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Acaba de ser nombrado un nuevo visir —dijo el escriba de la Tumba al maestro de obras.

—¿Lo conocéis?

—No, es un hombre del Norte que probablemente delegará a Méhy, en calidad de administrador principal de la orilla oeste, lo esencial de sus poderes. En cualquier caso, parece que está de nuestra parte, puesto que me felicita por la conclusión de la tumba y el templo de Merenptah. Además, para festejar, al mismo tiempo, nuestro éxito y su nombramiento, nos envía ciento cincuenta asnos cargados de alimentos. Tendré muchísimo trabajo para registrar todos estos géneros… Pero si lo hacemos bien, organizaremos una fiesta que a la aldea le resultará difícil olvidar.

—Yo no consigo olvidarme del devorador de sombras…

—Tú lo has conseguido, Nefer; él ha fracasado. El templo de millones de años de Merenptah ha sido inaugurado y ya está en funcionamiento; su morada de eternidad es una maravilla. Tu reputación de maestro de obras está firmemente establecida, ambos equipos sienten admiración y afecto por ti, y todos sabemos que la mujer sabia protege la aldea mágicamente… De modo que no sigamos pensando en el siniestro personaje, durante algún tiempo al menos, y disfrutemos de nuestra felicidad.

—Me pregunto cuál será nuestra próxima misión.

—Hablaremos de ello cuando llegue el momento… Ahora, descansa y disfruta de la fiesta.

La información se propagó por la provincia de Tebas, luego llegó rápidamente a todo el país; una vez más, el Lugar de Verdad había cumplido su tarea sin desfallecer. Los monumentos esenciales para la validez de un reinado estaban terminados y, aunque sólo una ínfima minoría de los egipcios fuera admitida a contemplarlos, todos sabían que su presencia mantenía el vínculo entre los dioses y los hombres, entre la armonía celeste y la cohesión social.

Paneb recordaría siempre el sarcófago de Merenptah, que se había colocado en un lecho de piedra dorada, en el secreto de la cámara de resurrección. Como sus colegas, tenía la sensación de haber participado en la eternidad real; regresar a lo cotidiano, tan lejos y tan cerca, al mismo tiempo, del Valle donde los faraones vivían otra vida, había sido un verdadero choque.

Pero tenía que preparar la fiesta, restaurar las fachadas de algunas casas y jugar con su hijo, que aprendía cálculo con Pai el Pedazo de Pan y Gau el Preciso, pero no manifestaba afición alguna por la lectura y los cuentos en los que su madre intentaba, vanamente, interesarle. El dibujo no le disgustaba, y ya era capaz de defenderse en la lucha contra niños mucho mayores que él.

Uabet seguía siendo feliz a su modo y no le pedía a la vida más de lo que le ofrecía. Pero cuando vio que Paneb rompía su lecho en mil pedazos, sintió miedo. ¿Estaría destruyendo su confortable mundo?

—¡Detente, te lo ruego!

—Demasiado tarde, Uabet, mi decisión es irrevocable.

La joven temía escuchar aquellas palabras; si Paneb había decidido abandonar la casa, ni su ternura ni su hijo podrían retenerlo.

—¿Re… realmente quieres marcharte?

—¿Marcharme? ¿De qué estás hablando?

—Pero, entonces, por qué…

—¿Cómo puedes dormir aún en este lecho, Uabet? Es muy malo para tu espalda. Usa esta madera para hacer leña; yo voy a fabricar un mueble digno de mi esposa.

Ella sonrió llorando.

—¿Qué te pasa, Uabet? ¿Te encuentras mal?

—Al contrario, me siento fantásticamente bien… Estoy muy emocionada.

—Mira la herramienta que me ha dado Didia el Generoso.

Paneb le mostró una taladradora para agujerear la madera. Se accionaba con un arco que tenía una curvatura que se adaptaba al movimiento que le imprimía el artesano.

—Didia me ha explicado que la curvatura no era cosa del azar. Un buen carpintero la obtiene haciendo que la rama de un árbol crezca torcida. Y ahora, manos a la obra.

Cuando vio el resultado, Uabet quedó encantada: su nuevo lecho habría hecho morirse de envidia a cualquier tebana rica.

Apenas se atrevió a sentarse en el colchón nuevo, luego hizo resbalar los tirantes de su túnica y se tendió de lado lentamente.

—¿Te gustaría probarlo conmigo? —le dijo con voz dulce.

Hacía un día estupendo, el sol brillaba amablemente, y Nefer decidió tomarse un merecido descanso.

Tras la celebración de los ritos matinales, Clara se había adormecido en la terraza, pensando en los felices años pasados en la aldea y en el luminoso amor que tenía la suerte de vivir. Nunca había lamentado ni por un instante haber emprendido aquella aventura, aunque las labores cotidianas fueran más duras que en cualquier otra parte.

Ruidos de pasos y risas despertaron a la mujer sabia; una procesión más bien caótica, compuesta por hombres, mujeres y niños, se dirigía hacia su casa. Clara bajó la escalera y se extrañó al ver que su marido no estaba en casa.

Abrió la puerta, muy intrigada, y se encontró cara a cara con Nefer el Silencioso, que iba a la cabeza de todos los habitantes de la aldea.

De pronto, cesaron las risas, y el maestro de obras le entregó a la mujer sabia una arquilla para guardar joyas, con cuatro patas, que se cerraba con una tapa deslizante. El arrobador objeto estaba decorado con pequeñas placas de oro, y era una pequeña obra maestra.

—Acepta este presente de parte de la aldea —dijo Nefer—; deseamos honrar a la que nos cuida a todos, día tras día. Que esta arquilla sea la expresión de nuestro respeto y de nuestro amor.

Clara tenía un nudo en la garganta y, con lágrimas en los ojos, fue incapaz de pronunciar una sola palabra.

—¡Larga vida a la mujer sabia! —clamó la voz cálida y profunda de Paneb, que en seguida fue imitado por los aldeanos.

—Me niego —dijo Nefer el Silencioso.

—Debo insistir —afirmó Kenhir.

—Representadme… Sabéis muy bien que detesto las ceremonias oficiales.

—El administrador principal de la orilla oeste desea felicitarte en presencia de todos los notables tebanos, y yo no puedo sustituirte.

—Decidle que tengo demasiado trabajo.

—Tenemos que pasar por esto, Nefer, si queremos saber lo que nos reserva el porvenir. No se tratará de una mera entrega de condecoraciones, estoy convencido; Méhy aprovechará la situación para hacernos confidencias, y así conoceremos parte de nuestras tareas futuras.

—¡Y si sólo fuera una mascarada mundana!

—No te habría invitado. Además, el Lugar de Verdad será honrado y confortado gracias a tu mediación. ¿No debes sacrificarte por el interés general de la aldea?

—Sois un liante, Kenhir.

—Sólo soy un viejo escriba que ama su aldea y sólo piensa en su salvaguarda. Muy a tu pesar, Nefer, te has convertido en un personaje importante, y ese reconocimiento oficial nos ofrecerá una protección suplementaria.

La mujer sabia había apoyado la opinión del escriba de la Tumba, y había arrebatado al maestro de obras cualquier esperanza de escapar a la ceremonia organizada en el patio al aire libre del templo de millones de años de Merenptah. Nefer había tenido que vestirse elegantemente, al igual que Kenhir, cuya túnica de fiesta de anchas mangas causaba muy buena impresión.

En la concurrencia, no faltaba ni un solo notable de la rica ciudad de Tebas. El general Méhy había recordado las principales etapas de la carrera del escriba de la Tumba, antes de felicitarlo por su excelente gestión y desearle que pudiera seguir con sus funciones el mayor tiempo posible. Luego Méhy había llamado a Nefer el Silencioso, que se sintió molesto al convertirse en el centro de interés de la concurrencia.

—El maestro de obras del Lugar de Verdad tenía que llevar a cabo una tarea particularmente difícil —declaró Méhy—. Todos sabemos que no le gusta salir de la aldea, pero la reputación de Nefer el Silencioso ha cruzado sus muros; por eso me ha parecido necesario que Tebas honrase al hombre que la ha hecho aún más hermosa y más prestigiosa, creando la morada de eternidad de su majestad y el templo en el que nos hallamos. Nefer el Silencioso es, a la vez, un conductor de hombres y un arquitecto genial. Con la aprobación del faraón, le entrego pues un collar de oro y le doy un abrazo en nombre de todos vosotros.

El maestro de obras permaneció mudo y ni siquiera hizo la intención de esbozar una sonrisa.

Avanzada ya la noche, los invitados al suntuoso banquete que Méhy había ofrecido en su lujosa mansión se iban marchando uno a uno. El general rogó al maestro de obras y al escriba de la Tumba que pasaran a su despacho, donde unas lámparas sabiamente distribuidas proporcionaban una luz muy cálida.

—¡Por fin tranquilos, amigos míos! Comparto vuestra aversión por este tipo de mundaneidades, pero por desgracia son necesarias.

—¿Por qué no ha venido el visir? —preguntó Kenhir.

—Ha sido retenido de manera oficial en Pi-Ramsés, pero me ha dado instrucciones que os atañen. Debo transmitíroslas, sólo de palabra, y no podrán incluirse en ningún documento oficial. Reconozco que su confianza me ha honrado mucho, y estoy muy orgulloso de compartir el secreto de vuestro nuevo programa de trabajo.

—Os escuchamos, Méhy.

—El faraón Merenptah os pide, como en el pasado, que preparéis las tumbas de los habitantes de la aldea y cuidéis de ésta. Iréis, lo antes posible, al Valle de las Reinas y al de los Nobles, para excavar allí las moradas de eternidad cuya lista os entrego.

Méhy dio al escriba de la Tumba un papiro enrollado y cerrado con varios sellos reales. También estaba el del visir, con una fecha.

Kenhir se lo puso en la manga izquierda.

—¿Nada más?

—Mi misión ha terminado y estoy convencido de que cumpliréis la vuestra a la perfección.

Kenhir y Nefer se retiraron.

El general Méhy no soportaba el silencio de aquel maestro de obras cuya mirada, demasiado profunda y franca, le molestaba. No iba a resultarle fácil explotar sus eventuales debilidades.