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El pez gato era enorme. Si Kenhir se zambullía para escapar, se ahogaría. Sólo había una salida: lanzarse contra el monstruo y clavarle los dientes en la carne para devorarlo; cuando tragaba el primer bocado, el escriba de la Tumba despertó de su pesadilla.

«Mal empieza el día —pensó—; comer pez gato en sueños significa que algún funcionario va a molestarte.» La pesadilla habría podido ser peor: según una antigua Clave de los sueños, que Kenhir había copiado, soñar que te convertías en funcionario significaba que la muerte estaba cerca.

Con la nuca dolorida y la lengua pastosa, el escriba de la Tumba anduvo penosamente hasta la mesita en la que había depositado el papiro redactado el día anterior. Kenhir, que era muy escrupuloso, lo leyó una vez más para comprobar que cada palabra fuera correcta. El texto aseguraba al rey que los dos equipos del Lugar de Verdad habían trabajado sin descanso en la creación de su templo y su tumba, y que las dificultades habían sido superadas por el maestro de obras.

Niut la Vigorosa le sirvió leche fresca y una torta caliente.

—Os habéis levantado tarde, esta mañana.

—¿No hay nada más para comer?

—A vuestra edad, no debéis engordaros. El cartero os está esperando desde hace media hora.

—Los sueños no me engañan nunca —murmuró Kenhir—. Hazlo pasar.

Seguidamente apareció Uputy, provisto del bastón de Thot.

—La carta que debes entregar al faraón está lista —advirtió Kenhir—. Traes malas noticias, ¿no es así?

—No son excelentes, en efecto; en Pi-Ramsés, los cuerpos de ejército han sido puestos en estado de alerta.

—¿Es la guerra?

—Es muy pronto para decirlo… Sirios y palestinos nunca dejaron de ser turbulentos, y Merenptah debe demostrarles que no será menos firme que Ramsés.

—Espero que no vayas solo hacia el Norte.

—Como tu correspondencia está destinada al rey, me beneficiaré de una escolta. Quédate tranquilo, tu mensaje llegará a buen puerto.

Paneb había fabricado peonzas, soldados de madera articulados, cocodrilos e hipopótamos en miniatura, con los que Aperti se divertía mucho. Al chiquillo le gustaba abrir y cerrar las fauces del saurio, pero ya había roto varias figuritas porque las sacudía con excesiva violencia.

—Te regalaré la maqueta de un barco —le dijo—, pero tendrás que cuidarla. Y si eres bueno, jugaremos con una pelota de trapo.

Paneb pensaba incluso en fabricar un jinete que montara un caballo enjaezado y tirara de un carro de guerra, pero su hijo tenía que merecerlo.

—Romper es un grave error —le enseñó el coloso al chiquillo, que lo miraba atentamente, como si comprendiera cada una de sus palabras—. Puedes hacer maravillas con tus manos.

Entonces, Uabet la Pura entró en la casa con dos cestos llenos de legumbres frescas, y se quedó mirando con emoción al padre que jugaba con el hijo. Para ella no existía mayor felicidad.

—He hablado largo rato con la esposa de Fened —reveló—; ya no lo soporta más y ha tomado la firme decisión de divorciarse.

—¿Abandonará la aldea?

—No, se queda. Por desgracia, hay noticias más graves que esta separación.

Como si advirtiera la inquietud de su madre, el chiquillo intentó apretar con sus deditos el pulgar derecho de su padre.

—Según el cartero —prosiguió Uabet—, las tropas de élite de la capital han sido puestas en estado de alerta.

El recuerdo de la batalla de Kadesh, librada por Ramsés el Grande contra los hititas, estaba presente en la memoria de todos.

El tratado de paz firmado con aquella potencia militar no había sido violado, pero otros pueblos igualmente belicosos pensaban apoderarse de las tierras y las riquezas de Egipto.

Paneb se dirigió en seguida a casa del maestro de obras, para saber más detalles; se cruzó con Userhat el León, que blandía una estela en la que se representaba una diosa extranjera, Kadesh. Estaba de frente, de pie sobre un león, desnuda, con un disco lunar en la cabeza, flores en la mano derecha, una serpiente en la mano izquierda. La extraña figura incomodaba.

—La mujer sabia me ha pedido que pusiera esta estela en la puerta de entrada de la aldea —explicó—; nos protegerá de la violencia procedente del exterior.

—¿Ha hablado de un conflicto en el Norte?

—No, pero prefiere tomar precauciones. Si quieres mi opinión, eso huele mal.

Clara se acercó a Paneb.

—Te buscaba —dijo.

—¿Ha empezado la guerra?

—No lo sé, pero es preciso proteger la aldea mágicamente. Afortunadamente, entramos en el séptimo mes del año y nos acercamos a la gran fiesta de Amenhotep I.

Amenhotep I era el fundador del Lugar de Verdad y venerado patrón de la cofradía, cuyo retrato figuraba en las estelas, los dinteles, las mesas de ofrenda y los paneles pintados.[7]

En los festejos con los que se celebraba su memoria, los sacerdotes de su culto, es decir, los propios artesanos, llevaban su estatua en procesión, que lo representaba sentado, con el taparrabos tradicional, y las palmas de las manos apoyadas en los muslos.

—¿Qué quieres que haga, Clara?

—Pintarás de negro la estatua de su gran esposa real, Ahmes-Nefertari, que se mantiene siempre a su lado como Maat junto a Ra, el padre de la luz divina. Renupe el Jovial concluirá hoy mismo su efigie de cedro, en la que ha estado trabajando desde hace varias semanas, y tú tendrás que pintarla.

Paneb se sintió turbado.

—¿Por qué debe ser negra esa reina?

—Porque es la madre espiritual de la cofradía, portadora de todas las potencialidades creadoras, como nuestra tierra negra y fecunda.[8] Nos guía en las tinieblas y nos hace descubrir la inmensidad del cielo nocturno donde brilla la luz de los orígenes de la vida.

La reina negra, animada por una leve sonrisa, sujetaba un cetro flexible que terminaba en una flor de loto. Llevaba una larga y lujosa peluca y una larga túnica de lino.

La estatua parecía tener vida, y Paneb había conseguido un tinte brillante cuyo negro azulado suscitaba miradas de admiración.

—Tu reputación va en aumento —observó Ched el Salvador—; tus colegas acabarán creyendo que tienes talento.

La procesión se puso en marcha. Canteros y escultores llevaron las estatuas de Amenhotep I y la reina negra, saludados por los gritos de júbilo de los niños. Negrote permanecía prudentemente al margen, al igual que el monito verde.

La pareja real fue depositada ante la entrada del gran templo, y los habitantes de la aldea les ofrecieron flores y frutas.

—En tiempos de los antepasados —recordó la mujer sabia—, la abundancia y la rectitud reinaban en la tierra, la espina no pinchaba, la serpiente no mordía y el cocodrilo no devoraba a su presa. Los muros eran tan sólidos que no se derrumbaban. Que nuestro fundador y nuestra madre real nos den la fuerza necesaria para construir como en tiempos de los dioses primordiales, que nos animen con el aliento de la edad de oro.

El traidor participaba en las festividades como sus colegas e intentaba poner buena cara a pesar de su angustia. Si Egipto entraba en guerra, ¿qué suerte le esperaba al Lugar de Verdad? Sin duda, las autoridades lo colocarían bajo vigilancia, al igual que el Valle de los Reyes, y le sería imposible mantener contactos con el exterior.

El día en que podría gozar de las riquezas adquiridas parecía alejarse. ¿Y si sus protectores eran arrastrados por la tormenta? Sus esfuerzos por cambiar de vida y convertirse en un hombre acomodado se verían reducidos a la nada. Tal vez no debería mostrarse tan pesimista; el general Méhy tenía muchos recursos y sabría sacar provecho de la situación.

El traidor haría mal desesperándose. Debía seguir actuando en la sombra para apoderarse de los secretos que el maestro de obras le ocultaba; cuantos más poseyera, más fuerza tendría.

Nefer el Silencioso contemplaba la aldea desde su terraza. Los aldeanos olvidaban sus preocupaciones y festejaban su santo patrón y la reina negra con gran entusiasmo. Pai el Pedazo de Pan entonaba canciones que los demás repetían a coro; los suculentos platos no dejaban de salir de las cocinas al aire libre, vigiladas de cerca por Negrote y los demás perros. Los pasteles de Uabet la Pura tenían mucho éxito, y Paneb llenaba las copas con un embriagador vino tinto que impulsaba a Unesh el Chacal y Casa la Cuerda a contar historias subidas de tono, que deberían haber ruborizado a las sacerdotisas de Hator.

Clara se arrimó a su marido con ternura.

—Son felices —murmuró él—, pero no puedo olvidar que un ser maléfico merodea por la aldea. ¿Podrías leer su pensamiento y conseguir identificarlo?

—Por desgracia, no; está protegido por un grueso caparazón que se ha ido forjando con el paso de los años.

Nefer acarició el pelo de su esposa.

—Sólo tu amor me permite afrontar las pruebas y cumplir con las obligaciones de mi cargo. Sin ti, sólo sería un viajero perdido por caminos oscuros.

—¿Acaso crees que, sin tu presencia, yo podría asumir la herencia de las mujeres sabias que me han precedido?

—Todos los aldeanos son tus hijos, Clara, y esperan que su madre los cuide y los consuele, sean cuales fueren las circunstancias. Esa gran familia es muy exigente…, pero la tarea que lleva a cabo es tan esencial que debemos pensar más en sus cualidades que en sus imperfecciones.

—Le hemos dado nuestra vida —recordó Clara.

—Sin embargo, uno de nosotros ha faltado a su palabra.

—Pero ¿realmente la dio de corazón? El juramento que salió de sus labios sólo era una trampa, tanto para sí mismo como para los demás. El Lugar de Verdad se lo ofreció todo, pero él sólo buscaba la mentira.

—Si alguna vez fracaso o desaparezco, no permitas que se extinga la llama del Lugar de Verdad. En nombre de nuestro amor, Clara, prométeme que seguirás sin mí.

Ella lo besó con tanta pasión que Nefer también olvidó las ideas que lo atormentaban.