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El mago negro oficiaba en una casita que Tran-Bel le alquilaba a precio de oro, sin contar el porcentaje que cobraba sobre las consultas. El sirio había depositado el material necesario para sus siniestras prácticas en un gran sótano. Allí tenía desde muñecas de cera, en las que clavaba agujas, hasta bastoncillos de marfil cubiertos de signos maléficos, para golpear a distancia al enemigo que se le designara.

Aquel hombre tenía el cráneo desproporcionado con respecto al resto del cuerpo, los labios gruesos y el mentón puntiagudo. Le gustaba ponerse una túnica negra con franjas rojas y asustar a la gente, pero la mujer que estaba ante él no parecía muy impresionada.

—Harás que este cabezal hable —le ordenó Serketa—. Quiero conocer los pensamientos del hombre que lo ha utilizado.

—¿Cuál es su nombre?

—No tienes por qué saberlo.

—Muy al contrario, es indispensable.

—¿Juras que guardarás absoluto secreto sobre nuestra entrevista?

—La discreción absoluta es una de las claves de mi éxito.

Con el consentimiento de Tran-Bel, que de paso obtenía una comisión, el mago vendía a los clientes que consideraba demasiado peligrosos a la policía. Así, todos salían beneficiados y las autoridades lo dejaban tranquilo.

Con su aspecto de niña que se negaba a envejecer, aquella mujer era temible; una buena pieza, sin duda alguna. Esta vez, el mago probaría suerte denunciándola personalmente, a cambio de una buena prima.

—Se llama Nefer el Silencioso.

—¿Dónde vive y qué hace?

—¿No eres capaz de adivinarlo?

—Me llevaría tiempo. Si tenéis prisa, ¿por qué no vamos al grano?

—¿No serás un charlatán?

El mago negro cerró los ojos. Luego, con voz monocorde, describió la alcoba de Serketa con increíble precisión, sin omitir un solo mueble.

—¿Estáis satisfecha? De lo contrario, puedo contaros con todo detalle vuestra velada de ayer. Es tarea fácil, porque estáis delante de mí. Me basta con leer vuestro pensamiento. Pero si deseáis que extraiga los pensamientos de este objeto, tendréis que darme más detalles.

—Nefer el Silencioso es el maestro de obras del Lugar de Verdad.

El mago se pasó la lengua golosamente por los gruesos labios.

—Es un personaje importante, muy importante… Tal vez deberíamos acordar, primero, el precio de mis servicios.

—Un lingote de oro.

—Añadid una casa en el centro de la ciudad… Es una minucia comparado con vuestra fortuna.

—¿Qué sabes tú de mi fortuna?

—Vuestra ropa y vuestra peluca sólo son un disfraz… No olvidéis que, cuanto más os miro, más cosas sé sobre vos.

—Haz que el cabezal hable y tendrás lo que pides.

La fortuna… ¡El mago conseguía por fin su objetivo! Cuando hubiera cobrado, avisaría en seguida a la policía, que estaría encantada de capturar aquella buena pieza y no discutiría la prima.

El sirio cubrió el cabezal con un aceite amarillento y, luego, lo metió en una cuba de alabastro en la que flotaban flores de adormidera. Murmuró una serie de fórmulas en un lenguaje incomprensible y posó las manos en los extremos del objeto.

—¿Qué queréis saber?

—¿Dónde oculta Nefer el Silencioso el tesoro más valioso de la cofradía?

—Debéis ser más concreta… ¿Se trata de oro, de documentos o de otra cosa?

Serketa sólo lo dudó un instante.

—Es una Piedra de Luz.

Intrigado, el mago pensó que semejante maravilla le sería muy útil… Pero primero tenía que hacer que el cabezal hablara, y se concentró en ello.

—¿Dónde se oculta esa piedra? —preguntó Serketa, impaciente.

—No lo… no lo entiendo.

—¿Qué ocurre?

—Hay una barrera… Una barrera que no consigo franquear… Han hecho que el cabezal enmudeciera… Alguien ha utilizado una ciencia más fuerte que la mía.

—¡Vuelve a intentarlo!

En la frente del sirio aparecieron gruesas gotas de sudor.

—Me esfuerzo en vano, y esto comienza a ser peligroso para mí… El cabezal está definitivamente inerte, no me dirá nada.

—No eres más que un charlatán, y un charlatán que sabe demasiado.

Serketa se apoyó con todas sus fuerzas en la nuca del mago, y le hundió la cabeza en la cuba. El sirio, que estaba agotado, sólo pudo resistirse durante unos instantes, tragó agua cuando quiso pedir auxilio y murió ahogado.

A la espera de la orden real referente al descenso de los sarcófagos a la tumba, el propio Nefer había rectificado algunos defectos y verificado cada uno de los detalles de la morada de eternidad, en compañía de ambos pintores.

La puerta de cedro dorado había sido instalada y cerrada: dos policías nubios custodiaban permanentemente el paraje.

Como cada mañana, el maestro de obras pasó por la casa de Kenhir, cuyos locales eran limpiados, siempre con el mismo cuidado, por Niut la Vigorosa.

—¿Hay noticias?

—Aún no —respondió Kenhir—. Si en la capital hubiera disturbios graves, el rumor ya habría corrido… Ya no sé qué pensar.

—¿No deberíamos consultar al general Méhy para obtener informaciones fiables?

—Iré a verlo esta tarde.

—La protección de la tumba está asegurada, por lo que me llevo el equipo de la derecha al templo de millones de años de Merenptah. Los ritos ya se celebran allí y muy pronto estará terminado.

El templo de millones de años de Merenptah, aunque mucho menor que el Ramesseum, no tenía nada que envidiarle a este último en lo referente a la calidad de los materiales y el esplendor de los pilonos, los pórticos y las columnas. El maestro de obras y el jefe del equipo de la izquierda habían utilizado del mejor modo el tiempo de que disponían para realizar el edificio concebido por el rey que, por su avanzada edad, no había podido aspirar a un monumento tan colosal como el de su padre, Ramsés el Grande.

Lo esencial no era el tamaño del edificio, sino su funcionamiento simbólico, asegurado por la presencia de tres capillas consagradas a Amón, «el Oculto», a su esposa Mut, «la Madre», y a su hijo Khonsu, «el Atravesador» del cielo, y por las salas osíricas donde renacía el alma real. El templo estaba mágicamente unido a la tumba del Valle de los Reyes, y las dos entidades cooperaban en el mantenimiento de la inmortalidad del faraón gracias al poder de los jeroglíficos y las pinturas.

Amón y Osiris no eran los únicos que reinaban en el santuario; a ellos se añadía el dios de la luz, Ra, cuya presencia completaba el proceso de transmutación. Mientras avanzaba por el patio al aire libre que le estaba consagrado, Nefer el Silencioso advirtió hasta qué punto el reino subterráneo de Osiris y el imperio celestial de Ra eran las dos caras, indisociables, de una misma realidad, cuya síntesis formaba la Piedra de Luz.

De buena gana, el maestro de obras hubiera meditado jornadas enteras en aquellas apacibles salas, lejos de las tribulaciones de lo cotidiano, pero los artesanos le devolvieron pronto a las exigencias de su cargo. Debía ocuparse de terminar el palacio que estaba junto al primer patio, el lago sagrado y los almacenes de ladrillo. Allí vivirían muy pronto sacerdotes, escribas y diferentes gremios que convertirían el templo en un emisor de energía espiritual y un polo de regulación económica.

—Siendo dos equipos —estimó Fened la Nariz—, no tardaremos mucho. Los muchachos de estribor trabajan a buen ritmo, y no he descubierto ningún defecto en la construcción.

Nefer confió a los canteros el paramento del lago sagrado; a los escultores, la colocación de las estatuas, y a los dibujantes, el trazado de las figuras astronómicas y astrológicas en el techo de la sala que precedía el naos.

—Los colores no son suficientemente vivos —criticó Paneb—; ¡los de la tumba son mucho más intensos! Yo reharía todo el conjunto y le imprimiría más fuerza.

—Los dioses que están en las paredes se encargarán de ello —predijo Nefer.

—El equipo está inquieto —reveló el joven coloso.

—¿Por qué razón?

—El descenso de los sarcófagos no se lleva a cabo porque el faraón ya no está en condiciones de ordenarlo.

—No saques conclusiones tan de prisa, Paneb.

—¿Acaso tienes tú otra explicación?

—Sabremos algo más en cuanto el escriba de la Tumba haya hablado con el general Méhy, nuestro protector.

—Me necesitan en el pilono para tirar de los bloques; no hay ninguna diversión mejor cuando tengo ganas de descansar de la pintura.

De pronto, Nefer tomó conciencia de que aún no había hablado con Hay, el jefe del equipo de la izquierda. Así pues, recorrió el camino en sentido inverso y se cruzó con todos los artesanos de babor, a excepción de su jefe. Les preguntó dónde estaba, pero nadie supo decírselo. Hay los había llevado al templo muy de mañana, pero luego se había esfumado.

No quedaba más remedio que avisar a Sobek, el jefe de seguridad.

Cuando el maestro de obras salía del área sagrada, vio al policía nubio que se dirigía hacia él.

—Estoy preocupado, Sobek. Hay ha abandonado la obra sin avisar a nadie… Tal vez esté en peligro.

—No lo creo.

—¿Qué sabes?

—Hace mucho tiempo que espero que el criminal que intento identificar dé un paso en falso… Hay acaba de dar, por fin, ese paso.