Una vez terminada la formación geométrica de Paneb, los canteros de Menfis lo habían invitado, al igual que a Nefer, a visitar la vieja ciudad, primera capital de Egipto. El hijo adoptivo del maestro de obras había descubierto la antigua ciudadela de blancos muros, los templos de Ptah, Hator y Neit, los palacios reales y el barrio de los artesanos. Al anochecer, fueron a una taberna donde servían una deliciosa cerveza fresca.
La alegre pandilla no andaba escasa de historias chuscas; Paneb se disponía a contar una cuando un oficial, seguido por una decena de soldados, entró en la taberna.
—¡Silencio! —ordenó—. Escuchadme todos con atención.
Un montón de miradas inquietas convergieron en el oficial.
—Las tropas acuarteladas en Menfis han sido puestas en estado de alerta, pues se espera un ataque libio de un día para otro. Dada la gravedad de la situación, necesitamos el máximo de voluntarios para defender la ciudad; si cayera en manos del enemigo, la población sería exterminada. Espero que sepáis estar a la altura de las circunstancias.
Nefer quiso levantarse como los demás, pero Paneb se lo impidió agarrándolo firmemente por el hombro.
—Tú, no, padre mío. Eres el maestro de obras del Lugar de Verdad, no debes arriesgar tu vida.
—Y tú eres pintor y…
—Si muriera en combate, Ched el Salvador terminaría el trabajo.
Uno de los canteros de Menfis habló en nombre de sus camaradas.
—Paneb tiene razón y el oficial lo aprobará también. Todos conocemos la importancia que el rey concede al Lugar de Verdad. Tu lugar está allí, Nefer.
—Pero Paneb es un miembro de mi equipo y…
—Precisamente por eso —lo interrumpió Paneb—. Debo defender el honor de nuestra cofradía. Quédate tranquilo, los libios recibirán su merecido.
Merenptah había golpeado rápidamente y con fuerza, lanzando casi la totalidad de sus tropas a un asalto decisivo, cuando los jefes de los coligados se peleaban por problemas de primacía y reparto del maravilloso botín que ya consideraban suyo.
El primer ejército egipcio había atacado por el este, el segundo por el sur y el tercero por el oeste. El cuarto se había limitado a intervenir como refuerzo, cuando la batalla ya estaba ganada. Los coligados estaban muy desorganizados, y habían estallado como una manzana demasiado madura. Algunos fugitivos se habían refugiado en las ciudades de Gezer y Askalón, que los egipcios asaltaron rápidamente; otros habían conseguido escapar para reunirse con el grueso de las tropas libias, acantonadas a la altura del Fayum, al suroeste de Menfis. El rey no había permitido que sus ejércitos recuperaran el aliento. Y una vez eliminadas las últimas bolsas de resistencia y bajo control la Siria-Palestina, se había dirigido de nuevo a Menfis a marchas forzadas.
Su hijo Seti lo estaba esperando a la entrada de la ciudadela de muros blancos.
—Menfis resistirá cualquier asalto, majestad.
—No debemos quedarnos de brazos cruzados —decidió el monarca—, sigamos aplicando la misma estrategia que nos ha dado una primera victoria. Utilizaremos la totalidad de nuestras fuerzas.
—¿Dejaremos a Menfis indefensa?
—Esta noche, el dios Ptah se me ha aparecido en sueños y me ha dado una espada que ha apartado de mí la duda y el miedo. Que los exploradores me comuniquen la posición exacta de los libios y los aplastaremos antes de que ataquen.
Tras un último turno de palabras, por fin se había tomado la decisión: el jefe de tribu Merié llevaría a los diez mil combatientes libios a la conquista de Menfis.
La derrota de la coalición en el nordeste de Egipto no los había hecho titubear. La batalla había sido dura, las tropas egipcias estaban agotadas, y Menfis, desmantelada. Cuando sus defensores vieran desencadenarse una feroz horda de guerreros tatuados y barbudos, con la cabellera trenzada en la que habían clavado dos grandes plumas, tendrían miedo y se rendirían.
Cuando se hubiera apoderado de Menfis, Merié saquearía la ciudad santa de Heliópolis, cuya destrucción desmoralizaría al adversario. Luego, se sucederían las victorias antes de conquistar todo el Delta, a lo que seguiría una invasión nubia por el sur.
La derrota de los coligados no había sorprendido al jefe de los libios; su papel principal consistía en debilitar al enemigo, alejándolo de Menfis para dejar el campo libre a la principal oleada de asalto.
Merié borraría siglos de humillación. Por primera vez, Libia vencería a Egipto y se apoderaría de sus tesoros. Tal vez matara él mismo a Merenptah, atravesándole el cuerpo con la lanza, y no respetaría a ningún miembro de su familia, hasta aniquilar completamente su dinastía.
El nuevo rey de Egipto se llamaría Merié.
El tercer día del tercer mes de la estación cálida era tórrido, como solía suceder a finales de mayo. Merié se había puesto un abigarrado vestido, con motivos florales; un tahalí le cruzaba el pecho y llevaba brazaletes en las muñecas. De su cinturón colgaban un puñal y una espada corta. Su peluquero había igualado los pelos de su puntiaguda barba y dividido su abundante cabellera en tres partes. Luego, formó una larga trenza central, bien enrollada en su parte inferior, y le puso dos plumas de avestruz, separadas una de otra.
Los soldados libios esperaban la orden de partida, tras un copioso desayuno, que había fortalecido una moral que ya estaba muy alta.
Cuando Merié salía de su tienda, un jinete penetró como una tromba en el campamento y se detuvo ante su jefe.
—Los egipcios… ¡Ahí llegan!
—¿Exploradores?
—¡No, un ejército, un enorme ejército con el faraón a la cabeza!
—¡Eso es imposible! No ha podido regresar tan pronto de Palestina.
—¡Estamos rodeados!
La primera andanada de flechas se cobró muy pocas víctimas, pero sembró el pánico en el campamento libio. A Merié le costó mucho reunir a sus hombres, que se desperdigaban en todas direcciones. Los primeros infantes egipcios ya cruzaban las sumarias empalizadas, cubiertos por los arqueros.
—¡Al canal, pronto!
Intentar defender el campamento hubiera sido un suicidio. Era preciso refugiarse en los barcos y batirse en retirada.
Las llamas que ascendían hacia el cielo dejaron petrificado a Merié. El faraón había atacado por todos lados e incendiado las embarcaciones. Alrededor del jefe de los libios, sus hombres caían bajo los golpes de un adversario implacable que avanzaba con fulgurante rapidez.
La batalla entraba en su sexta hora y pronto habría terminado. Tras la desbandada inicial, los libios se habían rehecho y habían combatido codo con codo, sabiendo que el enemigo no retrocedería. Merié había reunido sus últimas fuerzas para intentar un contraataque, con la esperanza de romper el cerco.
Paneb se había divertido como un loco viendo cómo los libios se desparramaban por los diques como ratones, y había alcanzado a la carrera a más de cincuenta.
Ni las espadas ni los puñales asustaban al joven coloso, que rompía alegremente los antebrazos de sus adversarios antes de derribarlos de un puñetazo. Iba amontonando a sus prisioneros ante la atónita mirada de los infantes.
El campamento libio ardía y el humo favorecía la huida de los vencidos. Paneb deslomó a una decena de hombres que cometieron el error de huir en su dirección.
Descubrió a un mocetón, vestido con una toga multicolor y calzado con unas sandalias de lujo, que intentaba subir a un carro tirado por un caballo demasiado asustado para avanzar. El animal se encabritó, relinchando, y el libio renunció a escapar.
—¡Eh, tú! —aulló Paneb—. ¡Ríndete o te rompo todos los huesos!
Merié lanzó su jabalina, pero le temblaba el brazo y el arma sólo rozó el hombro del coloso. Paneb, irritado, se arrojó contra el salvaje que había estado a punto de herirle. Un libio intentó proteger la huida de su jefe, pero Paneb le reventó la nariz de un codazo. Asustado, Merié se había quitado las sandalias para correr más de prisa; su perseguidor pisoteó las dos plumas, caídas en el suelo manchado por la sangre de los libios, dio un brinco y se lanzó sobre su espalda.
Después de la victoria, una larga serie de escribas habían iniciado la contabilidad para entregar al faraón un detallado informe de la situación.
Su superior se presentó ante el rey, que contemplaba el campo de batalla donde sus hombres acababan de salvar Egipto.
—A reserva de ulteriores comprobaciones, majestad, he aquí las primeras estimaciones de los bienes arrebatados al enemigo: 44 caballos, 11.594 bueyes, asnos y carneros, 9.268 espadas, 128.660 flechas, 6.860 arcos, 3.174 jarrones de bronce, 531 joyas de oro y plata y 34 piezas de tela. 9.376 libios han muerto, 800 han sido hechos prisioneros, y los demás han desaparecido.
—¡Añadid un prisionero más, su jefe! —gritó la poderosa voz de Paneb que empujaba, ante sí, a un tembloroso Merié.
Éste se lanzó a los pies de Merenptah para implorar su perdón.
—Te conozco —le dijo el rey al coloso—. ¿No eres un artesano del Lugar de Verdad?
—Soy Paneb, hijo de Nefer el Silencioso y de Clara, la mujer sabia, majestad —repuso el pintor inclinándose.
—¿Por qué estás aquí?
—Nefer quería que conociera las pirámides y Menfis… La benevolencia de los dioses me ha permitido participar en este combate y traeros a este cobarde que intentaba huir.
La hazaña de Paneb sería muy pronto celebrada en todo el país, y se sabría que el Lugar de Verdad no vacilaba en combatir junto a los soldados del faraón.
—Te encomiendo una importante misión, Paneb. Un escriba te entregará un papiro que contiene el relato de mi victoria sobre los libios y de la luz sobre las tinieblas. Deberás ir a Karnak y grabar el texto en la pared interior del muro este del patio del séptimo pilono del templo de Anión. Venerémosle, todos los aquí presentes, por haber guiado nuestros corazones y habernos dado fuerzas para afrontar la batalla.
Una muda plegaria se elevó hacia el cielo azul de aquel cálido atardecer de mayo, en el que las Dos Tierras saborearían la paz salvaguardada.