán, si la vanidad no te destruye antes.

Y Ched puso manos a la obra, ignorando la mirada furibunda de Paneb.

—¿Cómo va la cosa? —preguntó el general Méhy a Daktair.

El sabio se mesó los rojos pelos de la barba y los ojillos negros le brillaron de satisfacción.

—Lo he conseguido —anunció con suficiencia—, e hiciste bien al confiar en mí. Disponemos de una gran cantidad de puntas de flecha, cuyo poder de perforación es doble del de las utilizadas hasta hoy.

—Tendrías que hacerlo mejor.

—¡Pero si no he dejado de progresar! No os digo que lo he conseguido para presumir… He aligerado el peso de las lanzas y aumentado su eficacia en el impacto. Alcanzarán blancos más lejanos con notable precisión. Mi obra maestra son las espadas cortas de doble filo. Asimilé los procedimientos de fabricación de los herreros extranjeros y los he mejorado. El soldado que maneje esta arma se cansará menos que sus adversarios y, aunque no los mate, los dejará fuera de combate. No podéis imaginar, siquiera, el poder de este equipamiento.

—Voy a comprobarlo yo mismo, y luego entrenaré a mis mejores hombres para formar un regimiento de élite.

—¿Informaréis al príncipe Amenmés?

—Ya sabe demasiado. Ha seguido mis consejos y se relaciona con la alta sociedad tebana, que comienza a aceptarlo. Pero ahora debemos ser más prudentes que nunca.

—Al parecer, las noticias procedentes de la capital son cada vez más extrañas.

—Según mis informadores, la paz se mantiene en Siria-Palestina, y Seti no vacila en inspeccionar la región con sus tropas para sofocar cualquier intento de levantamiento. La mejor noticia es que el rey cumplirá muy pronto setenta y cinco años.

—¡Su padre, Ramsés, vivió muchos años más!

—Es cierto, pero Merenptah ya no hace muchas apariciones en público, ni siquiera en las ceremonias oficiales, donde sería deseable su presencia. Dicho de otro modo, su salud empeora.

A Daktair le complació clavar una espina en las esperanzas del general.

—Desde que fortalecisteis la reputación del Lugar de Verdad, éste parece invulnerable.

—La cofradía debe creerlo así, ignorando que este período de calma aparente precede a una tempestad cuya violencia presiento: Amenmés se levantará contra Seti; el hijo y el padre se destruirán mutuamente.

Daktair pareció asqueado.

—Esas querellas no me interesan en absoluto… Lo único que quiero es conservar la dirección de este laboratorio.

—Intentas engañarte a ti mismo, pero tus ambiciones, como las mías, continúan intactas. Contrariamente a lo que crees, tuve razón al mostrarme paciente y fortalecer mi posición. Ningún faraón puede prescindir de Tebas. Y cuando Merenptah desaparezca, se llevará consigo los jirones de la grandeza de Ramsés. Entonces comenzaremos a actuar, y ninguno de los secretos del Lugar de Verdad se me escapará.

Clara preparaba un anticonceptivo a base de espinas de acacia machacadas para la esposa de Casa la Cuerda, que ya no quería tener más hijos. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas. Primero creyó que era un malestar pasajero, pero una dolorosa sensación de fatiga la obligó a tenderse en el lecho donde, por lo general, se tendían sus pacientes.

Nefer, preocupado al ver que su esposa no regresaba, fue a buscarla al local de consulta, la encontró dormida y le acarició dulcemente el pelo.

—Estoy agotada —reconoció.

—¿Deseas que llame a un médico del exterior?

—No, no es necesario… He perdido demasiado magnetismo en esta última semana, y la mujer sabia me enseñó cómo cuidarme. Tengo que subir a la cima.

—¿No sería mejor que descansaras durante toda la noche?

—Ayúdame, ¿quieres?

Nefer sabía, desde hacía mucho tiempo, que era inútil luchar contra aquella voluntad sonriente que le había seducido desde el primer momento.

—Si no puedes subir, ¿me dejarás que te devuelva a casa?

—Lo conseguiré, gracias a ti.

Bajo la bóveda estrellada, treparon paso a paso, abrazados. Clara no apartaba los ojos de la cima, como si absorbiese la energía misteriosa que emanaba de la pirámide que dominaba la orilla oeste. Ni el maestro de obras ni la mujer sabia pensaban en el esfuerzo necesario para conquistar, una vez más, la montaña sagrada cuya llamada era imperiosa.

Una vez en el oratorio de la cima, miraron la Estrella Polar, a cuyo alrededor las estrellas imperecederas formaban una corte celestial.

—Hazme un favor —le rogó Nefer—: sobre todo, no abandones esta tierra antes que yo. Sin ti, no sería capaz de realizar las tareas más sencillas.

—Que el destino decida; sólo sé que nada podrá separarnos, y sobre todo no la muerte. El amor que nos une para siempre y la aventura que vivimos sabrán vencerla.

Cuando se levantó el alba, Clara recogió el rocío de la diosa del cielo, con la que ésta había lavado el rostro del sol renaciente, y se humedeció los labios con él. Así recuperaría la energía necesaria para cuidar a los aldeanos.

Tras haber hablado con el jefe de los auxiliares, Kenhir consideró que el incidente era lo bastante grave para avisar a los dos jefes de equipo y a la mujer sabia.

—El precio de la carne de cerdo acaba de aumentar de un modo considerable, y eso es un signo inquietante de desarreglo de la economía —explicó—. El precio de otros productos no tardará en dispararse, y las raciones que nos envía el visir disminuirán también.

—¿No habría que consultarle inmediatamente? —sugirió Hay.

—El visir está en la capital, voy a escribirle para avisarlo. Os propongo que aumentemos el precio de todos los objetos que fabricamos para el exterior, desde las estatuillas a los sarcófagos.

—¿Y no provocaremos una peligrosa inflación?

—Existe ese riesgo, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados. Y no os oculto que la situación me preocupa: esperemos que se trate tan sólo de un problema pasajero. De lo contrario, será el preludio de una grave crisis económica que no respetará a la aldea.

—¿Están llenos los graneros? —preguntó Clara, preocupada.

—Siempre he sido desconfiado —dijo Kenhir—, y consideré preferible acumular abundantes reservas en previsión de los días malos. Dadas las garantías de las que nos beneficiamos por parte del Estado, ni siquiera debería haber pensado en ello. Hoy, no lo lamento.

—¿No debería tomar medidas la administración principal de la orilla oeste? —preguntó Nefer.

—Méhy no se quedará de brazos cruzados, pero deberíamos saber por qué se comportan así los mercaderes de carne de cerdo.

—Porque tienen miedo —insinuó la mujer sabia.

—¿De qué?

—Desde hace algunos días, un terrorífico viento sopla por el Valle y turba el espíritu de los humanos.

—¿Y eso nos concierne? —preguntó el jefe del equipo de la izquierda, muy inquieto.

—Nadie escapará de él —repuso Clara.

La tempestad de arena había durado toda la noche, y había obligado a los aldeanos a cubrir todas las aberturas de las casas. El viento no había conseguido atravesar una atmósfera ocre y pesada, y los ritos matutinos se habían retrasado. No se veía a más de cinco pasos y la tarea de la aguada había exigido penosos esfuerzos.

Las inflamaciones oculares iban a ser numerosas y la mujer sabia había preparado ya varias redomas de colirio con distintas dosis adecuadas a la gravedad de las afecciones.

—Le pediré a Kenhir que reduzca las horas de trabajo mientras dure esta tempestad —le anunció Nefer a su esposa—, y nos limitaremos a las tumbas de la aldea.

El pequeño Negrote se había acurrucado en las rodillas del maestro de obras para indicarle que moverse hubiera sido un gran error. El cachorro era un animal muy prudente, ni siquiera mordisqueaba las patas de los muebles y devoraba con gran apetito las mezclas de carne, queso, legumbres y pan que Clara le preparaba. Tenía los mismos ojos color avellana que su padre y era tan inteligente como él.

—Estás muy inquieto, ¿verdad?

—Este viento no es normal. En sus remolinos se inicia una especie de locura preñada de destrucción.

En la puerta sonaron dos bastonazos.

—Abrid en seguida —exigió Kenhir, que se había cubierto la cabeza con una capucha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nefer.

—El cartero Uputy ha desafiado la maldita tormenta para traernos una trágica noticia: el faraón Merenptah acaba de morir.