Necesito bloques de gres de primera calidad para seguir construyendo el templo de millones de años —dijo Hay, el jefe del equipo de la izquierda, al maestro de obras—. En esta etapa del trabajo también es indispensable que la diosa Hator ilumine el naos y los materiales que utilizamos.
—Estoy de acuerdo contigo —estimó Nefer—. Cuanto antes obtengáis ese material, mejor.
—¿Qué propones? —preguntó Kenhir, que se hacía cortar el pelo por Renupe el Jovial.
—Vos vigilaréis la obra del Valle de los Reyes, Hay se ocupará del templo y yo iré a la cantera del Gebel Silsileh.
—Necesitamos el consentimiento de la administración y algunos soldados para proteger tu expedición.
—Pedídselo al general Méhy.
El escriba de la Tumba suspiró, en vez de ocuparse de su obra literaria, se veía obligado, de nuevo, a ir hasta el despacho de la administración principal de la orilla oeste.
—También tengo la intención de dirigirme a los Dos Braseros —anunció Nefer.
—Hay santuarios de Hator más asequibles que ése.
—La energía que contiene éste es especialmente potente. Y lo sabéis muy bien, Kenhir.
—Tal vez… ¿Llevarás a la mujer sabia?
—Sabréis velar por la aldea durante nuestra ausencia.
Kenhir ni siquiera intentó discutir.
Nefer no levantaba la voz, pero era aún más tozudo que él. Y cuando se trataba de la obra, jamás cedía una pulgada de terreno.
—Ningún problema —estimó Méhy, con vehemencia—. ¿Cuántos soldados deseáis, querido Kenhir?
—En la región no hay guerra… Con diez bastará.
—Os daré cuarenta, pues la seguridad del maestro de obras debe estar perfectamente garantizada. ¿Cuál es el destino de la expedición?
—La cantera de gres del Gebel Silsileh.
—La mejor del país, según creo.
—Es cierto. Avisad a los soldados de que no participarán en el transporte de los bloques.
—Tomo nota. Permitidme que os agradezca la amabilísima nota que enviasteis al rey, en mi favor. Merenptah en persona leyó vuestro mensaje ante mí, y me sentí muy halagado, lo reconozco. Sobra deciros que tengo ambición y deseo hacer una buena carrera, tanto en el ejército como en la administración, no sólo por mi satisfacción personal sino, sobre todo, para servir a mi país. Me gusta mi trabajo y deseo ser útil: ésas son las claves de mi éxito. Ciertamente me acusarán de vanidad, pero sólo los resultados cuentan.
La franqueza de Méhy sorprendió al escriba de la Tumba y fortaleció su convicción: Tebas se le iba a quedar pequeña muy pronto. Pero se sintió tranquilizado, puesto que el general debía realizar una carrera impecable y garantizar, por tanto, el bienestar del Lugar de Verdad.
—¿Os está permitido decirme si el estado de los trabajos os satisface?
—Los bloques de gres del Gebel Silsileh se destinarán al templo de millones de años del faraón Merenptah. Es decir, que va a iniciarse la elevación de los muros, y que los artesanos del Lugar de Verdad cumplen sin descanso con sus deberes.
—Me alegro.
—Circulan múltiples rumores… Como acabáis de regresar de la capital, ¿qué hay de cierto en lo que dicen de la guerra?
—¡También a mí me gustaría saberlo, Kenhir! Nuestras tropas apostadas en las fronteras han sido reforzadas, pero ello no significa forzosamente que se aproxime un conflicto. Al contrario, creo que se trata de una medida de precaución para evitarlo. Por lo demás, os aseguro que el rey tiene en alta estima vuestra cofradía y que puede proseguir su tarea tranquilamente.
Mientras pronunciaba estas palabras, Méhy trazaba un plan que, tal vez, le permitiría librarse del molesto maestro de obras sin que pudieran sospechar de él.
La estación cálida del segundo año del reinado de Merenptah tocaba a su fin cuando Nefer el Silencioso grabó, personalmente, dos estelas en honor de la familia real en la gran cantera de gres del Gebel Silsileh, a ciento cincuenta kilómetros al sur de Tebas. En aquel lugar, los acantilados que flanqueaban el Nilo se estrechaban y la corriente se aceleraba. Paneb había apreciado la delicada maniobra del capitán, que había atracado suavemente en la orilla este, donde varias capillas anunciaban el carácter sagrado del lugar.
Primero habían desembarcado los soldados para colocarse a uno y otro lado de la entrada de la cantera, cuyas dimensiones impresionaron al joven coloso.
—Manos a la obra —ordenó Nakht el Poderoso—; no estamos aquí para holgazanear.
Nefer y Fened la Nariz eligieron el lecho de piedras que les pareció más maduro, y transmitieron sus instrucciones a los canteros que encuadraban a Nakht y Paneb. El banco rocoso fue parcialmente enrasado y se excavaron surcos de unos veinte centímetros alrededor de los futuros bloques, cuyos costados fueron cortados así. Luego, en las muescas regularmente espaciadas, se hundieron cuñas de madera y se mojaron; al dilatarse, harían estallar la roca y la desprenderían de la pared. Los bloques fueron extraídos línea a línea y capa a capa.
—Son de excelente calidad —dijo Nefer, marcándolos con el nombre de los canteros del equipo de la derecha.
Paneb ayudó a instalar los bloques en las narrias de madera. La mujer sabia se dirigió a los artesanos, antes de que abandonaran la cantera para ser jalados hasta las embarcaciones de transporte.
—Dios se construyó cuando la tierra se hallaba en el océano primordial y creó los minerales en el vientre de las montañas. Que las piedras que han salido hoy a la luz sean restituidas a los dioses y sirvan para construir la morada que los albergue. La cantera acaba de dar a luz, cuidemos a sus hijos y que éstos se conviertan en piedras vivas del templo y permanezcan eternamente jóvenes.
Los canteros y los artesanos del Lugar de Verdad se habían dicho pocas cosas. Paneb, que siempre estaba atento, había comprobado incluso los cabos y los frenos de las narrias, sin descubrir nada anormal.
Al final de la última jornada de trabajo, se encendió una hoguera a la entrada de la cantera y Nefer ofreció cecina a los canteros, que estaban encantados con el inesperado festín.
Incluso cuando cayó la noche, la atmósfera seguía siendo asfixiante, como si las paredes de gres restituyeran el calor acumulado durante la jornada. Paneb era el único que no sufría por ello.
—¿De qué material estás hecho? —le preguntó uno de los canteros—. Se diría que naciste en un horno.
—Tengo la suerte de no tener la lengua y el culo helados, como tú y tus colegas.
Todos los canteros se levantaron, y Paneb siguió comiendo.
—No hagáis tonterías, amigos. ¿Aún no os habéis dado cuenta de que soy indestructible?
Uno de los canteros soltó una carcajada, y los demás le imitaron.
—¡Bebamos, entonces, un trago a tu salud!
El joven coloso hizo circular la jarra de cerveza.
—Dime, amigo, tengo la impresión de que no estáis todos… Falta un nubio que tiraba de las narrias.
—A ése acabábamos de contratarle… No sé adonde habrá ido, pero que eso no nos impida beber.
Mientras la pequeña fiesta estaba en pleno apogeo, el maestro de obras tomó una hogaza de pan y se dirigió al corazón de la cantera.
Paneb cogió una antorcha y fue con él.
—Debo depositar una ofrenda ante las estelas para alimentarlas —explicó Nefer.
Mientras avanzaban entre las altas paredes verticales, a Paneb le invadió un repentino nerviosismo.
—Presiento un grave peligro.
—Las serpientes, sin duda… Tu antorcha las ahuyentará.
—Volvamos atrás.
—Sin la ofrenda, las estelas no serían animadas.
Para el arquero nubio que estaba apostado en lo alto del acantilado de gres, el plan se desarrollaba tal y como había previsto. El maestro de obras iba a depositar su ofrenda, acompañado por un artesano que llevaba una antorcha para ahuyentar a los reptiles.
El arquero no podía esperar un mejor cómplice involuntario, porque Paneb iluminaba el blanco de un modo ideal.
Los dos hombres se detuvieron unos instantes. Si retrocedían, el nubio corría el riesgo de que su disparo no fuera certero. Pero continuaron avanzando, y el arquero tensó su arco. Unos pasos más y estaría seguro de dar en la cabeza del maestro de obras.
Paneb tocó el amuleto del ojo por precaución.
De pronto, Ardiente tuvo una visión: de la pared brotaba una llama que abrasaba al maestro de obras. Una llama que se unía a la de la antorcha para formar una sola y devorar a Nefer.
El coloso empujó con violencia al maestro de obras precisamente cuando la flecha disparada por el arquero hendía el aire.
Ésta rozó los cabellos de Nefer y se estrelló contra una piedra.
Paneb saltó hacia la pared e intentó escalarla en vano, furioso al no poder perseguir al agresor.
El nubio bajó por la pendiente rápidamente y se dirigió a la orilla donde lo aguardaba la mujer que le había encargado el crimen.
Lo estaba esperando al abrigo de un tamarisco, fuera de la vista de una embarcación dispuesta a aparejar.
—¿Lo has conseguido?
—No —respondió—; he fallado por poco. Debemos marcharnos en seguida, me están persiguiendo.
—Tienes razón… Pasa tú primero.
Serketa clavó su puñal en el cuello del arquero, entre dos vértebras. El hombre se tambaleó de un modo ridículo antes de derrumbarse, con los brazos en cruz y la lengua colgando.
La esposa de Méhy recuperó el arma, limpió la hoja en el tronco del tamarisco y escupió sobre el cuerpo de aquel inútil. Luego se dirigió con tranquilos pasos hasta el barco que la devolvería a Tebas.