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Userhat el León hinchó el pecho al contemplar la estatua de esquisto, bañada en oro, que representaba a la diosa Hator. Su cuerpo sería eternamente joven y esbelto, y su sonrisa celestial iluminaría la noche de la tumba.

—Pule un poco más el talón izquierdo —le dijo a Renupe el Jovial.

Renupe usó un guijarro redondo envuelto en cuero para pulirlo, mientras el jefe escultor verificaba, una a una, las estatuas de madera dorada con ojos incrustados de cornalina, calcáreo brillante y alabastro. Osiris, Isis y otras divinidades velarían por los tesoros de Merenptah y participarían, diariamente, en su resurrección.

De pronto, Ipuy el Examinador irrumpió en el taller.

—¡Espero que todo esté listo! Mañana nos enviarán algunas lumbreras para asistir al transporte de las estatuas.

—¿Alguna vez le ha fallado Userhat el León al maestro de obras? En vez de mariposear, ayúdanos a terminar.

—Me preocupan los sarcófagos…

—Las directrices que les di a los canteros eran muy precisas.

—Karo padece una bronquitis y Fened se ha lastimado el pie.

—¡Qué visiten a la mujer sabia y vuelvan al trabajo!

—Ya lo han hecho, Userhat, pero temo que se retrasen de todos modos.

—Encárgate de las estatuas, iré a ver.

En el otro taller, donde se habían tallado los sarcófagos reales, Nefer el Silencioso ya estaba ayudando a Nakht el Poderoso, Karo el Huraño, Fened la Nariz y Casa la Cuerda.

Al ver a los jefes de obra, el jefe escultor se tranquilizó.

—Ya sólo faltan unos pequeños detalles —estimó.

—El levantado y el descenso a la tumba pueden causarnos problemas —dijo el maestro de obras.

—¡Ésa es mi especialidad! —afirmó Casa—. Yo mismo comprobaré las cuerdas y os aseguro que no tendremos ningún problema.

—¿Y cómo está lo de los pintores y los dibujantes? —preguntó Userhat.

—Esta noche habrán terminado ya —respondió Nefer.

Todos los artesanos pensaban lo mismo: hasta el momento, los dioses les habían sido favorables. ¿Ocurriría lo mismo durante la última etapa del trabajo?

Ched el Salvador se había puesto en los ojos el nuevo colirio que le había preparado la mujer sabia. Al principio había sentido una quemazón, que desapareció pronto, pero, sin embargo, no había apreciado ninguna mejoría. Desde la víspera, los colores tendían a esfumarse y parecía que veía peor que antes.

Ched se encontraba en la tumba, contemplando las pinturas de brillantes colores. Paneb había conseguido dominar el oficio más de lo que él esperaba, haciendo vibrar los matices con una intensidad que sólo el Salvador era capaz de sentir y de recrear.

De pronto, el detalle de una corona real le pareció más preciso, y los contornos del ojo real, parecido al del halcón, se hicieron más claros. Los colores brillaron más aún, como si acabaran de encender nuevas lámparas.

Ched vaciló, pero no se atrevió a apoyarse en una pared ni en una columna. El brazo de Paneb lo sostuvo.

—¿Te encuentras mal?

—No, no, al contrario…

—¿No deberías ir a ver a la mujer sabia?

Ched esbozó una amplia sonrisa.

—¡Qué buena idea, Paneb, qué maravillosa idea! Es lo primero que haré en cuanto regresemos a la aldea.

Kenhir observaba las idas y venidas de los artesanos desde su hornacina de piedra. Por fortuna, ningún artesano del equipo de la derecha había faltado a la llamada. Clara había cuidado a los enfermos durante los dos días de descanso y no había creído que ninguno fuese incapaz de trabajar.

El maestro de obras llevó agua fresca al escriba de la Tumba.

—¡Menos mal que alguien piensa en mí en esta cofradía! Los demás me dejarían morir de sed de buena gana. Tal vez piensen que es agradable estar siempre controlándolo todo para que no falte nada y no nos hagan ningún reproche… En fin, a cada cual su ración de preocupaciones. Si el tribunal del más allá nos juzga por lo que hayamos soportado, yo no tengo nada que temer.

—Nuestra trampa no ha funcionado —deploró Nefer.

—No dejo de pensar en ello —reconoció Kenhir—, y el fracaso me parece más bien tranquilizador.

—¿No querrá decir acaso que el devorador de sombras es tan desconfiado como astuto?

—Tal vez, pero sobre todo tengo la sensación de que se ha dado cuenta de su incapacidad para hacernos daño.

El maestro de obras pensó que uno de los miembros del equipo había tomado el mal camino, olvidando la voz de Maat y su llamada. Pero ¿el suyo sería un comportamiento irreversible o bien había tomado conciencia de que sólo forjaría su desgracia y había decidido permanecer fiel a la aldea?

—Sobre todo, no debemos bajar la guardia —recomendó Kenhir—, especialmente porque se acerca el final de la obra.

—¿Conocéis a los dignatarios que asistirán al transporte de las estatuas?

—Una pandilla de chupatintas pretenciosos, imbuidos de sus prerrogativas, que estarían encantados de poder entregar al visir un informe que demostrase que los artesanos del Lugar de Verdad no tienen ningún talento especial.

—No es muy tranquilizador, la verdad.

Kenhir lo miró con seguridad y dijo:

—¿Has dado lo mejor de ti mismo, Nefer, y piensas que la obra realizada se adecúa al plan adoptado por el faraón y por ti mismo?

—Mi respuesta a vuestras dos preguntas es sí.

—En ese caso, puedes dormir tranquilo.

—El gesto te parecerá irreverente, y te ruego, de antemano, que me perdones —dijo Ched el Salvador a la mujer sabia—; pero ahora que no está tu marido, ¿puedo darte un par de besos?

El paciente y su médica compartieron una intensa emoción, y los dos derramaron algunas lágrimas de felicidad.

—Tendrás que instilar dos gotas en cada ojo, mañana y tarde, hasta tu último día —recordó Clara.

—¡Eso no me supone ningún esfuerzo si vuelvo a ver como antes! He aprendido mucho durante ese período, en el que me preparaba para abandonar el mundo de los colores, sin los que mi existencia no tiene ningún sentido; ahora ya estoy listo para morir.

—Te encuentras en perfecto estado —recordó la mujer sabia—, y me pareces un serio candidato para alcanzar la edad provecta.

Ched el Salvador pareció molesto.

—Siento muy poca estima por el género humano, Clara, pues me parece muy mediocre ante el cielo, la luz del día y la noche, los animales, las plantas y toda esa prodigiosa creación en la que los dioses dejan oír su voz… Incluso me pregunto si el soberano arquitecto no habrá errado su pincelada cuando nos dibujó, tanto a mí como a los demás. Pero, de todos modos, he conocido a un hombre que casi podría hacerme creer que un ser humano es digno de admiración. Nunca se lo diré a Nefer el Silencioso… Pero la mujer sabia, a la que admiro sin reservas, guardará mi secreto.

La inundación había resultado muy oportuna, no había sido demasiado fuerte ni demasiado débil, y el pueblo de Egipto dispondría, también ese año, de alimentos abundantes y variados. Como administrador principal de la orilla oeste, Méhy había estado sobrecargado de trabajo, y se veía obligado a velar por la preparación de los diques y las albercas de retenciones. No se había producido ningún incidente importante, y el general podría presumir de ser un excelente administrador.

Serketa estaba tumbada sobre unos almohadones, consultando el mensaje codificado del artesano que informaba a sus aliados, a intervalos regulares, de los acontecimientos importantes que se producían en la aldea.

—El maestro de obras lo ha conseguido —comentó—; la tumba del rey está casi terminada.

—Merenptah y el visir han dado la orden de que altos funcionarios del Tesoro asistan a la instalación de las estatuas y los sarcófagos —precisó Méhy.

—¡Y seguimos sin saber nada de esa Piedra de Luz! —dijo la esposa del general, muy enojada—. Nuestro informador es un inútil.

—Yo no soy tan pesimista como tú… No olvides que debe ser muy prudente y que su ayuda está muy lejos de ser desdeñable. Gracias a él, conocemos el funcionamiento de la aldea y la cofradía.

—¿Los altos funcionarios crearán problemas a los artesanos?

—Nefer el Silencioso tendría que haber cometido faltas graves, y ciertamente no es así.

—¿No puedes apoyarlos?

—La situación es demasiado tensa… Según nuestros amigos de Pi-Ramsés, la salud de Merenptah empeora, y el advenimiento de su hijo Seti no gusta al conjunto de la corte. Algunos consideran que es inflexible, que está desprovisto de inteligencia y que es incapaz de gobernar. El partido del príncipe Amenmés se fortalece y él mismo cree, cada día más, en su buena estrella. Por mi parte, no debo comprometerme de un modo demasiado evidente para preservar mi reputación de protector del Lugar de Verdad, cuyo papel parece más esencial que nunca.

—El tal Amenmés no tiene madera de rey —juzgó Serketa.

—Sin duda, tienes razón, dulce amor mío, pero ¿acaso no podemos sacar partido de ello? Un monarca como Ramsés, como Merenptah incluso, impediría que nos acercásemos al poder. Con Amenmés, tendremos el campo libre.

—De todos modos desconfiemos de ese chiquillo nervioso y violento, y no olvides a Seti; tiene numerosos y sólidos apoyos.

—¿Por qué no soñar con una guerra civil que debilite a ambos adversarios y nos permita salir vencedores?

Serketa pasó lentamente el índice por sus golosos labios.

—Deberíamos pedir a nuestro aliado del Lugar de Verdad un favor que debilitara la posición del maestro de obras.

La esposa del general le reveló su idea.

Aunque escéptico, Méhy asintió.