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El undécimo día del tercer mes de la estación de la inundación, en el año siete del reinado de Merenptah, una delegación oficial, enviada por el faraón, se presentó ante la puerta principal del Lugar de Verdad, donde fue recibida por el escriba de la Tumba. A su cabeza iba el intendente del Tesoro, cuyo único placer residía en la asidua práctica de la contabilidad. Había nacido en Tebas y raras veces salía de allí; aquélla era la primera vez que se aventuraba por el desierto, y tenía la esperanza de que aquella tortura durase lo menos posible. Se dirigió a Kenhir en un tono de suficiencia.

—¿Está todo listo?

—¿Qué esperáis que os responda?

El alto funcionario, desconcertado por las palabras de Kenhir, se volvió hacia sus colegas.

—¿Acaso existe un procedimiento particular que no me han indicado mis servicios?

Un adjunto del visir le habló al oído.

—El escriba Kenhir tiene muy malas pulgas, no le contrariéis.

El intendente del Tesoro intentó sonreír.

—¿Por qué hacéis muecas? —preguntó Kenhir—. Si tenéis que hacerme algún reproche, vaciad el saco. Los examinaré uno a uno.

—Pero… ¡si no tengo ninguno! Sencillamente vengo a registrar un depósito de estatuas y a traeros algunas jarras de aceite de calidad superior y una hermosa cantidad de pasteles, de parte del visir, para recompensaros por el trabajo realizado.

—Es una suerte que se haya respetado la costumbre… Muy bien, vamos a ello.

Ayudándose con su bastón, el escriba de la Tumba comenzó a caminar, empujando a algunos oficiales que no se apartaban con bastante rapidez.

—¿No… No nos quedamos en la aldea?

—No estáis autorizado a entrar en ella y la tumba del faraón no se ha excavado aquí. Nos dirigimos al Valle de los Reyes pasando por el collado y protegidos por la policía.

—¿Realmente estamos obligados a trepar por esta montaña, con este calor y este polvo?

—Así podréis hacer un informe sobre el estado de nuestras instalaciones.

Las viejas piernas de Kenhir lo soportaron mejor que las de sus compañeros de escalada, que, sin embargo, eran más jóvenes y robustas, Al escriba no le disgustaba verlo sufrir, con las lujosas ropas empapadas en sudor; demasiadas horas de oficina habían separado a los notables de la naturaleza, y aquella pequeña prueba les haría ser menos arrogantes.

—Sobre todo, no os salgáis del sendero —recomendó Kenhir—; por aquí hay muchos escorpiones y su picadura es mortal. También está plagado de víboras cornudas…

El miedo se unió a la fatiga y la inspección de la estación del collado sólo duró unos minutos. El intendente del Tesoro estaba dispuesto a certificar el perfecto estado del lugar, siempre que aquel abominable paseo terminara en seguida.

—Ahora —advirtió Kenhir—, bajaremos hacia el Valle de los Reyes. Pisad firme, pues corremos el riesgo de resbalar, caer por la pendiente y rompernos algún hueso.

El viejo Kenhir descendió con la misma agilidad que una cabra, y debió esperar varios minutos a la delegación, en la entrada del Valle.

—¿Tendremos que volver por el mismo camino? —preguntó el intendente del Tesoro, muy preocupado.

—No, unos carros os llevarán por la pista que llega junto al Ramesseum. Y, ahora, el registro.

—¡No vale la pena! —protestó el alto funcionario.

—El reglamento tiene que aplicarse al pie de la letra —precisó Kenhir—, y sólo autorizo a dos personas a cruzar el umbral del Valle: vos y el delegado del visir. Los demás se quedarán fuera.

Un concierto de protestas no consiguió que el escriba de la Tumba cediera, y los policías nubios procedieron al registro.

Al otro lado de la puerta de piedra, el maestro de obras recibió a los dos dignatarios, que estaban muy impresionados por la solemnidad del lugar.

Sin decir una palabra, Nefer los condujo hasta la monumental entrada de la tumba de Merenptah, junto a la que se habían colocado los artesanos del equipo de la derecha, formando una hilera de portadores de ofrendas. A la cabeza estaba Userhat el León, que llevaba «el bastón venerable» de madera preciosa chapada en oro, con el que animaría a las estatuas para que abrieran los ojos e iluminaran al faraón, el dueño del paraje de luz, cuando partiera hacia el cielo.

El intendente del Tesoro y el delegado del visir perdieron, de nuevo, el aliento, pero esta vez fue debido a las maravillas que contemplaban.

—Los dioses y las diosas han viajado de la Morada del Oro en el Lugar de Verdad a la del Valle de los Reyes —declaró el maestro de obras—. Ocuparán el lugar que les está reservado en esta morada de eternidad, donde velarán por el faraón.

Maravillados, los dos verificadores quedaron boquiabiertos al ver pasar las principales figuras del panteón egipcio, cubiertas todas de oro; fueron necesarias numerosas idas y venidas de los artesanos para bajar las estatuas de tamaños y pesos diversos hasta las salas de la tumba.

Cuando la procesión ascendió de las profundidades por última vez, el intendente del Tesoro se preguntaba cómo un grupo tan pequeño de hombres había podido crear tantas obras maestras.

El informe que debía ser entregado al visir era especialmente elogioso. Los dos testigos del descenso de las estatuas destacaban el excelente trabajo llevado a cabo bajo la dirección de Nefer el Silencioso y se felicitaban por el modo como se había realizado el transporte. Ya sólo quedaba la última etapa: introducir los sarcófagos en la tumba.

Nefer, que estaba muy cansado, se lavaba la cara mientras su esposa hacía las camas.

—Hasta la última estatua —reconoció—, he temido un golpe bajo… Me parece que a nuestro devorador de sombras ya no le quedan muchas ganas de destruir.

—Pues yo me temo todo lo contrario.

—¿Por qué, Clara?

—Porque tu cabezal ha desaparecido.

El cabezal de madera, sobre el que se colocaba un almohadón, no estaba en su lugar habitual.

—Tal vez lo haya guardado, sin darme cuenta, en el arcón de sicómoro.

Clara levantó la tapa.

—Desgraciadamente, no.

Buscaron por toda la casa, pero no lo encontraron.

—Alguien ha entrado en casa para robar sólo ese modesto objeto… ¡Eso no tiene sentido! —estimó Nefer.

—Muy al contrario. El ladrón sólo buscaba el cabezal para utilizarlo contra ti.

—¿De qué modo?

—En la madera están impresos tus sueños y tus pensamientos secretos… Quien sepa descifrarlos tendrá poder sobre ti y podrá orientar tus decisiones futuras.

—¿Existe algún tipo de defensa contra eso?

—Otro cabezal en el que estén inscritas fórmulas que protejan el sueño y aparten a los ladrones de pensamientos.

—Mañana mismo lo fabricaré.

—También habrá que inscribir algunas fórmulas en tu lecho. Esta noche no debes dormir en él.

—¿Me haces un lado en el tuyo?

En compañía de las demás esposas de los artesanos, la del traidor acudió al mercado que se celebraba cerca del Ramesseum, en el lindero de los cultivos. Allí se vendían deliciosas lechugas y una gran variedad de especias.

Como era la costumbre, largas discusiones preludiaban la compra. Una campesina empujó a la esposa del traidor, que dejó su serón en el suelo inmediatamente. En su interior, estaba el cabezal que su marido había robado en casa del maestro de obras. La esposa del traidor cogió el serón vacío que la campesina había colocado junto al suyo y lo llenó de provisiones.

—He aquí el objeto —le dijo Serketa a Méhy—. ¡Me he divertido mucho en el mercado, disfrazada de campesina!

—Como puedes ver, nuestro aliado puede resultar eficaz.

—¿Qué piensas hacer con este cabezal?

—Pedirle a un especialista que extraiga los sueños que contiene y apoderarme de los pensamientos de Nefer el Silencioso. Entonces, lo manipularemos como a esos juguetes de miembros articulados con los que juegan los niños, y sabremos dónde oculta la Piedra de Luz.

Serketa se encogió de hombros.

—¿Dónde vas a encontrar a ese especialista?

—Tran-Bel, el mercader de muebles, conoce a un hechicero sirio que obtiene resultados notables.

—¿Esa profesión no está prohibida en nuestro territorio?

—Así es, y quienes se entregan a la magia negra son severamente condenados. Pero sólo el sirio corre un gran peligro, dulce amor mío.

—¿Están listos los sarcófagos? —preguntó el escriba de la Tumba al maestro de obras.

—Desgraciadamente, no —respondió Nefer, abatido—. Al examinarlos detenidamente, he descubierto unos pequeños defectos que no puedo tolerar.

—¿Quién es el responsable?

—Yo mismo. Tendría que haberlos descubierto antes…

—Humm… ¡Cargas con el error de otro!

—Es el deber de un jefe de equipo.

—Tienes suerte, Nefer; el visir ha sido retenido en Pi-Ramsés y me ha comunicado que el descenso de los sarcófagos a la tumba se retrasaría.

—¿Cuál es la nueva fecha? —Todavía no se ha fijado.

—¿Significa eso que debemos prever graves trastornos en la cumbre del Estado?

—Eso me temo —dijo Kenhir con gravedad.