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Paneb había preguntado a decenas de personas, pero nadie había visto a Nefer. Sin saber qué hacer, recorría la ribera, abandonada ya por los mercaderes y sus clientes. ¿Tenía que regresar a la aldea para avisar al escriba de la Tumba o explorar personalmente las callejas aun sin saber hacia dónde debía dirigirse?

Paneb estaba furioso consigo mismo, y no se perdonaría nunca haber abandonado su deber de un modo tan lamentable. Si a Nefer le ocurría alguna desgracia, él sería el único responsable, y él mismo se excluiría de la cofradía para llevar la más miserable de las existencias.

No, había algo mejor que podía hacer: vengar a su amigo y padre adoptivo. Le arrancaría al infame Hay el nombre de sus cómplices; ninguno de ellos escaparía. Ardiente ya no tendría más objetivo que hacer que pagasen por su crimen, y ni los policías ni los jueces le impedirían actuar.

La dulce luz del poniente hacía brillar el Nilo, que era sobrevolado por centenares de golondrinas. De pronto, Paneb creyó descubrir la silueta del maestro de obras saliendo de una calleja.

Con el sol en los ojos, el coloso se negó a creer en el milagro, pero corrió hacia aquel que se parecía a Nefer.

—¿Eres tú?… ¿De verdad eres tú?

—¿Tanto he cambiado desde esta mañana?

—Te había perdido, ¿te das cuenta? ¡Ya no merezco pertenecer a la cofradía!

—¡Extraña idea! Yo creo que me has protegido perfectamente y no veo quién va a afirmar lo contrario.

—¿Por qué has tardado tanto?

—He tenido que resolver algunos problemas materiales para que una familia angustiada viva un poco mejor. He debido intervenir ante un servicio administrativo, y siempre es complicado; pero el resultado debería de ser satisfactorio.

—¿Significa eso que Hay es inocente?

—¿Acaso lo dudabas?

Nefer la había avalado personalmente, y había conseguido obtener una especie de pensión para los ancianos padres de la mujer fallecida, que había permanecido fiel al recuerdo del jefe del equipo de la izquierda. En adelante, compartiría con él un secreto que fortalecería aún más sus vínculos. Sobek había presentado excusas a Hay que, en vez de humillar al policía, le había asegurado que comprendía su posición y que no le guardaría rencor. En casa de Nefer se celebró un banquete en honor a Hay, pero Kenhir no parecía estar muy contento.

—¿No os gusta el buey? —preguntó Clara.

—Está todo muy bueno, gracias. Pero no hemos resuelto nada. Naturalmente, me alegro mucho de la inocencia del jefe del equipo de la izquierda, pero seguimos sin saber quién es el verdadero culpable. ¿Por qué se hacen esperar tanto las directrices reales?

—Disfrutad del momento, Kenhir. Como vos, soy consciente de los peligros que nos amenazan; pero esta noche celebramos que hemos recuperado la armonía.

Kenhir no podía resistirse a los encantos de Clara, por lo que se limitó a refunfuñar unos minutos más y, luego, fue abandonándose poco a poco al disfrute del momento.

Fened la Nariz se presentó sin aliento ante el escriba de la Tumba.

—¡Un mensaje de palacio! El cartero… ¡Acaba de traer… un mensaje de palacio!

Kenhir quitó el sello real y leyó el texto con nerviosismo.

—¿Buenas noticias? —preguntó el cantero.

—¡Excelentes!

Olvidando su bastón, el escriba salió del despacho para dirigirse a casa del maestro de obras tan rápidamente como le fue posible.

—¡Reunamos a todos los artesanos, ha llegado la orden de Merenptah!

Nefer prefirió leer primero el texto, que, efectivamente, no ofrecía ambigüedad alguna: había llegado el momento de bajar los sarcófagos a la tumba.

Serketa miraba con admiración al general Méhy, que remaba cadenciosamente en su pequeño lago de recreo.

—Parece que la crisis ha terminado —le dijo a su esposa—. Merenptah ha recuperado la salud, las querellas sucesorias se han calmado, Seti ha sido puesto a la cabeza de los ejércitos y Amenmés prosigue su exilio dorado en Tebas. Me han confirmado en mis funciones con la felicitación del visir. En resumen, la paz y la estabilidad…

—No seas tan pesimista, dulce amor mío: ésa es sólo la versión oficial. El rey seguirá envejeciendo y nunca recuperará el vigor de la juventud. En cuanto a las intrigas, éstas comenzarán de nuevo muy pronto. El joven Amenmés piafa de impaciencia y su padre, Seti, debe tascar el freno esperando la muerte de Merenptah.

—Sabes devolverme la esperanza, tierna palomita mía.

—Te espera un gran destino, Méhy, y estos pequeños baches no te impedirán realizar el recorrido que te lleve hasta él. No debemos desviarnos de nuestra línea de conducta: sembrar la confusión para aprovecharnos de la situación. Debemos poner a Amenmés en contra de su padre Seti, sin perder por ello la confianza del uno ni la del otro. ¿No es ésta la lección que me enseñaste?

—Eres mi mejor alumna.

—La mejor… y la única.

Serketa se quitó la túnica y se tumbó boca arriba, acariciándose los pechos.

El general no pudo resistirlo, soltó los remos y se abalanzó sobre aquella mujer que le invitaba al placer.

Tres sarcófagos de granito rosado: así se presentaban «los maestros de la vida», las barcas de piedra en las que descansaría la momia del faraón Merenptah, su cuerpo osírico que serviría de soporte para el proceso de resurrección.

Los sarcófagos estaban cubiertos de textos y divinidades protectoras. En el fondo del más pequeño, que estaría en contacto directo con la momia real, se habían grabado bastones, armas, piezas de tela y demás objetos rituales; en el interior de la tapa figuraba la diosa del cielo, Nut, cuyo vestido estaba cubierto de estrellas, y que haría renacer al faraón entre las constelaciones.

El sarcófago exterior, de 4,09 metros de largo, representaba a Merenptah tendido en el interior del óvalo del universo, con los brazos cruzados y sujetando los símbolos de su función, el cetro del buen pastor y el flagelo formado por tres pieles estilizadas que evocaban el triple nacimiento, subterráneo, solar y celestial. A su alrededor, había una inmensa serpiente, expresión del tiempo sacro y de los ciclos vitales, cuya armonía sería perceptible mientras un faraón permitiese que Maat reinara en la tierra.

Paneb estaba preocupado, comprobando las narrias y las cuerdas.

—¿No confías en un especialista? —se indignó Casa.

—Cuatro ojos ven más que dos.

—Tengo la impresión de que te estás metiendo en lo que no te importa… He hecho bien mi trabajo y no necesito a nadie que lo compruebe.

—De todos modos, añade una cuerda… Nunca se sabe.

Casa se enfureció, pero Paneb tuvo la prudencia de alejarse. El cantero comprobó el arrimado del primer sarcófago y añadió una cuerda, mientras insultaba al joven coloso en voz baja.

En la entrada de la tumba estaba la mujer sabia que, pronunciando las fórmulas jeroglíficas inscritas en la piedra, la dotaba de vida para la eternidad.

La narria estaba lista para iniciar el descenso hacia las profundidades. También ella era un jeroglífico que servía para escribir el nombre del creador, Atum, «el que es y el que no es»; cuando se colocaba una piedra en aquella misma narria, se formaba un nuevo jeroglífico, «milagro, maravilla». De hecho, el milagro se reproducía una vez más por la magia del creador: el sarcófago destinado a recibir el cuerpo de un difunto se transformaba, a la vez, en una matriz capaz de devolver la vida y en una barca destinada a hacer navegar al resucitado por los paisajes del otro mundo. Al cruzar «los pasos del dios», metro a metro, el sarcófago se impregnaría con los signos y las fórmulas presentes en la morada de eternidad.

Alrededor de un poste de amarrado de piedra, se habían enrollado varias cuerdas gruesas, que irían soltando progresivamente para que el descenso se llevara a cabo con extremada lentitud.

La mujer sabia pronunció unas palabras de protección para que el viaje fuera feliz, y el maestro de obras dio la señal de partida.

Casa la Cuerda, Nakht el Poderoso, Karo el Huraño y Fened la Nariz comenzaron a soltar las ataduras, y el sarcófago resbaló suavemente por la pendiente.

Pero de pronto, la velocidad aumentó.

—¡Demasiado de prisa! —gritó Nefer.

Los cuatro canteros no habían hecho ninguna maniobra en falso, pero ya no conseguían retener el enorme peso, que seguía tomando una velocidad excesiva.

Paneb corrió hacia el interior de la tumba y estuvo a punto de resbalar cerca de la narria, cogió la cuerda suplementaria que Casa había atado en la parte trasera y tiró de ella con todas sus fuerzas.

Los músculos del coloso se tensaron como si estuvieran a punto de estallar, y la narria se detuvo.

—¡Unas cuñas, de prisa!

Dibujantes y escultores colocaron varias cuñas de madera bajo los patines, y Paneb pudo soltar la cuerda.

—Has evitado una catástrofe —le dijo Nefer.

Mientras ascendía hacia la entrada de la tumba, Paneb pasó un dedo por el suelo.

—Un sabotaje —murmuró al oído del maestro de obras—. Lo han untado con grasa incolora.

Nefer estaba aterrado. El devorador de sombras no había renunciado a hacer daño, y estaba dispuesto, incluso, a arruinar la obra del Lugar de Verdad.