Bajo la presidencia del escriba de la Tumba, el tribunal del Lugar de Verdad ratificó la adopción de Paneb por la pareja formada por Clara, la mujer sabia, y Nefer el Silencioso, jefe del equipo de la derecha y maestro de obras de la cofradía. En adelante, se le designaría como Paneb, hijo de Clara y de Nefer en todos los documentos oficiales, sería el heredero de sus padres adoptivos y el servidor de su ka después de su muerte.
Naturalmente, el feliz acontecimiento iba acompañado de una fiesta en la aldea y de algunos días de descanso suplementario, muy apreciado tras un intenso trabajo, tanto en las obras de la tumba como en las del templo de Merenptah.
Fened la Nariz y los demás canteros se presentaron ante Paneb, con la cabeza baja.
—No se nos da muy bien pedir disculpas… pero metimos la pata y queremos que sepas que lo sabemos. En fin, tal vez sería oportuno hacer las paces. A fin de cuentas, lo importante es que formamos un equipo y podemos decir que, hoy, has sido adoptado definitivamente.
—Realmente tienes dotes para los discursos —estimó Paneb dándole un abrazo.
—¿Recuerdas la promesa que te hice hace varios años? —preguntó el maestro de obras a su hijo adoptivo.
—Las has cumplido todas, y mucho más de lo que esperaba.
—Ésta, todavía no. Para serte sincero, esperaba que estuvieras preparado para recibir plenamente lo que vamos a ofrecerte.
Y entonces Paneb recordó.
—¿Te refieres… a un viaje a las pirámides de Gizeh, junto a Menfis?
—Tu memoria es excelente.
—Pero la tumba… Mis pinturas…
—La sala del sarcófago ya está excavada, hay que pulir los muros y prepararlos para el cuadriculado. Ched el Salvador dirigirá el equipo en nuestra ausencia.
Paneb le dio un abrazo tan fuerte a su padre adoptivo que estuvo a punto de ahogarlo.
—Hasta mi regreso, asumirás la función de maestro de obras de la cofradía, además de la de mujer sabia —le dijo Nefer a su esposa—. Siento imponerte nuevas responsabilidades, pero ahora es necesario hacer que Paneb descubra el mensaje de las pirámides. No debería surgir ninguna dificultad importante, ni en la tumba ni en el templo.
—¿Está el Norte tan tranquilo como dicen? —dijo Clara, preocupada.
—La reciente visita de Seti demuestra que la inminencia de un conflicto está descartada. Y aunque la situación empeorase, Menfis no se vería afectada.
—De todos modos, sé muy prudente…
—Con nuestro hijo a mi lado, ¿qué peligro puedo temer? Kenhir y tú seréis los únicos que conozcan nuestro destino y la duración del viaje. El escriba de la Tumba ha alquilado un barco en nombre del jefe de los auxiliares, y partiremos mañana, antes del amanecer.
—Es extraño… Algunas veces siento este viaje como un suave sol poniente; otras, como una tempestad imprevisible. Prométeme que no correrás ningún riesgo, Nefer.
El maestro de obras besó a su esposa con ternura.
Paneb admiraba los paisajes con atención, y apreciaba el creciente calor de abril, aún atemperado por el viento del norte. Siempre estaba en la proa del barco, y tenía la sensación de tomar posesión de una tierra nueva cuyos aspectos grababa en su memoria, uno a uno.
El viajero descubría pequeñas aldeas de casas blancas levantadas en colinas, fuera del alcance de la inundación, palmerales y una apacible campiña sembrada de pequeños santuarios e imponentes templos con sus respectivos embarcaderos.
Pero todas esas maravillas no eran nada comparadas con el prodigio que Paneb descubrió al amanecer, bañado por la luz del Oriente: la altiplanicie de Gizeh donde se levantaban las pirámides de Khufu, Kha-ef-Ra y de Men-kau-Ra[9], custodiadas por una gigantesca esfinge, con rostro de faraón y cuerpo de león.
El joven coloso, atónito ante tanta belleza y tanta grandeza, permaneció largo rato contemplando los gigantes de piedra, cuyo revestimiento de calcáreo brillaba bajo el sol.
—Los constructores del Imperio Antiguo recrearon así los orígenes de la vida —indicó Nefer—: la unidad primordial se transformó en tres eminencias, que habían brotado del océano primordial.
—¿Es por esta razón que una pequeña pirámide corona las tumbas de los servidores del Lugar de Verdad?
—Aun de forma modesta, el símbolo nos une con nuestros predecesores de la edad de oro. La pirámide es un rayo de luz petrificado que procede del más allá, donde la muerte no existe.
Nefer llevó a Paneb hasta el antiguo taller de los planos, donde se habían concebido las gigantescas pirámides; allí trabajaban los canteros encargados del mantenimiento de las tumbas de los dignatarios que habían servido fielmente a los monarcas constructores.
El jefe de taller, un hombre calvo y rechoncho, recibió a los visitantes.
—¿Quiénes sois?
—Me llamo Nefer el Silencioso y éste es mi hijo adoptivo, Paneb el Ardiente.
El jefe del taller dio un paso atrás.
—¿No serás… el maestro de obras del Lugar de Verdad?
Nefer le mostró su sello.
—Todos los canteros del país han oído hablar de ti… ¡Es un gran placer recibirte aquí!
—Me gustaría que revelaras a Paneb la geometría sacra de las pirámides. Podíamos haberlo hecho en la aldea, pero he preferido que el secreto le fuera revelado delante de los propios monumentos.
La enseñanza se inició en seguida.
Paneb descubrió la realidad del triángulo 3/4/5, donde el Tres corresponde a Osiris, el Cuatro a Isis y el Cinco a Horus; en el corazón de la piedra vivía la tríada divina, que actuaba gracias a la proporción dorada, clave del principio de armonía inscrito en las formas naturales y de la coherencia de un edificio. Aprendió las leyes del equilibrio dinámico de la arquitectura, donde la simetría no tenía lugar, y consiguió reproducir cálculos complejos, entre ellos, el del volumen del tronco de una pirámide.
Paneb, entusiasmado, demostró a Nefer que había asimilado las lecciones correctamente.
—No te dejes atrapar por la teoría —le recomendó el maestro de obras—. Confía sólo en la verdad de la materia y en la experiencia de la mano; considera cada monumento como un ser vivo y único, ya se trate de una pequeña estela o de un templo inmenso.
—Pero… ¡ante todo soy pintor!
—Estamos aquí para ampliar tus conocimientos, Paneb. Un artesano del Lugar de Verdad debe saber hacerlo todo, pues nadie puede prever a qué tarea será destinado para el bien de la cofradía.
Cada anochecer, el padre y el hijo asistieron a la puesta de sol en las pirámides de Gizeh, y Paneb vivió horas inolvidables allí.
El faraón Merenptah salía del templo de Amón, donde había celebrado el ritual matutino, cuando fue abordado por el jefe de su guardia personal.
—Un mensajero procedente de Siria acaba de llegar a palacio, y desea veros urgentemente, majestad.
El rey lo recibió en la sala de audiencias.
—La situación es muy grave, majestad; una enorme coalición se prepara para atacar Egipto cruzando nuestra frontera del nordeste.
—¿Quiénes son los coligados?
—Según nuestros espías en la región, aqueos, anatolios, etruscos, licios, sardos, israelitas y cretenses, a quienes se han unido los libios y los beduinos. Forman una masa de varios millares de hombres decididos a invadirnos, arrasándolo todo a su paso.
—¿Por qué no he sido avisado antes?
—Dificultades de comunicación… unidas a la incredulidad de los funcionarios destinados a la región. Nuestros diplomáticos consideraban que el recuerdo de Ramsés el Grande estaba lo bastante vivo como para impedir que se organizase semejante coalición.
Merenptah convocó de inmediato su consejo de guerra, al que el mensajero proporcionó el máximo de detalles sobre la posición del enemigo y el armamento del que disponían.
—¿Qué proponéis? —preguntó el rey.
—Sólo hay una salida, majestad —estimó el más viejo de los generales—: acumular tropas en la frontera hasta hacerla infranqueable.
Sus colegas asintieron.
—Si actuáramos así —observó Merenptah—, los coligados arrasarían numerosas aldeas y matarían a muchos civiles que creían estar bajo nuestra protección.
—Son las desgracias de la guerra, majestad.
—¡General, si optamos por la pasividad nos arriesgamos a la derrota! Adoptaremos otra estrategia: atacaremos al enemigo durante su avance, en plena Siria-Palestina.
—Sería una maniobra muy arriesgada, majestad, y…
—Ésta es mi decisión, general, mandaremos todas nuestras tropas a este combate, para golpear rápidamente y con fuerza.
El ayuda de campo de Merenptah avisó al rey de que otro mensajero quería verlo de inmediato. El jefe de la seguridad militar de la frontera del noroeste fue invitado a hablar ante el consejo de guerra.
—¡La situación es muy preocupante, majestad! Las tribus libias acaban de federarse y, sin duda alguna, se disponen a atacarnos.
El este y el oeste del Delta estaban amenazados, el norte de Egipto estaba atrapado en una tenaza de la que no saldría indemne, una civilización milenaria que amenazaba con derrumbarse…
—Según tú, ¿cuánto tiempo crees que tardarán los libios en estar listos para iniciar el combate?
—Un mes, aproximadamente… Sobre todo si su objetivo es Menfis, como suponen nuestros espías.
Los miembros del consejo de guerra se estremecieron.
—Debemos recurrir al refuerzo de las tropas tebanas para proteger la ciudad —propuso uno de ellos.
—Ni hablar —decidió el rey—. Si los nubios aprovecharan los disturbios para rebelarse, Tebas estaría perdida.
—Pero entonces, majestad…
—Nuestra línea de conducta está muy clara: nos queda un mes para destruir la coalición y regresar a toda prisa de Siria-Palestina para salvar a Menfis de la agresión libia. De ello depende la supervivencia de Egipto.