Paneb acarició el largo pelo rojizo de Turquesa tras haberle hecho el amor con una pasión intacta, que ella había sabido compartir. Y ella, en su triunfante desnudez, lo miraba como si lo viera por primera vez.
—Sólo la diosa Hator puede inspirarte esos juegos amorosos, Turquesa. ¿Seré capaz de seguirte, si continúas así?
—¿Acaso te estás volviendo modesto?
—Ponme a prueba.
Tan infatigables el uno como el otro, se lanzaron a una nueva justa, importándoles muy poco salir vencedores o vencidos de ella. Se divertían sorprendiéndose y se deleitaban con su deseo cada vez que se abrazaban.
—¿Eres feliz con Uabet?
—Ella decidió ser feliz conmigo… ¿Por qué voy a tener la crueldad de contrariarla? Además, está mi hijo. Haré del mozalbete un verdadero guerrero, y nadie le plantará cara.
—¿No es también el hijo de Uabet? Tal vez ella tiene otros deseos para él.
—¡Con Aperti, imposible! Ya tiene ganas de luchar.
Paneb se tendió sobre Turquesa.
—¿Y si dejáramos de hablar? La noche caerá muy pronto y me pondrás de patitas en la calle.
—Si yo no fuera una mujer libre, ¿seguirías amándome?
Las manos del pintor, llenas de dulzura, le respondieron siguiendo sus curvas. De pronto, ella se apartó.
—Llaman a la puerta.
Paneb escuchó: llamaban con insistencia. Turquesa se cubrió con un chal y fue a abrir.
—¿Está Paneb contigo? —preguntó Gau el Preciso.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Me temo que pronto tendrá grandes problemas… Según Unesh, que ha sorprendido una conversación, los canteros piensan presentar una denuncia contra él. Están discutiendo con el escriba de la Tumba.
Entonces apareció Paneb, furioso.
—¿Qué estás diciendo?
—No sé nada más, pero los otros dos dibujantes y yo tenemos la impresión de que alguien está conspirando a tus espaldas y que se preparan para darte un golpe bajo.
—Voy a ver a Kenhir.
Nakht el Poderoso y Casa la Cuerda miraban a Paneb con animosidad. Karo el Huraño le daba la espalda y Fened la Nariz lo señalaba con el dedo.
—¡Tú eres el ladrón y será mejor que lo confieses!
—Trágate inmediatamente esas injurias o…
—El asunto parece serio —intervino Kenhir.
Paneb se volvió hacia el escriba de la Tumba.
—¿Qué asunto?
—El gran pico que sirve para atacar la roca ha desaparecido.
—¡Y lo ha robado Paneb! —precisó Fened—. ¿Quién otro hubiera podido cometer semejante fechoría? Él llevó la herramienta a la cámara fortificada.
—Es cierto —reconoció el coloso.
—¿Y cómo explicas que ya no esté allí? —preguntó el escriba de la Tumba.
—¡No tengo que explicar nada! Dejé el pico con las demás herramientas delante de la puerta de la cámara fortificada. Los canteros las colocaron dentro del local, no yo.
—No desvíes la acusación —protestó Nakht—; todos estamos de acuerdo en decir que tú fuiste el último que fue visto con el pico.
—Robar una herramienta es un delito grave —recordó Kenhir—. Si la has utilizado para trabajos personales, será mejor que lo reconozcas inmediatamente.
—¡Pero si no es verdad!
—Presentamos denuncia contra Paneb —declaró Casa la Cuerda—, y exigimos una investigación inmediata.
—¿Qué significa esto?
—Que estoy obligado a registrar tu casa en compañía del maestro de obras y en presencia de dos testigos —indicó el escriba de la Tumba.
—¿Registrar mi casa? ¡Ni hablar!
Casa la Cuerda le respondió con ironía:
—¿No es ésta la reacción de alguien que es culpable?
—¿Si eres inocente —insistió Nakht—, por qué te niegas a que la registren?
—¡Todos sabéis que no tengo nada que reprocharme!
—En ese caso, establezcamos la prueba de tu inocencia.
Paneb lanzó una mirada incendiaria a los canteros.
—Regreso a casa y os espero allí.
—¡Ni hablar! —interrumpió Casa la Cuerda—. ¡Harías desaparecer el pico! Te quedas aquí, Kenhir designará a los dos testigos, iremos a buscarlos y la comisión investigadora al completo se personará en tu casa.
Cuando el escriba de la Tumba, el maestro de obras, la esposa de Pai el Pedazo de Pan y Thuty el Sabio cruzaron el umbral de la morada de Paneb, toda la aldea ya conocía la grave acusación que recaía sobre el joven coloso.
El traidor, que se comunicaba con sus comanditarios por cartas codificadas, había aplicado el plan que había trazado: lograr que condenaran a Paneb por un delito indiscutible y provocar, así, su expulsión de la cofradía. Aprovechando la enfermedad de Kenhir y un momento de descuido de su ayudante, el traidor había robado el pico para ocultarlo en casa de Paneb, en el lugar que se disponía a transformar para ampliar la cocina y que tenía acceso desde el exterior. Después había hecho que una amiga de su mujer divulgara el rumor.
Uabet la Pura salió a abrir con su hijo en los brazos, y se quedó atónita al ver a tanta gente frente a su puerta.
—¿Qué queréis?
—Tu marido está acusado de robo —explicó Kenhir—. Debemos registrar la casa de arriba abajo.
—¡Es… es imposible! ¡No tenéis derecho a hacer esto!
—Sé razonable, Uabet. Ésa es nuestra ley y debemos aplicarla por las buenas o por las malas.
Paneb cogió a su mujer por los hombros.
—Vayamos a sentarnos afuera y dejémosles que actúen: el que desea mi perdición cree haberlo conseguido, pero le identificaré y le romperé los huesos.
El registro fue interminable. Paneb enseñaba a Aperti los distintos modos de apretar el puño y le incitaba a golpear la palma de su enorme mano. El chiquillo se reía a carcajadas y lo repetía una y otra vez sin cansarse.
Kenhir fue el primero en salir de la casa secándose la frente con un trapo de lino.
—No hemos encontrado nada, Paneb. Estás libre de cualquier sospecha.
Paneb se levantó.
—Eso no cambia nada, porque ni vos ni los demás habéis creído en mi palabra.
—Si quieres una disculpa, la tendrás.
—Eso no será suficiente.
—¿Qué más quieres?
—Ya no tengo nada que hacer en esta aldea, Kenhir; puedes tachar mi nombre del equipo de la derecha.
—Eres muy libre de quedarte; por lo que me concierne, mi decisión es irrevocable.
—¿Porque eres culpable?
El tono de la joven se había endurecido.
—¿Qué significa eso, Uabet?
—¿Robaste el pico?
—¡También tú te atreves a acusarme!
—¿Lo robaste o no?
—¡Te juro por mi hijo que soy inocente!
—Puedes agradecérselo a tu hijo; él te ha salvado.
—Explícate…
—Ha ido a jugar, sin mi permiso, a la parte de la casa que quieres arreglar. Lo he encontrado rascando el suelo y dejando al descubierto un mango de madera.
—El del gran pico…
—He pensado avisarte, pero estabas divirtiéndote con Turquesa. De modo que he avisado al maestro de obras.
—¡Nefer! ¿Y qué ha hecho?
—Se ha llevado la herramienta.
Paneb corrió hasta la morada de Silencioso, que estaba fabricando un amuleto en forma de escuadra.
—¿Dónde has escondido el pico, Nefer?
—¿Qué pico?
—El que habían ocultado en mi casa para perderme.
—Estoy perdiendo la memoria… Ya se ha probado que no estabas involucrado en esta triste historia.
—Si me has ayudado, es que crees que soy inocente.
—Tienes muchos defectos, Paneb, pero no eres un ladrón. Además, conoces el difícil período por el que estamos pasando, y has sido designado para protegerme. Si te mataran, nuestros adversarios habrían derribado una sólida muralla.
—Kenhir y los canteros me han arrastrado por el fango, y su convicción es firme. La aldea entera está convencida de que soy un ladrón, todos me mirarán de otro modo. Sé que ya no tengo lugar en esta cofradía.
—Olvida la humillación y no te conviertas en esclavo de tu vanidad.
—Tu intervención habrá sido inútil, Nefer. El mal está hecho, el desgarrón es irreversible.
—Te comportas de un modo muy derrotista, Paneb.
Los dos hombres se desafiaron largo rato con la mirada.
—Gracias por haberme evitado un juicio inicuo, maestro de obras. Pero ya no tengo ganas de codearme con hombres que me odian y a los que desprecio.
—Lo perderás todo, Paneb, y tu existencia será de nuevo semejante a un bastón torcido.
—Al menos me servirá para romperle la cabeza a quien se cruce en mi camino. Te compadezco por estar encadenado a esta aldea, obligado a servir a unos mediocres… Yo reconquisto mi libertad.