No tomas un poco más de asado, Pai? —dijo su esposa, extrañada.
—No, esta noche no.
—¿Ni callos tampoco?
—No, me siento algo pesado.
—Pero si casi no has comido nada, y yo te había preparado una comida de fiesta por nuestro aniversario de bodas.
—Está bien así, te lo aseguro.
—¡Seguro que estás enfermo!
A juzgar por la panza del dibujante, sus mejillas redondas y su aspecto floreciente, nadie habría dicho que estaba enfermo.
—Voy a dar una vuelta.
—No vuelvas muy tarde, despertarías a los niños.
—No te preocupes.
Le era imposible resistir por más tiempo el aroma de los manjares; era mejor tomar un poco de aire e intentar olvidar. El dibujante caminó por la arteria principal de la aldea con el estómago en los pies.
—Me vienes al pelo —exclamó Paneb—; quería verte.
—¿A mí… por qué?
—El maestro de obras y el escriba de la Tumba quieren hablar contigo.
—¿Ahora mismo?
—Sí, ahora.
—Iba a acostarme y…
—Salías de tu casa, ¿no?.
—No, en fin, sí, pero regresaba…
—Me han mandado a buscarte y te llevo conmigo. ¿Entendido?
—Sí, sí, entendido…
La fingida amabilidad del coloso era más temible aún que su cólera. Pai prefirió seguirlo y entró, con aprensión, en la morada de Nefer y Clara, cuya mirada le pareció más inquisitiva que amistosa.
—No tienes muy buen aspecto —le dijo ella—; ¿mala digestión?
—No, estoy bien, muy bien…
Kenhir estaba de pie, con las manos apoyadas en su bastón, y prescindió por completo de las fórmulas de cortesía.
—Escribes mucho, en estos últimos tiempos.
—Tal vez… Pero eso es cosa mía.
—También es cosa del Lugar de Verdad. ¿A quién escribes?
—No tenéis por qué saberlo.
—¡Ya lo creo que sí! Y si te niegas a respondernos, convocaré el tribunal.
Pai pareció atónito.
—Pero… ¡esto es ridículo!
—Si estás en paz contigo mismo —intervino Nefer—, responde. ¿No significará tu negativa que ocultas actos indignos de un servidor del Lugar de Verdad?
Pai agachó la cabeza.
—Lo sabéis todo, ¿no es cierto?
Le respondió un pesado silencio.
—Todo comenzó hace un año, aproximadamente, cuando celebramos que mi madre, que vive en la orilla oeste, cerca del mercado de pescado, cumplía ochenta años. Abusé de los callos y el asado, lo admito, y ella me echó en cara esta célebre frase de la Enseñanza para Kagemni: «La glotonería es despreciable, hay que señalarla con el dedo. Una copa de agua puede bastar para calmar la sed y un bocado de legumbres para fortalecer el corazón. Ay de aquel cuyo vientre es ávido cuando ha pasado el momento de la comida». Y se ha negado a verme mientras no siga un régimen. Le he escrito más de veinte cartas hablándole de mis sobrehumanos esfuerzos, pero me quiere esbelto, con veinte kilos menos. Esta misma noche, de nuevo, sólo he picado un poco… ¡Y me muero de hambre!
—Pai es inocente —dijo Nefer.
—¿Y si fuera un excelente actor? —dudó Kenhir—. Sabiendo que se arriesgaba a ser desenmascarado, tenía preparada una explicación tan grotesca que a nadie se le ocurriría dudar de ella.
—Yo estoy seguro de que Pai ha dicho la verdad —intervino Paneb—, pero creo que debemos comprobar su historia. Mañana por la mañana iré a ver a su madre, y lo aclararemos todo.
—¿La madre de Pai? Vive en la tercera calleja, a tu izquierda.
Paneb saludó al pescadero, que preparaba su puesto, y tomó la dirección indicada, pero dejó atrás la tercera calleja y echó a correr.
A su espalda, oyó un ruido de pasos precipitados.
Lo estaban siguiendo desde que había tomado la barcaza, tal vez desde antes incluso.
De modo que Pai el Pedazo de Pan había mentido. Sus argumentos eran sólo un montón de mentiras y, como temía que mandaran a alguien a comprobar su fábula, había ordenado a un cómplice del exterior que se deshiciera del curioso.
Paneb estaba encantado, pues su perseguidor, sin duda, tendría muchas confidencias que hacerle.
Se ocultó en una esquina, y acto seguido vio a un nubio que se detenía y miraba en todas direcciones.
—¿Me buscas a mí, amiguito?
El puño del nubio se movió con rapidez. Paneb paró el golpe con el antebrazo y su pie derecho golpeó el vientre de su adversario, que retrocedió más de diez pasos aunque permaneció de pie.
—Sabes luchar y eres resistente —reconoció el joven coloso—. Me veré obligado a golpearte fuerte, salvo que prefieras revelarme en seguida el nombre de tu patrón.
El hombre hinchó sus pectorales y se lanzó contra Paneb, con la cabeza por delante.
En el último momento, el artesano se apartó y dejó caer sus dos puños unidos en la nuca del agresor, que terminó su carrera contra un muro.
Aunque tenía la frente ensangrentada, logró incorporarse titubeando.
—¡Eres duro!
El nubio respiraba con dificultad.
—Si me matas… no escaparás de nosotros… Nadie escapa… a los policías de Sobek.
Con los ojos en blanco, el nubio se desmayó.
Unas amas de casa lanzaron una prudente ojeada a la calleja.
—¡Traedme agua! —exigió el coloso.
Fue necesaria toda una jarra para despertar al nubio.
—¿Realmente eres policía?
El infeliz se estremeció de espanto.
—¿Vas a golpearme de nuevo?
—Si dices la verdad, no. ¿Por qué me seguías?
—Es mi misión… Debo seguir a los artesanos que se dirigen a la orilla este para saber adonde van.
—¡También yo cumplo una misión!
—El jefe Sobek no me lo ha dicho.
Nadie había pensado en avisarlo… Paneb ayudó al nubio a levantarse y a caminar hasta la tienda de un mercader de plantas medicinales para que le aplicase un bálsamo.
—Debo redactar un informe —dijo el policía—. ¿Qué voy a contarle a Sobek?
—Dile que hable con el escriba de la Tumba. Kenhir sabrá explicarle la situación.
—¿Sois la madre de Pai?
La patrona era pequeña, su piel estaba muy arrugada, y no parecía tener un carácter fácil.
—¿Qué queréis de mí?
—Soy amigo de vuestro hijo.
—¿Se ha adelgazado ya?
—Un poco, pero…
—¡Qué deje de escribirme y que haga algo! El muy glotón es la vergüenza de mi familia. Que no vuelva a aparecer por aquí si no está más presentable.
—Os aseguro que se esfuerza mucho y…
—Esforzarse no basta. Tiene que conseguirlo.
Dicho esto, la madre de Pai cerró la puerta en las narices de Paneb.
El general Méhy tensó su arco, apuntó al centro del blanco y disparó. La flecha se hundió profundamente en la dura madera.
—Buen tiro —apreció Daktair.
Méhy arrancó la flecha y comprobó que la punta estaba casi intacta.
—Buen resultado, Daktair: la aleación que has obtenido tiene una resistencia excepcional. Con puntas de flecha de semejante calidad, los arqueros tebanos tendrán una arma inigualable. ¿Y las espadas?
—Estoy en ello.
—Y sin embargo, pareces decepcionado y descontento.
—Me veo reducido a la condición de técnico superior… ¡Me parecen tan lejanos nuestros sueños de grandeza!
—Te equivocas, Daktair.
—Merenptah reina sin oposición, os veis obligado a proteger el Lugar de Verdad y no hemos obtenido ninguno de sus secretos. Los muros de esta aldea son realmente infranqueables.
—¿Crees que he renunciado a ello?
—Creo que estáis haciendo una brillante carrera y que la mía concluirá en ese laboratorio.
—Triunfaremos porque sabemos tomarle medidas al adversario —aseguró Méhy—; y éste es mucho más temible de lo que suponíamos. El maestro de obras y la mujer sabia dan a la cofradía una coherencia semejante a la que une las piedras de un templo entre sí, y no será fácil destruirla. Las pequeñas victorias que hemos obtenido son insuficientes, lo admito, y hemos soportado serios reveses cuyas lecciones debemos extraer. La principal consiste en privar a Nefer de sus apoyos fundamentales. Gracias a nuestro aliado del interior, sabemos que el escriba de la Tumba ha estado enfermo. Pero Nefer tiene un perro guardián muy molesto, el joven Paneb, que se negó a enrolarse en el ejército. Pues peor para él.