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Todos los artesanos del equipo de la derecha dormían en sus chozas del collado, su lugar de reposo entre la aldea y el Valle de los Reyes donde proseguía la excavación de la morada de eternidad de Merenptah. En aquella noche de luna nueva, sólo el maestro de obras estaba despierto. Como cada anochecer, antes de dormirse, Nefer pensaba en cada uno de los artesanos, en sus preocupaciones, en los problemas particulares que habían surgido durante la jornada y que él debía resolver para mantener la coherencia y la eficacia del equipo.

Entre ellos había un ser lo bastante vicioso como para fingir que amaba su trabajo y a sus hermanos con un corazón tan mentiroso como sus labios, un ser que intentaba corroer la cofradía desde el interior. A Nefer le costaba cada vez más soportar aquel peso. Su mundo era el de la fraternidad entre los artesanos y el de la Piedra de Luz, y no el de la hipocresía y aquel mal solapado al que no sabía cómo combatir. Día tras día, iba perdiendo sus fuerzas en aquella lucha, en la que el adversario avanzaba enmascarado, y se preguntaba sobre su capacidad para llevar a cabo la obra en condiciones tan difíciles.

Una brisa suave y perfumada se levantó en la cima, que Nefer contempló largo rato. La agitación interior del maestro de obras se apaciguó y recordó las palabras que había pronunciado el escriba Ramosis en su iniciación a la función suprema: «El dios oculto viene en el viento, pero no se le ve, mientras que inunda la noche con su presencia. Lo que está arriba es como lo de abajo, y él lo realiza. Qué bueno es estar en manos de Amón, el protector de Silencioso, que da el soplo de vida a aquellos a quienes ama».

Ni dios ni el hombre conocían la verdadera forma de Amón, el único médico capaz de curar a un ciego; probablemente, cuando alguien lo viese, caería muerto de embelesamiento. Aunque era invisible, se revelaba hinchando la vela de los barcos; sin haber nacido nunca, nunca moriría.

En aquel instante, Nefer percibió la potencia mágica de aquella montaña de Occidente que respondía a su llamada y aliviaba su fardo, permitiéndole comunicarse con Anión, la fuente de energía que necesitaba.

—¿Tú tampoco duermes? —murmuró Paneb—. Pasar la noche en el collado es la máxima recompensa… Aquí, la vida es más intensa que en cualquier otro lugar.

Nefer no dijo nada. Y Paneb sintió que aquel hombre, a quien creía conocer, no sólo era su amigo y su superior, sino sobre todo un ser excepcional al que se le había encargado una misión que procedía del más allá del tiempo, una misión que transía su espíritu y su mano como un fuego devorador. Ciertamente, el maestro de obras poseía cualidades como la tranquilidad y el autodominio, pero, a la vez, había una llama en su interior que ardía intensamente.

Paneb compartió el silencio de Nefer, y percibió el soplo de Amón en la brisa nocturna.

—Estás muy enfermo —reconoció Clara.

Karo el Huraño temblaba.

—He cogido frío en mi cabana del poblado… ¡Y pensar que algunos aprecian las noches pasadas allí arriba! Cuando el viento sopla, en invierno, se te hielan los huesos. Voy a verme obligado a guardar cama y me perderé el próximo período de trabajo.

—Espero que no.

La mujer sabia disponía de una vasta farmacopea para detener la infección. El depósito recogido en el fondo de los jarros de cerveza y el jugo de cebolla entraban en la composición de los remedios que curaban los dolores de vientre y los golpes de frío, y aliviarían rápidamente a Karo; pero, sobre todo, utilizaría el antibiótico natural que se obtenía gracias a una manera especial de almacenar los granos. La capa inferior de los silos era impregnada con una sustancia curativa, y luego era recogida con cuidado y prescrita a los enfermos.

—A juzgar por tu robusta constitución, soy muy optimista.

—¿Y si todavía tengo fiebre dentro de dos días?

—Volveré a examinarte.

Karo regresó a casa. Clara etiquetó unas redomas que contenían un líquido exudado por los poros de la piel de una rana del Gran Sur, que poseía virtudes analgésicas y antiinfecciosas que había utilizado el día anterior para curar a la esposa de Nakht, que sufría una afección renal. A menudo, incluso durante sus consultas, la mujer sabia pensaba en Ched el Salvador. Había vuelto a leer los tratados de oftalmología y preparaba nuevas mezclas de sustancias, aunque sin grandes esperanzas.

Durante los rituales celebrados en el templo de Hator, la superiora de las sacerdotisas dirigía la magia de la comunidad femenina hacia el pintor, pues la ciencia de los humanos no bastaría para luchar contra su ceguera. El equipo de la derecha necesitaba el genio de Ched el Salvador sin el que la decoración pintada de la tumba de Merenptah no llegaría a buen término, a pesar del ardor de Paneb y del talento de los dibujantes.

—Una semana de descanso… ¡Ni lo pienses! —exclamó Kenhir.

—Es lo mínimo que debéis concederme —recordó Niut la Vigorosa—. Podría exigiros más, pero no quiero poneros en un compromiso.

—Pero y la limpieza, la cocina…

—Dejo vuestra casa perfectamente limpia, y también dejo comida preparada. Haced que os inviten dos o tres veces a comer y, por la noche, comed lo menos posible. No estaré aquí para impedir que cometáis excesos y temo que, cuando vuelva, os encontraré enfermo.

—¿No vas a marcharte en seguida, de todos modos?

—Hasta la próxima semana.

De pronto, al escriba de la Tumba le pareció que su casa estaba muy vacía. Ciertamente, aquella pequeña peste era insoportable, pero la echaba en falta; debía reconocer que le era de gran utilidad, salvo cuando se permitía sembrar el desorden en su despacho.

Kenhir apartó de su mente el recuerdo de su sierva, y quiso tomarse el tiempo de redactar algunas páginas de su Clave de los sueños, pero la llegada de su ayudante le impidió escribir las primeras palabras en el papiro.

—¿Qué ocurre, Imuni?

—¡Paneb ha vuelto a pedir panes de color!

—¿Y qué hay de raro en ello?

—Calculé el número exacto que debe utilizar un pintor diariamente, y Paneb lo supera con creces. Si los demás artesanos se comportaran como él, sería imposible administrar esta aldea.

—Sin duda, sin duda…

—Y eso no es todo —prosiguió Imuni—, Paneb no sólo se niega a aceptar el reglamento sino que, además, me ha amenazado.

—¿Y tú que has hecho?

—He preferido alejarme… Pero deberíais decirle cuatro palabras.

—Arreglaré este asunto —prometió Kenhir.

—¿Puedo decirle que ya no tendrá autorización para utilizar tantos panes de colores?

—Acabo de decirte que yo me encargaré de eso.

Imuni no comprendería nunca que las leyes deben aplicarse con inteligencia, y Kenhir se sentía incapaz de explicárselo.

Como le había enseñado Ched el Salvador, Paneb necesitaba gran cantidad de colores, como suplemento de los que él mismo fabricaba, sin contar el impresionante número de pinceles y cepillos que usaba con notable rapidez. El coloso se mostraba implacable con su propia técnica y realizaba numerosos esbozos antes de pintar la figura definitiva. El resultado era tan deslumbrante que incluso Ched el Salvador sólo hacía pequeños retoques. Así pues, no importaba que Paneb utilizara una gran cantidad de material, pero era inútil intentar explicárselo a Imuni.

El traidor estaba tomando el fresco en su terraza cuando vio pasar al escriba de la Tumba, que golpeaba el suelo con su bastón para acompasar una enérgica marcha.

—¿Adonde irá tan de prisa? —le preguntó a su esposa.

—Supongo que irá a cenar a casa del maestro de obras, como ayer por la noche. Desde que Niut la Vigorosa está de vacaciones, se da la gran vida. Cuando nos acostumbramos a que nos sirvan, ya no sabemos arreglárnoslas solos.

—¿Cuándo volverá la sierva?

—Al final de la semana.

—Saldré en cuanto anochezca.

—¿Adonde piensas ir?

—A apartar un peligro que podría amenazarnos. Si alguien pasa a vernos, dile que me encuentro mal y que ya me he acostado.

Nervioso, el traidor caminaba pegado a las fachadas con los pies desnudos, con la esperanza de no ver a nadie. Pero si así era, alegaría tener jaqueca para justificar su paseo nocturno.

La suerte le benefició y llegó sin problemas a la morada de Kenhir.

Si la puerta principal estaba cerrada, no insistiría. Pero ésta se abrió a la primera, y el traidor se deslizó en el domicilio del escriba de la Tumba.

¿De cuánto tiempo disponía? Clara cocinaba bien, Kenhir era un buen invitado… Pero, sin embargo, debía apresurarse. Si lo sorprendían, sería acusado de robo, expulsado de la aldea y encarcelado; y todos sus sueños se irían al traste.

Sólo le quedaba encontrar el lugar donde Kenhir guardaba los papiros que componían el Diario de la Tumba.

Antes de dormirse, al escriba de la Tumba le gustaba leer algún viejo texto clásico que le hiciera olvidar las preocupaciones de la jornada. Después de la suculenta cena que le había ofrecido Clara, sintió ganas de trabajar un poco más y de consultar el Diario de la Tumba para comenzar a establecer la lista de los artesanos que habían acudido con más frecuencia a la orilla oeste durante los diez últimos días.

Primero creyó que se había equivocado, pero luego debió rendirse a la evidencia: el papiro en el que había tomado aquellas notas había desaparecido.