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Cuidado! —gritó Paneb—, ¡la narria se desliza con demasiada rapidez!

Nakht el Poderoso accionó el freno de la narria, pesadamente cargada con seis toneladas de bloques de gres, y consiguió reducir su velocidad.

Sólo eran seis para jalar semejante masa, que se desplazaba por una rampa de limo, regada constantemente por Renupe el Jovial y Pai el Pedazo de Pan.

—¡Ponéis demasiada agua, estúpidos!

—¡No vas a enseñarnos tú el oficio! —se rebeló Pai.

—Seguid así y la narria volcará.

—Nunca hemos tenido un accidente.

—Pues no empecéis ahora.

Ofendidos, Renupe y Pai observaron, sin embargo, las recomendaciones de Paneb, y la maniobra se reanudó ante la inquieta mirada del jefe del equipo de la izquierda, que esperaba los bloques de gres del Gebel Silsileh.

—¡Un momento! —exigió Casa la Cuerda—. Aquí hay algo raro.

El especialista en transporte de materiales se inclinó hacia la narria.

—Lo sospechaba… ¿Quién ha sido el inútil que ha atado esta cuerda? Hay que atarla lo más abajo posible, en la parte delantera de la narria, para que la fuerza de tracción se ejerza desde el ángulo más favorable. Os lo he repetido cien veces y no es tan difícil de comprender.

Casa la ató de nuevo, y los seis hombres volvieron a ponerse en marcha cantando canciones cuyo ritmo les permitiera coordinar sus movimientos.

Aquella misma mañana, los dos equipos habían puesto en su lugar un coloso de un centenar de toneladas, de siete metros de altura, que representaba al faraón Merenptah sentado, con las palmas de las manos apoyadas en su taparrabos y el rostro grave, animado por una ligera sonrisa. Con el mismo método, consistente en utilizar una rampa de arcilla, permanentemente mojada, los especialistas habían conseguido desplazar la enorme masa con la ayuda de Paneb, que se había encaramado en las rodillas del coloso para llevar el compás.

El sol comenzaba a declinar cuando Paneb escaló de nuevo la monumental efigie para quitar las cuerdas que la envolvían y hacerla aparecer en todo su esplendor.

Ardiente cantó hasta desgañitarse, y tardó algún tiempo en advertir que la cantera se había sumido en un absoluto silencio.

Cuando se dio la vuelta, con un moribundo estribillo en los labios, vio a sus colegas inmóviles, con los ojos clavados en el zócalo del coloso ante el que se hallaba el faraón Merenptah, tocado con una corona azul. Alrededor del monarca había unos «sacerdotes puros», con el cráneo afeitado y vestidos con túnicas blancas.

A Paneb sólo le quedaba saltar al suelo e inclinarse, con la esperanza de que el rey no descargara su cólera sobre él.

—Ven junto a mí —le ordenó.

Paneb, petrificado, permitió que sus piernas avanzaran muy a su pesar.

—Cuando las ofrendas descienden a la tierra —dijo el monarca—, el corazón de los dioses se alegra y el rostro de los hombres se ilumina. Ofrecer es un acto luminoso que debe realizarse cada día, siempre que las ofrendas sean hermosas y puras. Sólo ellas pueden dar vida a este coloso que encarna el poderío sobrenatural de la realeza.

Paneb cogió un ramo de lotos de manos de un sacerdote y se lo dio al rey, que lo depositó a los pies del coloso. Luego hizo lo mismo con un pan redondo, un cesto de frutas, incienso y una jarra de vino.

—Que circule la energía que se oculta en las venas de la piedra —dijo Merenptah.

Los sacerdotes y los artesanos se retiraron para dejar al rey solo ante su colosal imagen, que iba más allá de lo humano. Paneb fue el último en abandonar el paraje, subyugado por aquella misteriosa comunión entre el dueño del país y su encarnación en la piedra.

Merenptah había ofrecido estatuas al templo de Amón y había presidido una procesión que fue de Karnak a Luxor; pero sobre todo, había pasado largos ratos con Nefer el Silencioso en el Valle de los Reyes, para examinar los trabajos realizados en su tumba.

Tal vez, su presencia en Tebas significaba que cualquier riesgo de guerra se había disipado. Al permanecer en la orilla oeste y haber manifestado, por segunda vez, su afecto por la cofradía del Lugar de Verdad, el monarca acallaba cualquier crítica contra él.

El rey había asistido, incluso, a un banquete que se organizó en la aldea para subrayar su posición de jefe supremo de la cofradía y la importancia de su trabajo.

Así pues, el traidor tascaba el freno, despechado por la suerte de la cofradía y haciendo responsables de ella a la mujer sabia y al maestro de obras. Como los demás, tenía que participar en los festejos haciendo creer que estaba con ellos de todo corazón.

Frente a aquel panorama, sin embargo, había dos cosas positivas: conseguía fingir con una bella amante y su esposa había respetado el pacto. Era una buena ama de casa, llevaba a cabo las tareas cotidianas con abnegación y esperaba, sin impaciencia, su futura existencia de mujer rica.

Tras la marcha del rey, el escriba de la Tumba había concedido a los artesanos un día de descanso suplementario. ¡Por fin, tenía una oportunidad para salir de la aldea y dirigirse a la orilla este para hablar con sus cómplices!

De buena mañana, cruzó la gran puerta y tomó el camino que pasaba a lo largo del Ramesseum. Justo antes de girar a mano derecha, para tomar la arteria principal que se dirigía al Nilo, descubrió a un nubio sentado a la sombra de un tamarisco.

Era imposible acercarse para ver mejor su rostro y saber si se trataba de uno de los hombres de Sobek. El traidor se sintió incómodo, y decidió no correr ningún riesgo.

Se dirigió hacia un pequeño mercado ambulante, compró habas y volvió sobre sus pasos.

Al entrar de nuevo en la aldea, se cruzó con Uabet la Pura, que sacaba agua de una gran jarra.

—¿No vas a la ciudad? —le preguntó.

—No tengo nada que hacer allí… y prefiero descansar en casa.

—Con las nuevas obligaciones administrativas, haces bien.

—¿Qué quieres decir?

—Antes, Kenhir se limitaba a anotar los motivos de la ausencia en el Diario de la Tumba; ahora, también anota los movimientos de unos y otros. Realmente tiene tiempo que perder, aunque vele por nuestra seguridad… Además, a los escribas les gusta escribir y no vamos a cambiar eso.

—Así es, Uabet, que tengas un buen día.

De modo que los policías de Sobek trabajaban en estrecha colaboración con el escriba de la Tumba. El traidor se planteó una angustiosa pregunta: ¿desde cuándo tomaba Kenhir ese tipo de notas?

—Mis hombres han trabajado sin descanso —declaró el general Méhy en la penumbra de su vasto despacho—. Por eso os he rogado que vinierais hasta aquí para que fuerais los primeros en conocer los resultados de la investigación.

El escriba de la Tumba y el maestro de obras eran todo oídos.

—Por lo que se refiere a los canteros del Gebel Silsileh, no se ha establecido complicidad alguna. Ninguno de ellos tenía vínculos con el nubio, al que contrataron como peón por algunos días, dada su fuerza física. El hombre se comportó con absoluta normalidad antes de llevar a cabo su intento de asesinato.

—¿Habéis conseguido identificarlo?

—He tenido un golpe de suerte… Existe un poblado nubio cerca de la cantera; mis soldados interrogaron a sus habitantes, y uno de ellos confesó que su compatriota era un fugitivo de la justicia, evadido de la cárcel de Asuán, donde había sido detenido por atentado con daños contra un pescador. El bandido se había refugiado en la aldea durante algunas semanas y luego buscó trabajo.

—¿Había hablado con alguien de sus siniestros proyectos?

—No, pero siempre actuaba del mismo modo: encontrar un lugar interesante, hacer amigos y desvalijar al más rico de ellos. Además, se sospecha que fue el autor de varias agresiones, algunas de las cuales se saldaron con la muerte de la víctima.

—¿Nada más? —preguntó Kenhir.

—Creo no haber omitido detalle alguno.

—Así pues, se puede suponer que el bandido no atacó al maestro de obras del Lugar de Verdad en su calidad de tal, sino sólo como la presa que le pareció más interesante.

—Es una de las hipótesis, en efecto, pero carecemos de pruebas para afirmar que es la buena.

Mostrándose reservado en este punto, Méhy demostraba a sus interlocutores que no intentaba influenciarlos en absoluto. El general esperó una reacción de Nefer, pero éste no dijo nada.

—¿Habéis investigado a los hombres de Sobek? —preguntó Kenhir.

—He reunido el máximo de informaciones y puedo daros una noticia excelente: no hay motivo alguno para sospechar de que hayan cometido ningún delito. Sus hojas de servicio son impecables, no se les puede reprochar nada.

—¿Y vuestros elogios pueden extenderse al propio Sobek?

—No tengo nada que reprocharle al jefe Sobek. Su expediente sólo contiene menciones halagadoras sobre su rigor y su probidad. El rey en persona me ha comunicado su satisfacción por las medidas que Sobek ha tomado para garantizar la seguridad de los artesanos. Desde mi punto de vista, es inimaginable que haya podido cometer algún delito.

Méhy se había mostrado tan tajante con respecto a la seguridad de la aldea que no disiparía por completo la sospecha de sus interlocutores, pero les tranquilizaría con respecto a su objetividad.

—¿A qué conclusión llegáis? —preguntó Kenhir.

—Un bandido ha muerto, asesinado por un cómplice, sin duda alguna, otro nubio que ha conseguido huir y al que nos costará mucho identificar, salvo si es denunciado. Debemos desear que se trate tan sólo de un incidente puntual, pero sin embargo debemos actuar como si el peligro siguiera acechando.

Permaneced muy atentos en el interior de la aldea mientras Sobek sigue vigilando el territorio que está bajo su responsabilidad, y yo me encargaré de la orilla oeste.

—La visita del faraón nos ha tranquilizado —reveló el escriba de la Tumba.

—Es cierto, los rumores de guerra se han alejado y la paz se consolida. ¿Necesitaréis aún a mis soldados para el transporte de bloques de gres?

—Hay otra expedición programada, en efecto, pues el jefe del equipo de la izquierda trabaja más rápido de lo previsto. El faraón Merenptah pronto dispondrá de la energía mágica que le proporcione su templo de millones de años.